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Gargantas cristalinas y frescas, saltos de agua sobre las rocas, lagos profundos en el corazón de la sierra... El agua es lo que define básicamente a esta ruta por Gredos, que a principios de verano tiene el aliciente de los piornos en flor. Para el que se anime a descubrir este entorno único, recordar que la dificultad es entre media y alta, por lo que hay que ir preparados: buen calzado para enfrentarse a los caminos y las rocas, protector solar, gorra y agua potable.
Son unos once kilómetros, pero no olvidemos que son de subida y luego hay que bajarlos. Los expertos hablan de cinco o seis horas para alcanzar las lagunas. Sin embargo, tranquilidad, si no se puede llegar hasta el final (el último tramo es el más duro), siempre se podrá quedar uno en la primera laguna del recorrido: la de Majalaescoba. Nada tiene que ver con la cinco del final del camino, pero aún así rivaliza en hermosura con sus hermanas más altas.
El itinerario arranca en el pueblo de Navalperal de Tormes (Ávila) para seguir lo que se conoce como la senda de las Cinco Lagunas. El sonido del agua acompaña con su arrullo en este inicio en el que las sombras aún son posibles mientras se pasa un primer puente, el de las Cadenas, y que deja atrás el río Tormes. Pronto, se deja ver el Puente de las Ranas, que atraviesa la Garganta de Gredos, que viene bien cargada desde la Laguna Grande (pendiente para otra excursión). El sonido de los pájaros es otra constante en este paisaje que además, en esta zona, dispone de un merendero, también quedará en la memoria para otro día de campo (¡Un pícnic, quizás!). Después, en un pequeño suspiro, estamos donde se cruzan la Garganta de Gredos y la del Pinar, esta última será la guía hasta nuestro objetivo.
Rafael Fernández, montañista apasionado desde hace 25 años, es nuestro fiel compañero de camino y miembro del Centro Excursionista del Campo Arañuelo, con el que emprendemos esta ruta. Rafa, como le llaman los compañeros, es de los senderistas que no deja atrás a nadie. El grupo es grande, pero él siempre tiene un ojo para los que caminan rezagados, pese a que sus pasos seguros transmiten la certeza absoluta de que podría encabezar esta pequeña multitud y llegar el primero. Según avanzamos, después de dejar atrás el cruce de las gargantas, cuando el camino se vuelve más estrecho y pedregoso, él va dando informaciones útiles: "Se puede venir en cualquier época, pero en invierno hay que venir preparado para caminar sobre el hielo o la nieve. Gredos es para cualquier estación".
Las flores de los piornos, que envuelven a uno en su ascenso hacia la montaña dejando un alfombra sobre el suelo, hacen olvidarse de los fríos del invierno. Con esta paleta de colores, solo visible a finales de primavera y principios de verano, es difícil imaginarse un paisaje aquí que no esté encendido por el amarillo chillón. Rafa conoce Gredos como el patio de su casa. "Me gusta la montaña desde que era niño. Mi padre me sacaba al campo y me encantaba, pero ya entonces desde mi ventana veía la sierra y me movía una curiosidad grandísima por saber qué habría detrás de ellas", se ríe cuando lo cuenta porque, según él, su experiencia le ha llevado a descubrir que detrás de una montaña suele haber otra o un camino para bajarla. Aunque ese baño de realidad no le ha restado jamás ni una pizca de interés por seguir pateándoselas.
Después de ese ligero ascenso, una pradera se abre con la garganta a la derecha y una planicie, en la que bien se podría haber instalado el abuelo de Heidi, recibe a los caminantes. Los ánimos se recuperan ante la aparente llanura que aguarda con la promesa del circo rocoso donde cuelgan las lagunas al fondo. Las fotos se suceden aquí con la energía del que piensa que llegar a lo más alto será posible. Pero la subida se pone difícil a partir del refugio de la Choza de la Barranca, donde el ascenso escalonado recuerda donde estamos. En la cima, se abre la inmensidad del circo de Gredos.
