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Eneko Atxa detecta siempre con precisión el lujo verdadero. Lo halla en lugares y cosas que otros no somos capaces de descubrir. Puede recoger algas, crustáceos y el agua de las charcas en la marea baja, solo para ponerte el verdadero perfume del mar en la mesa. O cocinarte yemas de huevo a la inversa, desde dentro hacia fuera.
Su imaginación no tiene límite, pero tampoco es una bestia desbocada. La doma, la humilla, la moldea al servicio de aquello que él considera que debe hacerse para el placer de tu boca y de tus sentidos. No vale cualquier cosa. Aquellos châteaux que soñaba en revistas francesas que de adolescente compraba, se han corporizado en el 'Restaurante Azurmendi' de Larrabetzu, un epicentro ejemplarmente sostenible a escasos kilómetros de Bilbao. Con sus propio viñedos y txakolí, con huerta propia que surte en parte las necesidades de la cocina. Para el resto, ahí están los productores elegidos, que traen huevos frescos, maíz antiguo, cebollas rojas de Zalla, anchoas recién pescadas o guisantes de lágrima. Todo es único ya de salida, imaginemos cómo quedan en la llegada.
Ahora le han concedido el Premio Nacional de Gastronomía, cosa que no me extraña. Le felicito por ello, pero acuso al jurado de haberlo tenido demasiado fácil. Es como cuando miras la noche iluminada y dices, "la luna está llena". En su caso es igual de fácil o más, miras a Eneko Atxa y dices, "ese es el Premio Nacional de Gastronomía". Anda, pues claro. ¿Qué te creías? No podía ser de otra manera.
Cuando hicimos el documental sobre Eneko Atxa, tuvimos un gran problema a la hora de determinar el título correspondiente a la versión en castellano. Las conversaciones entre Eneko y yo habían sido en euskara y la manera en que él había definido su forma de entender la cocina, era prácticamente intraducible o, en el mejor de los casos, quedaba horrible cuando se traducía con literalidad a la lengua de Cervantes.
Eneko dijo "ahoan laztana", que en euskera suena mejor que bien, pues junta dos palabras preciosas que transmiten gozo: aho/boca y laztan/caricia. Sobre todo si se dicen con la gestualidad que utilizó Eneko cerrando los ojos y pasando los dedos a lo largo de sus labios. (Si lo deseas ver, lo tienes hacia el minuto 4’30 del documental).
Lo que él quiso transmitir a la hora de definir su cocina era la sensación de puro placer que persigue siempre, pero a ver quién es el osado que titula un documental gastronómico como Caricia en la boca. Se trataba del típico caso en el que una expresión funcionaba en una lengua y no en otra. Así que tuvimos que recurrir a una forma menos poética que, sin mentir ni alejarse demasiado, comunicara aquella sensación de gozo que Eneko nos había transmitido. Había que tomar una decisión y tras dudarlo un montón, finalmente decidimos bautizarlo como Caricias de sabor, aunque he de decir que nunca he quedado del todo satisfecho con la elección. Qué le vamos a hacer, ahora no tiene remedio y así se habrá de quedar hasta el final de los tiempos: Eneko Atxa: caricias de sabor.
Sin embargo, a pesar de no acertar del todo, tampoco mentimos al incluir la palabra sabor, ya que a la hora de hablar de la cocina de Atxa, lo primero es lo primero: el sabor de todas las cosas que te sirve a la mesa. Como todo cocinero de vanguardia que se precie, claro que también él juega a ser Dios, creando aquello que antes no existía, pero es como si estuviera lastrado por una bendita maldición, condenado a respetar y realzar el sabor de los alimentos que toca, a procurar antes que nada el gozo inmenso de la boca.
Para seguir comprendiendo cómo es su cocina, añadamos los elementos necesarios para el desarrollo de su relato tan particular y enraizado: productos locales muy cuidados, interpretados con el saber del lugar. Pero no nos equivoquemos, lo que él logra es más que eso, muchísimo más. Para comprender lo que realmente en su cocina sucede, imaginémonos un crisol, uno de esos elementos magníficos que sirven para mezclar metales fundidos en los grandes hornos. Metamos en él lo hasta ahora dicho, es decir los productos y las formas de cocinar de la tierra; añadamos una fe ciega que venera el paladar y persigue obsesivamente el sabor; pongamos mucho de creatividad de la buena, de esa que exige no copiar ni repetirse; una estética exquisita; un entorno armonioso cuidado en extremo y un ejercicio de la profesión ejemplar, y ya lo tenemos. Tampoco parece tan difícil, ¿verdad?
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