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Son las 4 de la mañana y en el puerto de Dénia la actividad de los pescadores empieza a fluir como si todos ellos ignorasen que aún es de noche. El barco Mediterranium está atracado junto a otra embarcación en el puerto, por lo que hay que saltar con el cuidado que necesita alguien sin las habilidades de los hombres de mar. Esteban Reig trabaja en la cubierta colocando a las redes los sensores que, una vez en el agua, informarán sobre la ubicación perfecta de las mismas. Nos recibe simpático y activo como si hubiera dormido más de cuatro horas. "Con el tiempo te acostumbras a los horarios", se ríe comentando nuestras caras somnolientas.
Esteban es el primero en llegar. A las 4.15 aparece con una bolsa con dos barras de pan Abdou Ndong, el senegalés que se sumó a la tripulación hace dos años. Abdou creció subido a una barca, ya era pescador en África, y el madrugón forma parte de su estilo de vida. Bromea y se ríe sin parar mientras lleva el pan a la cocina y regresa a cubierta para prepararse para la salida. "Cuando llegué a España fui al norte, pero allí el mal tiempo impedía salir a faenar muchos días y me vine aquí, en busca del sol", cuenta cuando se le pregunta sobre el camino realizado hasta llegar al Mediterráneo.
A las 4.30 de la madrugada, el barco está completo con el patrón, Mauricio Ripoll, y su hermano, José Ripoll, que ejerce de mano derecha del capitán. El buen humor de la tripulación tira al suelo el primer mito sobre los pescadores, ese que dice que los hombres de mar son huraños y de pocas palabras. El segundo en caerse es ese que asegura que están tan acostumbrados a las olas que nunca se marean. Menos Abdou, un caso único en la especie, el resto ha sufrido las embestidas del mar en sus propios estómagos.
"Se pasa fatal. Yo cuando veo que hay muy mal tiempo, me tomo la biodramina. Mi abuelo, que iba al mar desde los 7 años, también se mareaba. Es una enfermedad, se llama cinetosis, y no tiene cura", sonríe Esteban antes de asegurar que también se marea en el coche si mira el móvil. En alta mar lo peor no es marearse, es seguir trabajando cuando hay que levantarse cada poco tiempo porque las náuseas no respetan la faena. Hoy, sin embargo, el mar parece compadecerse de los novatos que hemos subido a bordo y está tranquilo.
A las 4.45 horas el sonido del motor rasga sin contemplaciones el silencio de la noche. El Mediterranium, como siguiendo un pistoletazo de salida, se une al resto de la flota pesquera de Dénia y comienza a surcar el mar. Está oscuro, las nubes cubren parcialmente la luna menguante, y las luces de los barcos parecen luciérnagas abriéndose en abanico sobre las pantallas del puente de mando, donde José y Esteban controlan la nave. Mauricio se ha retirado a descansar al camarote donde las literas dan un alivio al sueño, por turnos, a todos los tripulantes a lo largo de la mañana.
Se tarda dos horas en llegar al caladero donde se sumergirán las redes. Los barcos deciden dónde quieren faenar cada día, en parte siguiendo sus instintos; y por otro lado, guiándose por lo que llega al puerto por las tardes. "Si tú ves que algún compañero ha pescado más un día, pues al siguiente pruebas suerte en esa zona", reconoce José. Y eso que este barco tiene todos los avances posibles a su disposición para facilitar la pesca, pero eso sigue sin ser garantía de que las gambas estarán debajo del mar dispuestas a entrar en las redes.
A las 7 de la mañana empieza el proceso de calado. Cada uno en su puesto se prepara para soltar el arte. Mauricio, despejado, toma el mando; José controla los cables mientras Esteban y Abdou se ocupan de la red en la popa. La pesca de arrastre está muy mecanizada y buena parte de la cubierta está ocupada por la maquinaria que suelta y recoge los aparejos. "Nosotros hemos cambiado las puertas que mantienen las redes abiertas en el mar. Las que llevábamos antes pesaban 700 kilos y arrastraban por el fondo. Ahora pesan entre 200 y 300 y van dos o tres metros por encima del suelo marino. Ahorramos casi la mitad de gasoil –antes gastábamos 6.000 litros a la semana y ahora 3.800– y es mejor para el suelo marino", explica José orgulloso, porque ellos son el único barco de Dénia que ha adaptado estas medidas de modernización. Junto a otras muchas: llevan once sensores en las redes para medir profundidad y simetría, por ejemplo, disponen de una grúa a bordo y su puente de control parece una nave espacial con tanto monitor. En el Mediterranium aprovechan las nuevas tecnologías para facilitar y abaratar los costes de la pesca.
Cuando José y Esteban se retiran a las literas a dormir un rato, Abdou se ofrece a prepararnos unos bocadillos para desayunar. Después, él también se marcha a descansar. Mauricio controla que las redes surquen el fondo correctamente a unas 350 brazas (640 metros) de profundidad, y que las puertas abran la boca de la red en forma de calcetín unos 90 metros. Tanta dedicación para ir en busca de la joya de estos mares: la gamba roja.