Las piedras, cada vez más grandes, sobre las que caminar van revelando chorros de agua impresionantes que bajan con fuerza de la alturas, hasta que aparece la Laguna Majalaescoba. Alcanzarla supone una alegría para los pies cansados y un punto y final muy feliz para él que decida quedarse –porque aquí ya comienzan a fallar las fuerzas y a faltar el resuello–, comerse un bocata y, después, regresar por donde se ha venido. La imponencia de las montañas, en este remanso de paz tan alejado del ruido, de los coches, del ajetreo diario… compensará cualquier esfuerzo.
Más allá de esta primera laguna, el camino comienza a mostrar la época glaciar de estas montañas donde los Riscos de las Hoces observan ajenos el movimiento de esos seres diminutos que intentan alcanzarlos. "Hay que seguir siempre los hitos", explica Rafa en su afán por conducir a los que vamos en la cola por los caminos más seguros y fáciles. Una pared, prácticamente vertical, de rocas de todos los tamaños parece el último escollo antes de llegar a la cima tras la que se encuentran las lagunas. Con paso lento, pisando con cuidado, usando las manos cuando hace falta, trepamos lentamente con la cabeza puesta en la masas de agua que hay tras el último cancho.
Cuando las cabras montensas empiezan a ser fieles compañeras los lagos se divisan, por suerte, de una forma concatenada. Primero, la Laguna Bajera, una maravilla quizás con el mejor de los méritos: se adelanta en esta ruta a sus hermanas y se pone la primera. Muy cerca, después de bordear la Bajera con cuidado por la orilla, aparece la segunda, la más pequeña, motivo por el cual se la conoce como Laguna Brincalobitos. Un esfuerzo a través de las piedras, lento ya superados los 2.000 metros, está la tercera: Laguna Mediana (por algo está en el medio). Muy cerca, con la vista se la alcanza, está la cuarta: Laguna Galana. Y más allá, por encima de todas, como su propio nombre indica: Laguna Encimera. Restos de hielo, aún arrastrándose por la piedra de los riscos, recuerdan cómo el invierno se deshace más tímidamente a esta altura, pero en este día el sol brilla con ganas en un cielo despejado.
El agua fría, nítida en la orilla y más oscura en las profundidades del centro, refresca los pies doloridos mientras aparecen los bocadillos, se comparte la fruta y las risas ante los esfuerzos del último tramo. Ningún valiente que se atreva a darse un chapuzón en estas aguas heladas. El grupo está relajado pese a que el regreso genera el miedo, entre los más noveles, de bajar por esa zona empinada de rocas tramposas que a veces se mueven con el peso de los cuerpos. "No lo penséis. ¡Comed tranquilos! Cada cosa en su momento", anima una voz entre los presentes. Rafa come junto a su mujer, María, que le sigue de vez en cuando en esto del recorrer caminos inhóspitos y, juntos, animan el rato contando aventuras que han vivido precisamente relacionadas con la montaña.
La bajada comienza con otro talante tras haber repuesto fuerzas. Guadalupe, a la que todos conocen como "Guada", baja con energía y animando al resto, como si su rodilla no le hubiera fallado estrepitosamente en dos ocasiones a lo largo de su vida. Su optimismo, tan grande que es capaz de contagiar al grupo, no se rinde al cuerpo, emana directamente de la cabeza.
Según avanzamos, Gredos parece haberse dado la vuelta y lo que debería ser lo mismo se vuelve diferente para convertir el camino de regreso en otro bien distinto. La Laguna Majalaescoba tiene otro aspecto desde esta perspectiva, otros charcos aparecen y la luz de la tarde da un color a los líquenes que se adhieren a las piedras de un dorado bruñido. Dan ganas de sentarse a contemplar cómo la montaña, que antes albergó aquí mismo un glaciar, es capaz de detener ella sola el tiempo. Sin embargo, el sol avanza y hay que llegar a destino. Guada entra en el pueblo con una sonrisa, como si por ella no hubiera pasado estas horas caminando, subiendo y bajando: "¡Hala! Pues otra ruta más a la mochila". Sumando una hazaña nueva, aún con la imagen de las lagunas fresca en la memoria un último vistazo atrás y ni rastro del circo de Gredos. El tesoro vuelve a quedar escondido.
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