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Vamos a sumar a la majestuosidad de la Alhambra pequeñas joyas de arquitectura recientemente abiertas al público, como el Cuarto Real y la Casa de Zafra, y obtenemos como resultado todo un abanico de visitas para realizar entre tapa y tapa. Porque que en Granada se tapea lo saben hasta los japoneses, a quienes encontraremos en cada taberna.
Si preferimos optar por darnos un capricho cual princesas mozárabes, lo mejor es acercarse a restaurantes donde no dejarán de sorprender nuestros paladares. La ciudad lorquiana por excelencia se disfruta por los ojos y por el estómago. Dos imprescindibles para ello son el restaurante La Fábula y El Claustro: producto, recetario tradicional pero de vanguardia. Para el aperitivo, si nos queda hueco, La Tana y sus más de 400 referencias de vinos.
Todos los caminos conducen a Roma y en Córdoba, todas las callejuelas de la judería van a dar al Guadalquivir. Un buen truco para orientarnos y no perdernos en este laberinto de calles estrechas (aunque conviene perderse un ratito).
Antes de llegar a la Ribera, nos dejaremos seducir (a propósito) por el olor a azahar y naranjo de la calle Enrique Romero de Torres, que nace en la plaza del Potro. Allí, en la misma plaza, un primer tesoro: la posada del Potro que tiene, además de uno de esos patios cordobeses que quitan el sentido, el centro de flamenco Fosforito.
Mucho tardaremos en llegar al río si seguimos por esa calle, ya que en primavera y verano, bajo esos naranjos, se agolpan las terrazas, llega el murmullo del río y sí, nos sentiremos más cordobeses que turistas. ¡Y es que se está de lujo tomando algo aquí! Ya en la Ribera nos encontraremos con La Taberna del Río. Sus vistas de toda la parte histórica desde la azotea competirán con los platos tradicionales en los que no falta un toque de vanguardia. Sin olvidarnos de Noor (a partir de marzo de 2016), un poco más alejado pero hasta donde merece la pena un paseo para descubrir el nuevo proyecto de Paco Morales.
Otra de las capitales afortunadas de asomarse al mar. Y lo hace a poniente. Y con ello se gana el derecho de contar con los atardeceres más increíbles. Porque en Cádiz el sol no se pone, se rinde ante las casas de colores que salpican su paseo y la cúpula dorada de la Catedral que nos recuerda que, al día siguiente, seguiremos disfrutando del espectáculo. Pero dejemos esta ensoñación en la que nos sumerge Caí (al menos un momento y aunque nos cueste) y vamos a tapear por el barrio de La Viña donde, además de ser el lugar donde dan comienzo los carnavales, demuestran que hay vida más allá de las chirigotas. Y es que lo de la cocina en plato pequeño se les da fenomenal.
Interesante pasar por la plaza del Tío la Tiza, donde en verano encontramos el mejor pescado fresco precisamente en la Taberna del Tío La Tiza. Situado en el centro histórico, el nombre se debe a que antes de su urbanización, a partir del siglo XVIII, en esta zona se cultivaba la vid. Un barrio privilegiado con vistas a La Caleta, escenario que ha inspirado a poetas y músicos. Para una experiencia de mesa y mantel conviene salir un poco de Cádiz hasta el Puerto de Santa María y conocer, si aún no lo hemos hecho, la cocina de quien mejor defiende el entorno marino y sus productos, Ángel León. Porque Aponiente es sin duda una extensión del mar. Algo más informal es la recién inaugurada Taberna del Chef del Mar, con mesas altas en un local con ambiente marinero (no podría ser de otra forma) y donde tapear a un precio asequible.
Cuando se visita Sevilla por primera vez, hay que subir sí o sí a la Giralda. Bueno, y la segunda, la tercera y la cuarta. Si a la quinta la vista se nos queda corta y conocemos cada recodo del Parque de María Luisa, es el momento de probar con algo más. La Catedral sevillana, además de impresionar por dentro y por fuera, guarda uno de sus mejores secretos justo en sus cubiertas. Recorrerlas en pequeños grupos, es sentirse como un gato curioseando por los tejados. Atención que no vale solamente admirar las vistas sino que debemos fijarnos en el suelo. Esas líneas blancas que iremos viendo son anotaciones que los arquitectos fueron haciendo y con las que se guiaban a los canteros para que tuvieran patrones de corte de los materiales de construcción.
¿Quieres saber más? La curiosidad es también cosa de gatos así que la próxima vez que estés en Sevilla, sube a lo más alto de la Catedral. Pero como en algún momento hay que bajar, sin duda la mejor propuesta es, una vez en tierra, buscar una de esas famosas freidurías. Que no nos confundan los cucuruchos de papel que muchos llevan por la calle, no son churros sino posiblemente el mejor pescaíto frito que probemos en una provincia sin salida al mar. Una de las más concurridas por los sevillanos está en el barrio de Triana, la Freiduría Reina Victoria.
