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Íbamos con ellos, con nuestros padres, a tomar el aperitivo los domingos. Saludábamos a los dueños por el nombre y la cocinera siempre decía que estábamos más grandes cada vez. Luego empezamos a ir solos, con nuestras nuevas familias o con amigos. Ya no estaban los antiguos dueños, ahora estaban sus hijos, pero el bar no había cambiado. La misma solera de siempre, el mismo mimo de esas bravas que te comías en aquellos años en los que beber una Fanta era una fiesta.
Ahí siguen, son los bares de siempre, salpican la ciudad, todos los barrios, son tradicionales y sencillos. No usan artilugios sofisticados para cocinar lo que te dan. Pero van a los mercados, a las carnicerías de la zona, a comprar el producto. Y a ti te siguen llamando por el nombre. Algunos camareros aún son los mismos, estarán ahí hasta la edad de la jubilación, ya no te dicen que estás mayor, porque ahora ya eres mayor. Ahora se lo dicen a tus hijos.
Este va a ser un paseo por esas tabernas, bares de toda la vida que hacen que una ciudad tenga sabor propio, para reivindicar lo de siempre en estos tiempos extraños. Algunos los he descubierto ahora, pese a su fama proverbial (culpa mía, claro) y me he rendido a la sencillez, adorable cada vez más, al buen trato, al buen bocado que ofrecen. Más de 50 años con las mismas barras, apenas han renovado sus cartas (algunos nada): siguen con sus tapas tradicionales, cada uno con la suya propia, la más famosa, la que todo el mundo busca. Puede ser también un bocadillo, una tradición (el vermú, por ejemplo). Son lugares a los que volver sin pensártelo dos veces, accesibles, de calidad. Séneca escribió esto, reivindicando una cocina más simple: "Me gusta la comida que no ha sido preparada por un grupo de esclavos mientras la observaban con envidia, que no ha sido pedida con muchos días de antelación, ni servida por muchas manos". Estos bares le encantarían, pues.
Arrancaron en 1947 y en Valencia todo el mundo ha estado alguna vez. Bueno, todos menos yo, que estuve por primera vez hace dos meses solo. De hecho, los amigos con los que acudí me miraron estupefactos: "¿¿¿Pero cómo es posible que no hayas estado nunca???". Me daban ganas de decirles que yo había comido en el exclusivo 'Horcher’ de Madrid (2 Soles Guía Repsol) y ellos no, pero no habría servido para mitigar su ligero desprecio. El caso es que allá fuimos, Vicent, Quique, Matt y yo. Nos sentamos en la terraza, y empezó la fiesta. La misma fiesta a la que cada día asisten en varios turnos cientos de clientes desde 1947. Situado en el barrio de La Petxina de Valencia, cerca del antiguo cauce del río Turia, que para los que seáis de fuera: no es un río, es un jardín inmenso y esplendoroso, como El Retiro, pero más salvaje. Atraviesa la ciudad y acaba en el mar.
Pero volvamos al bar. Su seña de identidad sería lo sencillo y la calidad. La sepia con mayonesa con la que arrancamos el festival ese día se me deshizo en la boca al momento. Las tapas fueron llegando y entendí que el sitio estuviera hasta los topes, y que, pese al día ventoso que había salido, hubiera cola para sentarse en la terraza.
Esta generación que regenta ahora el bar es la tercera. Tercer Ricardo, tercera vida. El mismo servicio rápido, eficaz y afable. Y encuentras tapas, carne, marisco, pescado, en una carta extensísima y variadísima. Más de 50 tapas, 20 platos de marisco, otra retahíla de montaditos, de revueltos, de postres. Ah, y esa carta de cervezas, cava, champán y vinos, tan larga que puede que tardes lo mismo en elegir un blanco, que en escoger la serie que vas a ver en Netflix esa tarde. Y para remate, el 'Ricardo' tiene también momento almuerzo, con un listado de 31 tipos de bocadillos distintos y una frase final, para los ambiciosos o los inconformistas: "Pida el bocadillo a su gusto".
