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La malla que envuelve la roca para evitar los desprendimientos no existía hace mil años. Habría que imaginar a los primeros eremitas cristianos que llegaron hasta aquí en el siglo X, huyendo de las persecuciones de los moriscos. El monte Oroel era un lugar propicio, pero la dureza de lo que debió significar habitar esta roca se percibe mejor en estos días nevados, cuando el agua que cae por la piedra tras el pórtico está helada, pero sigue cantando. O cuando el hueco excavado en un recodo, donde la tortura era la gota malaya, despierta el morbo de las visitas. Pocas en una mañana inolvidable.
"Antes de las culturas cristianas, aquí debió de haber cultos paganos vinculados a la naturaleza. Este es un lugar que transmite energía, fuerza", cuenta Cristina Rubio, una de las guías del monasterio viejo que lleva aquí 12 años sin aburrirse. Destila pasión por su trabajo. "Me encantaría que la gente prestara más atención, por ejemplo, a las arquivoltas de la capilla de San Victorián. Están repletas de animales, caracoles, hojas de hiedra. Su bóveda de crucería es otra joya".
La energía de la que habla Cristina debió de sentirla la escritora neoyorkina Edith Wharton. Llegó hasta aquí montada en un caballo y su pareja, Walter Berry, en una mula, el 5 de septiembre de 1925. Llevaban un guía, José Toyas, de Santa Cruz de la Serós, cuyo apellido provoca una sonrisa en Belén Luque, la directora del Museo Diócesano de Jaca, que antes fue guía de este San Juan durante dos lustros. "Sonrío porque en Santa Cruz aún perdura ese apellido, los Toyas", asentía la historiadora de arte cuando la consultamos sobre el lugar.
A principios del siglo XI –en 1028– Sancho el Mayor llevó al monasterio a los monjes de San Benito, pero fue el rey Sancho Ramírez quien le dio el impulso definitivo. Este rey, quizá el más amado por los aragoneses y enamorado de la peña y del monte Oroel, trajo a la Abadía de Cluny y sus monjes acabaron con el rito mozárabe e impusieron el rito romano.
Escribía Edith Wharton en sus notas para un libro de viajes sobre España, que San Juan el viejo –el nuevo es del siglo XVIII, a dos kilómetros– está "muy modernizado (…) pero ha perdurado un curioso claustro sin techo con capiteles toscos pero muy ornamentados". Benditas las manos de los maestros que los ornamentaron, aunque a la dama norteamericana le parecieran toscos.
Hoy, las interpretaciones de los historiadores del arte dan para mucho más. Por ejemplo, uno de los más famosos capiteles del claustro destechado, el de Caín matando a Abel, está en revisión de contenido. "Si fuera Caín matando a Abel, tendría que ir en la parte del Genésis, por el orden de los capiteles. Tampoco parece la matanza de los Santos Inocentes, porque el golpeado es un adulto. Podría ser una pelea entre canteros que hubo aquí, por la herramienta de trabajo", aclara Cristina.
Fueron Sancho Ramírez –su hermano, el obispo García– y su familia quienes trajeron los tiempos gloriosos, pero entraron en lenta decadencia a mitad del siglo XII. Uno de sus descendientes, Alfonso I el Batallador, apostó por el Valle del Ebro y San Juan pasó a un segundo plano, en favor de lugares como Veruela, Rueda o Poblet, más queridos por el hijo de Sancho I de Aragón.
Afortunadamente, los criterios sobre la escultura y la pintura románica no paran de evolucionar para los estudiosos. El maestro de San Juan de la Peña, también conocido como "el maestro de Agüero", seguramente era un personaje de la zona y trabajó con colaboradores durante el reinado de Alfonso II de Aragón (1162-1196). "Es un maestro que trabaja con incisiones profundas en la piedra, con personajes de ojos saltones, 'ojos de insecto' les llaman los expertos", apunta la guía.