Si tu excusa para no ir a Málaga es que ya conoces la ciudad, es porque no la has visto desde las alturas. Inaugurada en verano de 2015, la noria instalada en el puerto nos permite tener una visión compartida al 50% por tierra y mar. Nada tienen que envidiar los malagueños al London Eye de Londres, ya que un día de buena visibilidad (y aquí saben de cielos claros), nuestra vista alcanzaría los 30 kilómetros. Hay que apresurarse, porque la noria es provisional. Si estás posponiendo tu visita a Málaga, no lo hagas. La capital andaluza se vive desde el suelo pero se disfruta desde las alturas.
Y como estamos en la tierra de los espetos, si nuestra visita coincide en época estival, hay que comer, sí o sí, espetos. No hace falta que no anotemos porque, apenas pongamos un pie en Málaga, nos lo estarán recordando. Encontraremos muchos restaurantes a pie de playa en Pedregalejos donde los preparan. Si no es verano, aunque hay que ir siempre que se visite la ciudad, es obligatorio pasarse por El Pimpi; una bodega con solera en la que cada elemento que nos rodea es una reminiscencia a la tierra que pisamos y donde podemos desde tapear, comer en su espacio gastronómico o asistir a diversas catas. Y también, cómo olvidarlo, practicar nuestros pasos de flamenquito.
Hay una Almería que se ve y otra, subterránea, que merece la pena visitar. Obra del arquitecto almeriense Guillermo Langle, los refugios sirvieron para dar cobijo a sus habitantes durante la Guerra Civil y son actualmente, uno de los atractivos de la ciudad. Bajamos a 9 metros de profundidad para descubrir esta obra de ingeniería donde, de los casi 5 kilómetros de pasadizos, se han recuperado uno que se encuentra precisamente bajo una de las arterias principales de Almería. Para dar una visión lo más cercana posible de cómo eran antaño, se han recreado espacios como la despensa donde se almacenaban los víveres, un quirófano con instrumental de la época pensado para dar servicio a unas 34.000 personas. Una Almería que no se ve, pero que permanece bajo nuestros pies.
Volvemos a la superficie que hay mucho por ver (y comer) porque esta capital es conocida también por sus tapas. De las de siempre. Tanto que tabernas como Casa Puga, la más antigua de la ciudad, sigue atrayendo a sus clientes de toda la vida y a los novatos, que se convertirán en asiduos ya desde la primera visita. Y, como se ha hecho siempre también, siguen sirviendo las mismas tapas y los clientes continúan anotando a lápiz la cuenta de lo que llevan consumido en su barra de mármol.
Es cierto que hay que hacer un pequeño sacrificio para quedarnos en la capital y no huir a sus playas. Pero merecerá la pena dejarse caer por el barrio Reina Victoria, conocido también como Barrio Obrero. El contraste de sus casas nos hará pararnos para comprobar que sí, que seguimos en Huelva y no hemos atravesado una puerta para aparecer en Inglaterra. Y es que a comienzos del siglo XX y cuando la explotación minera de la provincia comenzó a hacerse patente, la colonia de obreros ingleses que se asentaron en la ciudad provocó que los trabajadores de Riotinto se asentaran en esta zona, construyendo viviendas semejantes a las de su país de origen.
Destaca además la mezcolanza de referencias a otro tipo de construcciones, como la andaluza o neomudéjar, logrando un conjunto bastante curioso. Lo anglosajón lo dejaremos al salir del barrio porque el tema de la cocina es serio y estamos en Andalucía, una despensa natural. Platos a base de ibéricos, rabo de toro o pescados es lo que nos ofrecen en La Mirta, que apuesta por la tradición en cuanto a materias primas con toques modernos.
Un castillo como el de Santa Catalina no pasa desapercibido. Cobijo de íberos, cartaginenses y romanos primero y de musulmanes y cristianos después, cada uno fue adaptándolo a sus necesidades. Lo que siempre se mantuvo fueron las impresionantes vistas de Jaén, rodeada de campos de olivares.
Pese a que en origen fueran tres las fortalezas que conformaban el recinto, actualmente solo se conserva uno de ellos. Sobre los terrenos de las otras dos se construyó un Parador de Turismo a mediados de los años 60. Es el día de Santa Catalina (25 de noviembre) el más emotivo, ya que los jienenses parten en romería a pie hasta lo alto del cerro para asar sardinas. Pero como eso sucede solamente un día al año, bajamos al centro de nuevo hasta Casa Antonio. Allí, comprobaremos que es cierto lo que ellos mismos dicen acerca de que sus fogones huelen a escabeche, campo y mar. Su plato estrella, que hay que probar sí o sí, el ajoblanco. Pero no uno cualquiera, sino con coco y granizado de albahaca.
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