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Elisa, Pau y su hijo Israel de ocho años llegan a la poza del Confesionario con la sensación de haber vivido una gran aventura. Están solos en medio de una piscina natural de un color verde turquesa que casi hace daño a la vista. No se lo terminan de creer. “Venimos de Girona, de la Costa Brava, y claro que tenemos calas muy bonitas, pero todo está lleno de gente”, confiesan.
Por eso les gusta tanto acercarse al Pirineo aragonés, a Boltaña (Huesca), donde unos amigos los acogen unos días todos los veranos. “Por aquí casi da igual la ruta que hagas porque no está masificado, y este año, la visita a estas pozas que no conocíamos está siendo una experiencia increíble”, comentan.
Más conocidas como las pozas de San Martín, están escondidas en el corazón de la vieja e histórica comarca de Sobrarbe. En la zona son bastante populares y, especialmente, al final de la primavera y al inicio del verano, muy visitadas porque es cuando más agua llevan y bañarse en ellas es una experiencia maravillosa.
Internet y las redes sociales han multiplicado el eco de su belleza, y así, el día de la visita para este reportaje, además de familias y cuadrillas de Boltaña y alrededores, había alguna pareja francesa, una familia madrileña y varios amigos catalanes. “Al poner ¡pozas bonitas del Pirineo' en Google son de las primeras que salen”, aseguran Elisa y Pau. Toman el nombre del barranco de San Martín. Por él discurre el río Sieste, afluente del Ara por su margen derecha, el único del Pirineo que no está regulado en todo su recorrido, libre y ajeno a la intervención de la mano del hombre.
Boltaña es la referencia más importante antes de acercarse al lugar. Hay que llegar a esta localidad y tomar la carretera hacia Sieste bordeando el precioso hotel 'Monasterio de Boltaña'. Poco después de un kilómetro, la carretera se bifurca. Por la derecha, hacia el pequeño pueblo; por la izquierda, descendiendo hasta la parte más abierta del barranco, hacia el punto de partida de la ruta. No hay pérdida. Tras recorrer cuatro kilómetros por una estrecha carretera de montaña se llega a la zona de aparcamiento. Aquí empieza la aventura.
La excursión se puede hacer de tres formas: como una ruta de ida y vuelta caminando por el lecho del río en un suave ascenso hasta el Confesionario; siguiendo la senda que discurre por la ladera y que lleva igualmente hasta la cascada, pero sin pisar el agua, o combinando las dos posibilidades en un recorrido circular. Todo depende de la prisa que uno tenga y de cómo se quiera tomar esta visita. Las pozas más cercanas están a diez minutos del inicio de la ruta, pero hasta el final hay que invertir entre 40 minutos y una hora más, dependiendo de por dónde se vaya.
La opción elegida para este reportaje es caminar por el lecho del río. En este caso, un detalle a tener muy en cuenta es llevar escarpines para andar por el agua y entre rocas y guijarros, o cangrejeras. Y, por supuesto, el bañador puesto en esta época del año. En todo el trayecto aparecen badinas más o menos profundas donde, si el calor aprieta, apetece darse un chapuzón. “Hemos hecho la ruta circular -comenta una pareja madrileña con un niño de cinco años-, pero la vuelta ha sido por el cauce del río; sí que es verdad que nuestro hijo está acostumbrado a andar, pero es un recorrido muy accesible y divertido para hacerlo con niños”.
Prácticamente se convierte en una trepidante gymkana, en un ejercicio continuo de curiosos descubrimientos como pequeños peces merodeando por el agua y las ranas croando como música de fondo. De vez en cuando también aparece alguna mariquita para compartir viaje y emociones. Prácticamente han desaparecido de las ciudades, así que convivir unos minutos con este pequeño tesoro de la naturaleza es un lujo difícil de olvidar.
En apenas 15 minutos se llega a los primeros pilones. Son las pozas de San Martín, una sucesión de albercas que se concentran en un tramo de apenas 200 metros. Es la zona con más desnivel, en la que hay que tener cuidado con los resbalones, pero resulta fácilmente accesible. Para muchos visitantes es el punto final de la excursión, un emplazamiento ideal para relajarse si se va con niños. Hay cuatro o cinco pozas seguidas de una dimensiones notables y las rocas calizas sirven de improvisados miradores desde los que disfrutar de maravillosas vistas. Incluso hay zonas para estar tumbados dentro del agua y deleitarse a la fresca con la estampa del lugar.
Una vez superado el lecho rocoso anaranjado, el desnivel del cauce del río se vuelve a moderar y continúa el viaje entre aguas menos profundas y el acompañamiento de pinos, bojes, carrascas y majuelos. En este tramo intermedio las badinas son menos profundas, como bañeras naturales que invitan a relajarse. "Confesionario por el cauce, 40 minutos". Es lo que indica una señal de madera, aunque son algunos más si de lo que se trata es de disfrutar del entorno entre baño y baño. Eso sí, poco a poco la sensación es que el barranco se va estrechando y que las rocas le ganan protagonismo a la vegetación y al agua.
El siguiente punto de interés es la cueva de las golondrinas. En este escenario, la gran protagonista es la piedra toba o travertino, un tipo de roca calcárea muy porosa. Una inmensa mole sobrevuela sobre el verde turquesa del agua entre sol y sombra. Sin apenas presencia humana en la zona, la poza invita a un nuevo chapuzón. Lo mismo que la cascada que desemboca en la siguiente poza que aparece en el trayecto, la de Chinchirigoy.
El travertino es otro motivo para el deleite en estos dos escenarios. Esta roca porosa de baja densidad se crea por la precipitación de los carbonatos disueltos en el agua. En el cauce del río Sieste, los abrigos que se forman a los lados se asemejan a bonitos edificios con fachadas de mármol travertino.
Ya queda poco para llegar al final de la ruta. Apenas diez minutos y aparece el Confesionario protegido por dos escalones rocosos. Su nombre se debe a la oquedad envuelta en la piedra toba que la caída de agua ha generado en un proceso de acumulación de limos. Para entender su nombre hay que imaginarse a un gigante arrodillado en el primer escalón, como si estuviera confesándose en un reclinatorio. El lugar tiene algo de sagrado, por la belleza de las formas y los colores que dibujan la roca y el agua.
El pequeño salto de agua que hay en esta época es conocido popularmente como el coño del mundo. El nombre apela a la forma del hueco por la que sale el agua y, además, a la distancia que algunos entienden que ha habido que recorrer para llegar al destino final. Ciertamente no es tanto el esfuerzo, ya que apenas son seis kilómetros entre la ida y la vuelta, pero el caso es que también recibe esa denominación.
Pero más allá de este curioso detalle o chascarrillo, lo cierto es que el lugar es mágico y merece la pena el pequeño esfuerzo de llegar hasta él. “Es de estos sitios que se te quedan grabados en la memoria”, concluyen Elisa y Pau. Totalmente recomendable para desconectar del ruido del entorno y conectar con uno mismo.
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