Revisar los capiteles bajo la mirada de una experta, viajando al contexto de hace 900 años, es un viaje con algo de místico. El Sueño de San José, por ejemplo, "tan bien conservado, es un capitel dulce, transmite ternura. Tiene la cabeza tranquila, apoyada sobre una almohada realizada con tela de ciclatón, que llevaba bordada hilos dorados. Y un gorrito, mientras el ángel toca su colcha y le avisa de la matanza de los inocentes". Toma ya, esa es la diferencia de observar un detalle con los ojos de alguien que sabe.
En el panteón de los nobles, las tumbas superiores están orladas con el cordón ajedrezado del maestro –o los maestros– de Jaca, mientras que el Conde de Aranda ocupa un lugar aparte, como su historia merece. Este décimo Conde de Aranda, dos veces Grande de España, tuvo la buena idea de dejar bien claritos sus deseos para viajar al otro mundo. "Es mi voluntad que, de donde yo falleciera, se me traslade a enterrar en el paraje de los demás Abarcas, en San Juan de la Peña". Colaborador más que cercano a Carlos III –además de embajador en Lisboa, Varsovia y París– el rey de Madrid le estimaba lo suficiente como para gastar en revitalizar este lugar.
De este ilustrado aragonés, cuenta Miguel de Unamuno, en una carta publicada en El Sol, el 4 de septiembre de 1932 –solo siete años después de que el sitio fuera visitado por la novelista, jardinera, decoradora y viajera Wharton– "(...) En el suelo, rota la losa, la de aquel don Pedro Pablo Abarca de Bolea, recio aragonés de rancio linaje, aquel conde de Aranda que llena el reinado del Borbón". En la actualidad, los restos del Conde están a idéntica altura que los de los reyes y nobles, pero en otra pared.
Aranda, amigo de Voltaire y otros destacados racionalistas europeos, debía de interesar bastante a don Miguel, porque le dedica unas líneas, citándole como "el que primero expulsó a los jesuitas", mientras evoca su estancia en este "venerable santuario. En un socavón de las entrañas rocosas de la tierra (…) Un santuario medieval en que se recogieron monjes benedictinos, laya de jabalíes místicos, entre anacoretas y guerreros, que verían pasar en invierno hollando nieve, jabalíes irracionales del bosque, osos, lobos y otras alimañas salvajes".
Esta mañana, pese a las nieves, no hay rastro de todos esos bichos. Hoy algunos están en peligro de extinción y recuperados para las tierras del alto Pirineo y la de los montes cántabros, como los osos. "Me instalé con mi hermana en el monasterio nuevo de San Juan de la Peña, hallábame sumamente animado y con todos los signos de una franca convalencencia", escribe Santiago Ramón y Cajal. "Lo apacible y pintoresco del lugar, una alimentación suculenta formada de carne y leche"; giras diarias por los bosques circundantes ayudaron al médico, en 1878, a salir de la tuberculosis. Para el doctor aragonés, San Juan de la Peña era San Juan de la Cueva, y de él tomó las que para muchos son las primeras fotografías que se conocen del monasterio.
El viento arrastra algunos copos de nieve, que se cuelan por las galerías y los pasillos, a ratos románicos, a ratos góticos e invitan poco a descifrar algunos de los escritos entre las tumbas. A menudo se busca una que resulta un misterio y que fue traducida por fray Ramón de Huesca, un historiador del siglo XVIII. Según fray Ramón, una tumba reza que "aquí descansa Doña Jimena, cuya fama resplande por toda España. Doña Felicia, hija del rey Sancho, la honró con este sepulcro. Estuvo casada con Rodrigo, a quien las gentes llaman el Cid. Fue embalsamada y sepultada a siete de marzo de la era 1160 (año de Cristo 1122). Goce de la eterna bienaventuranza, puesto que hizo mucho bien a este monasterio". Y sin embargo, los restos de doña Jimena acompañan a los de su esposo, el Cid Campeador, en la catedral de Burgos.
