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Basta asomarse al mirador de Félix Rodríguez de la Fuente para entender porqué el Parque Natural del Barranco del Río Dulce, en Guadalajara, fue uno de los paisajes que encandiló al carismático naturalista en su serie El hombre y la Tierra. Él no llegó a conocer el balcón de piedra que homenajea su nombre, pero sí pudo observar la apabullante belleza de la hoz de Pelegrina –donde guardaba su material de filmación–, el bosque de galería que abraza el caudal del río y los suaves montes que se despliegan en el horizonte. Son muchos los visitantes que llegan hasta aquí para mirar a través de sus ojos este paisaje mientras, en el cielo, más de una docena de buitres planea en círculos sobre ellos.
"Estamos en una zona muy auténtica", comenta Miguel Viguria, director del Centro de Ecoturismo Barbatona. "A pesar de tener poco más de 8.000 hectáreas –es pequeño si lo comparamos con otros parques naturales cercanos como el del Alto Tajo o la Sierra Norte de Guadajara– es un lugar que ofrece un gran contraste de paisajes, fauna y flora", explica este madrileño, que hace 15 años dejó su ajetreada rutina en Torrejón de Ardóz por la tranquila vida de un pueblo como Barbatona.
Desde el mirador, el madrileño señala un salto de agua apenas visible entre el paisaje escarpado. Es la Cascada del Gollorio. Tras las lluvias, su caída de 50 metros al vacío es todo un espectáculo. Es una de las cataratas que se alimentan de los muchos manantiales que tiene el parque y que surgen de los cortados calizos, cuyas caprichosas formas, moldeadas por el agua y el viento durante miles y miles de años, se elevan por encima de los cien metros de altura. Además de la piedra caliza, el paisaje nos descubre bosques de chopos, álamos, sauces y fresnos que siguen con sus colores otoñales el sinuoso recorrido que marca el río Dulce, mientras las encinas y los robles salpican las amplias vegas rodeadas de montes.
Miguel prepara su bicicleta para iniciar la marcha. Hoy hace mucho viento y la salida no será desde el mirador, sino desde el pueblo de Pelegrina, una pedanía de Sigüenza de apenas 15 habitantes. Su situación en lo alto de un cerro con la silueta de su castillo ya derruido hace que sea el más pintoresco de los tres que recorre la ruta, siempre lleno de turistas. "Hay que recordar que estamos en una de las zonas más deshabitadas de toda España, con una densidad de población inferior a la de Laponia", comenta Miguel, que además de organizar actividades de multiaventura, dirige un albergue en Barbatona, donde viven menos de 10 personas.
Con el casco ya ajustado, comienzan las primeras pedaladas dejando atrás Pelegrina. La ruta son 11 kilómetros en un terreno prácticamente llano, todo río abajo, en el que hay tramos que ni hace falta pedalear. Es ideal para hacer con niños. Atravesamos la vega de la Cabrera, un terreno agrícola de unos 4 kilómetros rodeado de bosques de encinas, sabinas y enebros. Los rebaños de ovejas se cruzan a nuestro paso, mientras las ruedas de la bici dejan su huella sobre suelos blandos que durante miles de años sirvieron para hacer cales y yesos. Varias señalizaciones con diferentes colores indican que por aquí mismo pasan el sendero de Gran Recorrido GR- 10, el Camino de Santiago y el Camino del Cid.
El runrún del río nos acompaña en todo momento. Incluso hay un tramo en el que hay que pedalear sobre el agua, lo que le da más emoción a la ruta (cuidado con mojar las zapatillas). También hay caños y manantiales de agua cristalina según nos acercamos a la gran explanada de césped que hay en la entrada de La Cabrera, el segundo pueblo del recorrido, de apenas 4 habitantes. Atravesamos sus calles para continuar hacia Aragosa, por el lado derecho del río Dulce, donde se leen varios carteles en braille para que los invidentes puedan interpretar el entorno natural que les rodea. Un ruta adaptada que se extiende un kilómetro y medio y termina junto a un gran fresno centenario partido en dos por un rayo la pasada primavera.
El camino es de lo más aromático: lavandines, lavandas, tomillos y ajedreas ayudan a que el aire que respiramos se llene de matices. Miguel se detiene frente a una sima. Bajo nuestros pies hay arena blanca de playa. "Se trata de arena de Utrillas", desvela el madrileño. "Son sedimentos de cuando el Mar de Tetis cubría toda esta zona, en el Cretácico", añade mientras se asoma a la cueva subterránea hecha de esa misma arena. "No es un buen lugar para bajar a investigar, es muy probable que se derrumbe", alerta. Antes de retomar la marcha, varias marcas en el suelo desvelan que los jabalíes han pasado cerca, hozando en la arena y levantando las piedras del camino. Son muy escurridizos y no se dejan ver fácilmente.
Las bicicletas siguen rodando hasta el pueblo abandonado de Los Eros, donde nos recibe su viejo frontón devorado por el bosque. Al otro lado del río, varios muros derruidos se adivinan entre la frondosa vegetación. "Aquí estuvo la primera fábrica de papel moneda de España. Se nutría de la celulosa de los bosques de chopos que la rodean. El papel que se fabricaba aquí se enviaba la Fábrica de Moneda y Timbre de Madrid", cuenta Miguel. "La gente nacía aquí hasta los años 60 más o menos, luego fue abandonado por el éxodo rural".
Comienza a atardecer y el sol se cuela entre las rocas calizas en las que anidan buitres, halcones peregrinos, águilas reales y alimoches. Las corrientes templadas les ayudan a planear sobre nuestras cabezas con sus alas desplegadas, mientras sus graznidos se dejan oir por todo el parque. También se escuchan a los arrendajos –de la familia de las urracas– cuando llegamos a la zona de bosque más humeda, justo antes de cruzar el Estrecho del Portacho, uno de los tramos más bellos de la ruta en el que las paredes verticales cubiertas de enredaderas casi se juntan. Miguel se detiene y señala varios restos de cangrejo señal en una acequia: "hoy las nutrias han almorzado bien", dice sonriendo.
Una vez pasado el Estrecho, salimos a la Vega de Aragosa donde, si vamos en completo silencio, es posible ver a los corzos pastar en el monte. "El atardecer es la hora propicia para ello. Además es la época en la que se juntan las hembras con los machos", cuenta Miguel. Hoy tenemos mucha suerte: a lo lejos varias familias de corzos corretean ajenos a nuestra presencia. Hasta que volvemos a pedalear...
El trayecto final es de lo más relajante. Apenas dos horas de ruta han bastado para que la naturaleza tenga tiempo de presumir de sus múltiples facetas en un espacio relativamente pequeño y en el que apenas te cruzas con dos o tres lugareños. Pedaleamos cerca del cementerio de Aragosa que, rodeado de montañas, ofrece un ambiente místico, incluso con un ápice de romanticismo. Aragosa es el último pueblo del Parque Natural del Barranco del Río Dulce. Sus casas de piedra –pocas, porque no viven aquí más de 20 personas– comienzan a encender sus luces, mientras las bicicletas recorren los últimos metros hasta la furgoneta que nos llevará de nuevo al punto de inicio en Pelegrina.
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