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Atardece lentamente frente a la Plaza de la Glorieta de Murcia. A la derecha, cruzando el puente que lleva al barrio del Carmen, la luz juega con los tonos suaves del templete neoclásico de la Virgen de los Peligros. Mientras vecinos de todas las edades pasean a orillas del Segura, una enorme sardina de bronce se adivina entre sus aguas, en un guiño a una de las fiestas más queridas de la ciudad.
Cristóbal Abellán, el guía oficial que nos acompaña en este paseo, esboza la historia de una ciudad que fue capital de Al-Ándalus en el XII y que vivió su máximo esplendor en el siglo XVIII, manteniéndose hoy gran parte del poderío de su urbanismo. Ante nosotros, la Glorieta de España, con su profusión de palmeras, fuentes y jardines ornamentados, constituye una antesala perfecta al centro de la ciudad que estamos apunto de descubrir. "Esta plaza fue ajardinada en el siglo XIX", apunta el guía de camino a la sede del Ayuntamiento, pocos pasos más adelante.
Es un día de diario y el verano queda lejos, pero aún así se palpa un ambiente cálido y relajado mientras avanzamos por la glorieta, donde los tonos marrones, morados y verdes embelesan especialmente al que llega a Murcia por primera vez. La imponente fachada neoclásica del Consistorio, que combina un intenso color rosado con enormes columnas blancas, no escatima en guiños a la ciudad. "¿Veis estas dos estatuas a ambos lados del escudo?", pregunta Abellán señalando encima del balcón principal. "Es una alegoría del carácter murciano, simbolizan la abundancia y la felicidad". Acabamos de llegar, pero no hace falta mucho tiempo en la villa para intuir la fuerza de esas dos cualidades en la región.
Mientras los reflejos del Sol se van escondiendo a cuentagotas por detrás de la fachada del Palacio Episcopal, la comitiva gira a la izquierda por la calle del Arenal para toparse en seguida con una plaza en la que resiste la luz de la tarde, como encapsulada para disfrute del peatón. Es la plaza del Cardenal Belluga y en ella, diferentes épocas de la ciudad conviven con naturalidad desde hace décadas.
No se trata de una plaza muy grande y el Palacio Episcopal del siglo XVIII, con su potente tardobarroco, contrasta con los coquetos edificios de enfrente, casi todos posteriores a la Guerra Civil. Llevando con soltura la voz cantante del conjunto se alza la catedral del siglo XIII, y justo enfrente, cierra el círculo el Edificio Moneo de finales de siglo XX, ampliación del ayuntamiento. "El edificio de Rafael Moneo propone un diálogo con la catedral y, si nos fijamos, podemos ver como sus cornisas continúan las del palacio", pincela nuestro guía, poniendo en valor el carácter integrador de un edificio no exento de polémica.
Giramos sobre nosotros mismos para dedicar una pequeña parte del tiempo que se merece a la catedral, bellísimo "templo gótico influencido por el estilo aragonés y mediterráneo", y las farolas se encienden al aproximarnos a su portada. "Se dice que esta fachada se pagó en gusanos de seda", comenta Abellán, en alusión a la riqueza que movía el sector textil de la región durante la época de su construcción. El retablo, "de piedra, para demostrar poderío", está considerado uno de los principales exponentes del barroco español, y basta con echar un vistazo para entenderlo. En una fachada tan profusa en detalles, no falta el espacio para la simbología. "Mide 54 metros de alto que, si lo dividimos por el pie castellano, nos da la medida de la Jerusalén celestial...", entona Abellán con aire de misterio.
Al entrar en la catedral de Murcia, no huele a iglesia. "Es esencia de nardo, el olor que dicen que desprenden los santos una vez fallecidos", cuenta nuestro guía, apuntando que solo otros dos templos pueden presumir de este olor, el Santuario de la Vera Cruz, en Caravaca, y el Vaticano. "Fue un privilegio que brindó el Papa Benedicto XVI", explica, mientras el grupo intenta percibir algún matiz del típico incienso eclesiástico, sin éxito.
"Todos los 8 de diciembre se abre la puerta de enfrente para que luzca rodeada de sol", desliza Abellán al llegar a la capilla de la Inmaculada, donde doce estrellas adornan la cabeza de la Virgen y una media luna descansa a sus pies. Tras pararnos frente a la capilla de Junterón, con su rico diseño renacentista y su linterna en la concha que dibuja el techo, llegamos al coro, con el órgano más grande del país -"Si tocara a máxima potencia, resquebrajaría las bóvedas de la catedral", comenta Abellán-.
Imposible detenerse en el retablo mayor, enfrentado con el coro, sin mencionar las peleas entre sevillanos y murcianos por los restos de Alfonso X. La versión oficial dice que se encuentran en Sevilla, pero El Sabio dejó escrito que su corazón debía descansar en Murcia, y de aquellos barros... Antes de salir del templo, en el que podríamos quedarnos toda la noche, no podemos dejar de pararnos en la Capilla de los Vélez, la única con fachada, que parece querer decir "de aquí para dentro, esto es mío". Espigas, eslabones y una bóveda estrellada dan forma a una de las pocas capillas del gótico-flamígero de España y su exuberancia impresiona al más ateo.