No es el único misterio que esconde esta peña. La Iglesia Alta, techada por la roca, tiene en su altar central un Santo Grial –la copa utilizada por Jesucristo en la última cena– copia del que estuvo escondido en esta peña. Siempre según la leyenda "aquí estuvo durante 300 años. El cáliz apareció en Roma con el Papa Sixto II, que murió decapitado. Es San Lorenzo, que era de Huesca, el que lo envió para Loreto y terminó aquí, para protegerlo de los musulmanes. De aquí sale en 1399". Sobre la peregrinación de la copa se han escrito ríos de tinta, pero los apasionados de Indiana Jones y de las series y novelas históricas, tendrán que ir a la catedral de Valencia para ver el presunto original.
La nieve arrecia y al dejar la peña, las líneas de Unamuno cobran sorprendente fuerza. "Y allí, lejos de la engañosa actualidad que pasa y no queda... –y su paso no nos deja verla– San Juan de la Peña era la boca de un mundo de roca espiritual revestida de bosque de leyendas". Está claro que el escritor y ensayista, el soberbio y torturado personaje que acaba de llevar al cine Alejandro Amenábar, arrastraba ya feos presagios.
Pero en esta mañana, las nubes de nieve son del color de tripa de burra, que decían los paisanos, y la bajada hasta Santa Cruz de la Serós, en busca de la continuación de San Juan de la Peña, se convierte en una aventura de la que son dueñas las ruedas del coche, que tratan de escoger el camino menos resbaladizo a través de la carretera, cada vez más cubierta de blanco. A la derecha, entre los trapos blancos que caen mansamente, el pueblo secuela de San Juan de la Peña aparece con sus pizarras grises y sus dos magníficas iglesias. La visión corta la respiración.
Los tejados negros de pizarra, las casas de piedra restauradas que han resucitado a este pequeño y hermoso pueblo, acompañan perfectamente al templo de Santa María, majestuoso en su austeridad, elegante. Una lápida en la parte de atrás, ante una casa que genera envidia hacia sus dueños –levantarse cada mañana con esta joya al lado tiene que ser un elixir mágico– explica que la iglesia, que formó parte del Monasterio de Santa María de las Sorores, es el monasterio de mujeres más antiguo de Aragón.
Un documento datado en el año 992 que hoy se da por falso –sí, en la Edad Media también se fabricaban fake news– justificaría la creación del convento en aquellos años. Pero lo que sí que parece cierto es que fueron los reyes de Pamplona, Sancho Garcés II y su mujer, doña Urraca Fernández, quienes donaron los dineros para crear este monasterio donde pudieran refugiarse las mujeres. La placa conmemorativa recuerda que las hijas de Ramiro I, rey de Aragón, vivieron aquí: Teresa, Sancha y Urraca. La visita es fácil y rápida, está formado por una única nave, de bóveda de cañón, además de dos capillas al lado del presbiterio.
Unos metros más abajo, entre las cortinas de los copos de nieve, espera San Caprasio, un templo lombardo que la guía de Aragón define como "el edificio lombardo situado más al oeste de todo Aragón. Su edificación (1020-1030) se remonta a los tiempos de Sancho III el mayor, rey de Pamplona". La puerta de madera que da paso a una verja echada con viejo candado, permite solo vislumbrar una efigie al fondo, que no está claro si pertenece a Caprasio o a algún otro santo del tiempo. Aunque solo sea por el nombre, merecería ser Caprasio.
El pueblo, cubierto en minutos por el manto blanco, es bello incluso con todos los restaurantes y grandes casas cerrados. O quizá es tan hermoso precisamente por su soledad, solo rota por un matrimonio de Valencia que ha llegado persiguiendo la belleza del románico en el Alto Aragón. Un espectáculo, sí. Mucho más allá de la invasión que se adivina cuando las pistas de esquí cercanas –Astun o Candanchú– abren sus puertas a los esquiadores.
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