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Es la segunda atracción turística más visitada de Bizkaia, por detrás del Museo Guggenheim de Bilbao. Y sin embargo, a pesar de los turistas, San Juan de Gaztelugatxe tiene el don de contagiar paz. Parece una incongruencia. Pero es que esta maravilla natural tiene algo de mágico. El enclave en el que está situado, el mar bravo que lo rodea, los acantilados, el esfuerzo que cuesta llegar hasta la ermita… todo hace que una vez arriba uno mire alrededor y se sienta en absoluta armonía con el paisaje.
Visitarlo con los niños exige un esfuerzo. Pero la recompensa merece la pena. Compartir con los pequeños de la casa esta joya de la costa vasca debería ser un plan que apuntar en nuestra agenda de “pendientes”. Respirar aire puro en medio del mar con ellos es una sensación liberadora.
Cuentan los del pueblo que el santo, tras desembarcar en el puerto de Bermeo, llegó hasta la cumbre del peñón dando tres grandes pasos: el primero desde el portal de San Juan, el segundo hasta cerca del monte Burgó y el tercero hasta el peñón de Gaztelugatxe. Un lugar rodeado de magia que hizo que fuese elegido para rodar la famosa serie de televisión Juego de Tronos.
Llegar a él no tiene pérdida. Desde Bermeo, su ubicación está muy bien señalizada, basta con seguir las indicaciones. Se aparca junto al restaurante Eneperi y comienza la marcha. Hay que andar por un camino de tierra al borde del mar unos 10-15 minutos. Durante el recorrido, la ermita sobre el islote nos acompaña a lo lejos. “¿Hasta allí tenemos que subir?”, preguntan los niños ya a medio camino. La imagen lejana de la ermita se convierte en el objetivo. Les advertimos que hay muchos escalones y que tendrán que esforzarse. “Eso no es nada, mamá, yo en el cole hago mucho ejercicio, ya verás como llego antes que tú”, sueltan rotundos y seguros. Dentro de un rato no pensarán lo mismo.
El trayecto de ida transcurre sin quejas. Los pequeños tienen que subir muchas cuestas, pero van ilusionados y felices. Saben que el plan de hoy es llegar allí arriba y cruzar el mar por el puente que une el peñón con la tierra, una gran aventura para ellos.
Además, en este tipo de planes lo mejor no es llegar al destino, sino disfrutar del camino. Detenerse cada pocos metros y observar las increíbles panorámicas que nos ofrece de la costa vasca en cada una de sus paradas. La ermita siempre presente, a lo lejos, esperando. El rugido del mar contra las rocas, el cielo azul. Uno de esos lugares del mundo que es un regalo compartir y disfrutar con los niños.
Pero una vez cruzado el puente, comienza la ascensión: 241 escalones empinados y cuesta arriba. Se lee rápido, pero la subida es dura. Los niños van perdiendo fuerzas y a medio camino comienzan las quejas. Aún son pequeños y, a partir del escalón 100, ya no les parece tan divertido el plan. El cansancio hace mella y la recompensa parece aún lejana.
"Esto es un aburrimiento, ¿cuántas escaleras quedan?", "estoy cansada, te puedo esperar abajo", "y cuando lleguemos arriba, ¿qué?, si no hay nada, ¿para qué vamos?"... La enumeración de excusas para no subir es tan larga como cada minuto que pasa cuesta arriba, animando a los mayores y con la bebé en brazos.
Y poco a poco y haciendo paradas, distrayéndoles contando historias, llegamos arriba. El lugar está rodeado de leyendas y los niños escuchan atentos todas. A esta ermita se acudía antiguamente a purificar las almas y sanar los cuerpos. Las mujeres que no podían tener hijos llevaban un objeto de niño a la imagen de santa Ana que allí se veneraba. Y los pequeños con sonambulismo o dolores también acudían arriba buscando solución.
Para los locales, San Juan sigue siendo el lugar en el que pedir una buena pesca. Coincidiendo con el comienzo de la costera del bonito, es frecuente que grupos de familiares de los pescadores acudan a San Juan para solicitar una buena pesca. Allí mismo se bendicen las nuevas embarcaciones de Bermeo, frente al peñón. Se les echa agua bendita y se coloca sobre ellas un ramillete de san Juan, para después prenderle fuego y arrojarlo al mar. Y con una leyenda y otra, peldaño a peldaño, ya estamos arriba.
De pronto, el cansancio desaparece. El paisaje se apodera de todo y provoca sensaciones mágicas. Los niños van de un lado a otro, viendo el mar que lo rodea todo. “Guauu, mamá, qué bonito”, sus caras muestran asombro, felicidad... sí que merecía la pena. Están en uno de los enclaves más mágicos de la costa vasca y para los padres llegar arriba con los niños es un subidón de energía.
La pequeña ermita del siglo X, ligada a la orden templaria, suele estar cerrada, excepto en fechas señaladas. Su nombre significa “Castillo de La Peña” y la tradición manda tocar la campana tres veces. Dicen que cumple un deseo. Y para los niños eso es motivación máxima. Cerraron los ojos y lo hicieron. “No podemos contártelo, si no, no se cumple”. Sabios ya desde pequeños. El secreto, su secreto, se queda allí.
La bajada es mucho mejor. Los mismos peldaños tallados en la roca que cuesta arriba parecían eternos, cuesta abajo son amigables. Por dos razones: porque físicamente el esfuerzo no es igual. Y porque uno baja ya con el subidón de haber estado cerca del cielo, en este lugar donde el mar lo abraza y así la vuelta es más llevadera.
La recompensa nos espera en el restaurante Eneperi. El plan completo para las familias es terminar el día aquí. Un rico pollo asado y unas albóndigas caseras con las maravillosas vistas del peñón de fondo. “Hasta allí hemos subido, chicos”, indicamos a los niños, que contemplan la vista. El restaurante tiene jardín y columpios donde juegan en la sobremesa, ajenos ya a Gaztelugatxe. Pero a lo lejos, la ermita lo sigue dominando todo. Omnipresente y eterna, es una de la estampas vascas inolvidables.