Al volver a las calles del centro de Murcia ya es prácticamente noche cerrada pero sigue sin ser necesario abrocharse el abrigo. A nuestra espalda vemos la torre de la catedral, donde se encuentra la sacristía y el archivo diocesano. Con ese olor a nardo aún en la memoria caminamos hacia otro de los lugares clave del centro de Murcia: el Real Casino.
Siempre es curioso visitar estos clubes socioculturales para la burguesía, pero en este caso concreto, también es algo bello -por algo fue declarado monumento histórico-artístico nacional en 1983-. Desde la fachada acristalada ya se ven algunos socios leyendo el periódico en los fastuosos salones tapizadísimos, y la entrada, con cristaleras de colores y decoración de exhaltación nazarí, promete una incursión profunda en el lujo de finales del XIX y principios del XX, y vaya si lo consigue.
Para alcanzar las dimensiones del Casino tal y como lo conocemos hoy, se acomete una construcción "que se va ampliando hasta el 1902", comenta Abellán mientras avanzamos por el pasillo principal. Caminando por el impresionante suelo de mármol y asomándonos en cada estancia, casi nos podemos imaginar a estos ricos de la industria del pimentón, de la seda o de la mina pavonéandose durante cualquier evento social. Al final de la galería espera en el patio de estilo romano el Ícaro del escultor Mariano González Beltrán: "Todos los artistas que exponen en el Casino tienen la obligación de dejar una obra", explica nuestro guía, siempre atento y divertido ante la sorpresa de su comitiva.
En la biblioteca de estilo inglés en madera de nogal donde antaño se solía leer la prensa, actualmente los hijos de los socios preparan sus exámenes. "La figura del flamenco aperece aquí como una alegoría a la imaginación", indica el guía. En lo que era el Salón de Armas, un grupo de socias hacen yoga, y en la mesa de los billares, con sus lámparas de bronce y sus tapetes de calidad, algunos socios juegan mientras charlan, como si efectivamente estuvieran en su casa.
En un lugar donde las cúpulas son de "vidrio soplado a medida", "hubo que cerrar las duchas porque era mayor el gasto de agua que la cuota, así se dejó de prácticar esgrima". Abellán va dosificando las anécdotas de este edificio, que aún cuenta con un "congresillo", donde se han cerrado algunos de los tratos más importantes de la Región. La capilla permanece cerrada por abandono, señal de que al Casino no venía precisamente a rezar.
De entre todas los salas increíblemente opulentas, el tocador de señoras y el salón de baile son, quizá, las más impresionantes. El tocador en "parqué y damasco original del siglo XIX" tiene un lienzo en el techo difícil de olvidar. El Embrujo de Selene es una pintura colorista y agitada, que contrasta con los colores pastel de la estancia cuya acústica especial nos lleva directos a los cuchicheos entre las mujeres acaudaladas de la época. "Mirad este raspón en el espejo, dicen que fue de una joven recién comprometida queriendo demostrar que su anillo era de buena calidad", alimenta nuestro cicerone.
El salón de baile, ideado por el arquitecto José Ramón Berenguer, recuerda a la ostentación de los reyes de Francia en Versalles. Pesadas cortinas, molduras doradas, cornucopias y pinturas de castillos que no existen decoran la sala. "Son escenarios imaginados, para representar las tierras que solían visitar los jóvenes ricos durante el Gran Viaje -viajes educativos para aristócratas de la época-", explica Abellán.
Los que sí fueron reales son los hijos pródigos de Murcia que figuran en las cuatro esquinas de la habitación: el escultor Francisco Salzillo, el actor Julián Romea, el pintor Nicolás de Villacís y el conde de Floridablanca. Con cuidado de no chocarnos con las enormes lámparas -"ellos eran más bajos y había que encender las velas"-, salimos de esta suerte de parque temático del siglo XIX, no sin antes volver la vista atrás un par de veces.
Ya toca salir de la Murcia antigua, atravesando la Plaza de Santo Domingo, con su Casa Cerdá y sus decenas de macetas protegiendo al centenario ficus, que ya ha sufrido alguna que otra rotura aunque cueste creerlo frente a su enorme tamaño. De allí vamos al Tontódromo -Gran Vía de Alfonso X el Sabio-, donde sentarse en una terraza es agradable incluso en las noches de invierno.
Descansando los pies y recordando sus rincones favoritos del paseo, el grupo toma asiento. "Se llama Tontódromo porque aquí se encontraban los chicos y chicas para ligar...", comenta Abellán mientras llegan las marineras. Esa combinación entrañable de colín, ensaladilla y anchoa llega al paladar y asentimos; pocas veces una ciudad fue tan injustamente infravalorada.
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