En las redes, entra otro género, pura circonita al lado del verdadero diamante. "La gamba roja solo se da a esta distancia de la costa y a unos 650 metros de profundidad. Hay en otras zonas, pero al parecer los suelos fangosos de Dénia la hacen especial. Es más roja y jugosa", explica Mauricio refiriéndose a la presa más ambicionada. "Hay meses que coges menos. Cuánto más calor hace es peor". Estos días no están siendo especialmente fructíferos para la grande, la más cotizada.
A las 10.25 horas empieza a asomarse el sol a medida que las nubes se retiran lentamente. Diez minutos después, brilla y pica a traición sin importarle que, hasta hace solo cinco minutos, lo estuviéramos echando de menos. Sobre las 11 de la mañana el barco gira para evitar alejarse más de la costa. Es un momento complicado. "A veces hay unas mareas arriba y otras abajo, eso puede liar las redes. No pasa siempre, pero sí que pasa", subraya Esteban, quien ayuda a José en el proceso de tensar o soltar parte de los 1.400 metros de cable que sujetan la malla.
"Los sensores de simetría te van indicando cómo va la red, si va más tirada de un lado o de otro, y para mantenerla en su lugar vamos moviendo el cable. Todo el tiempo hay que estar pendiente de la red, especialmente en el terreno del norte, porque aquí es muy sinuoso, más que en la parte sur, que es más llano". La red puede sufrir toda clase de sucesos improvistos que dificulten la pesca como liarse, romperse, atascarse, llenarse de arena… Por eso, es la niña mimada del barco.
En cubierta, al principio el sonido del motor es llevadero, con el paso de las horas se vuelve ensordecedor. Nadie permanece más tiempo del necesario expuesto. El camarote para dormir, el puente de mando o la cocina suelen ser un buen sitio para esconderse. Aunque los marineros no parecen prestarle atención. "Es una cuestión de costumbre", se ríe de nuevo Esteban.
Abdou comienza a cocinar después de que haya girado la embarcación, pasadas las 11, con la cazuela bien atada con una cuerda. Aquí todo está amarrado o encajado en algún compartimento. El barco se mueve y los ejercicios de equilibrio son difíciles. No para los pescadores, que le tienen pillado el truco y le siguen el vals al mar con paso experimentado. El senegalés se sujeta a una barra mientras va colocando los ingredientes al arroz con frutos del mar que sirve a la hora de comer, las 13 horas exactamente. No falta un plato del manjar por el que se reza a Neptuno en esta zona. Nos las han guardado del día anterior. Ellos no comen, no sabemos si por hartazgo o por cortesía. Nosotros saboreamos las gambas muy agradecidos.
Se acerca la hora en la que la lentitud de las horas mañaneras dan paso al frenesí. José y Esteban limpian el barco a fondo, con cepillo y jabón, en lo que Abdou termina de recoger la cocina. Es viernes, y esos días se le saca brillo a todo. A las 14.30 comienza el proceso de levar redes, que puede durar unos 40 minutos. A la excitación de ver lo que ha traído hoy el mar, se suma que en un momento dado las cuerdas se lían y temen ralentizar la faena. Mauricio se mueve por la cubierta y asegura que puede haber sido una corriente. Los hombres se mantienen alerta mientras cables, cadenas, cuerdas y grúa se mueven en la embarcación. Aquí estar a salvo depende de estar alerta siempre, especialmente, cuando hay temporal. Cuando la enorme red se vacía al fin sobre la cubierta, los pescadores respiran tranquilos: no es mucho, pero sí hay más que ayer.
Desde ese momento, una tela protege la cubierta del sol, las cajas permanecen vacías y dispuestas en los laterales, y los cuatro miembros de la tripulación se ponen de rodillas a hacer una primera y rapidísima selección. Gambas a un lado, pescadilla a otro; cangrejos rojos por aquí, pintarroja (un tiburón pequeñito) por allá; un rape bien hermoso en una esquina y los congrios serpenteando en otra. A toda velocidad se va deshaciendo esa inmensa maraña de colores dispares y brillos en movimiento. El patrón regresa al puente de mando –vamos rumbo al puerto– en lo que el resto hace una segunda y tercera selección, especialmente de la gamba que queda categorizada por números. El pescado bien dispuesto en sus cajas se cubre de hielo y se guarda en la cámara, listo para ser descargado en el puerto y entrar en la lonja. Son las 16.28 cuando cesa la actividad de colocación y recogida en el barco, exactamente cuando faltan dos minutos para atracar.
Una vez en la lonja, el precio del molusco rojo varía según el día de la semana o el turno que ocupa la mercancía del barco. Se realiza un sorteo para decidir la posición en la que vende cada uno en la lonja y se retrocede diariamente, de manera que ninguno tenga ventaja sobre otro. Este viernes, que hay poco género, la gamba se vende bien y a buen precio (en la lonja está en torno a los 100 euros el kilo a lo largo del año la número 1, la de primera categoría, esa que es tan grande que 20 unidades hacen el kilo). Los restauradores y pescaderos se afanan por conseguirla. ¿Cara? Pese al buen tiempo de hoy, ha costado unas 12 horas de faena en alta mar. Como toda joya, la gamba también tiene su valor y su precio.
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