Desde 1957 lleva este espacio pequeño en la principal calle del ensanche valenciano, el barrio burgués por antonomasia. Un lugar clásico, clásico, donde los camareros son los de toda la vida y aún llevan chaquetilla y camisa blanca, y corbata negra, como si estuvieran recién llegados de una garito demodé de Montecarlo. En realidad lleva en pie desde los años 30: entonces era un bar pegado al cine Gran Vía, pero su inauguración como 'Aquarium' sucedió en el 57. Es una cervecería, una coctelería, un bar, muy, ¿cómo diríamos? ¿castizo? Lo es. Un lugar tradicional, algo así como una institución de la ciudad, que contra todo pronóstico ha conseguido mantenerse y atraer a un público nuevo (algunos de ellos los nietos de sus primeros pobladores, que acompañaban a sus abuelos a la hora del aperitivo o de la merienda) que convive bastante bien con su cliente habitual, poco dada a los cambios.
No hay nada en la carta sorprendente (tradicional al máximo) y es posible que los abuelos de los jóvenes que van hoy, tomaran exactamente el mismo bacalao o el mismo pepito. Lo cierto es que todo está bueno, porque la materia prima y el mimo al tratarla sigue siendo el de sus pioneros, los tres camareros que arrancaron hace 63 años en forma de cooperativa: Cerezo, Cañote y Santiago. Es tan de otro siglo, tan insólito con sus sillones de piel y madera oscura dentro del panorama de bares cuquis, que da gusto entrar y dejarte llevar. Unas simples tostadas con tomate y aceite merecen la pena. El pan está caliente, crujiente, estupendo. El servicio es muy, muy profesional. Fuimos a cenar en la terraza de la Gran Vía, Ana, Eva y yo, nos atendió primorosamente Fernando, (su nombre está serigrafiado en la corbata), tomamos tapas y bocadillos: no hay que perderse el de tortilla de patata, que te hacen en el momento si quieres, ni el pepito con habitas tiernas.
Abre todo el día y está lleno a todas horas. En el aperitivo, con un Dry Martini, un Negroni, un Rocafull (un cóctel autóctono, hecho con café, coñac, azúcar y clara de huevo), que son algunos de los combinados más habituales, que siguen haciendo como toda la vida, tal y como indican sus camareros. O por la mañana, a tomar un café temprano o a almorzar. Y después del vermú, a comer, a merendar y a cenar. De ahí viene buena parte del éxito. Y de sus precios imbatibles y accesibles, también.
Mi segundo descubrimiento de la temporada junto al 'Ricardo'. Lenta que soy. ¿Tiene algún encanto especial? Todo y nada. Todo lo que comí, picoteo compartido con mi amigo Pepe, era de primera. Está un poco escondido del núcleo duro del barrio, es pequeño y sin pretensiones. Y comes bien por 25 euros.
Está al frente David Alcaide, de 37 años, hijo de los dueños, que correteaba allí de niño y que tuvo claro muy pronto que iba a seguir la historia de sus padres. "Cuando llegaron de Teresa, un pueblo de Castellón, buscaban un bar pequeñito, a finales de los 70. Mi padre se había encargado del bar donde hizo la mili, en Melilla, así que se metió en esto cuando llegó aquí, con mi madre en la cocina. Y aquí veníamos mi hermano y yo a ayudarles cuando salíamos del instituto", apunta David. Luego llegaron los estudios serios, pero a él no le convenció el grado de técnico de laboratorio, así que decidió volver. "Aunque creo que hasta los 30 no supe de verdad que esto era lo mío. Ha cambiado un poco, antes abríamos a las siete y media de la mañana y nos íbamos a las diez de la noche, pero lo hemos moldeado para ajustarlo a la vida".
David sigue comprando en las mismas paradas del Mercado Central al que siempre fue su padre (de hecho lo compra todo allí, cada día, con una carretilla, con dos cestas), a paradas que nunca fallan. Ahora abren de lunes a viernes, con lo que el fin de semana es sagrado. La seña de identidad del 'Richard' es la plancha, sin duda. "Ser un buen planchista, tratar la calidad que tenemos con mimo, ese sería el secreto. Comprar lo mejor, aprender de la prueba y el error, todo eso me lo ha enseñado mi padre, que es muy machacón, que siempre insiste en que no se queme, en que lo corte así y no de otra manera. No puedes comprar un chipirón a 30 o 40 euros el kilo y hacerlo y que se queme, no puedes permitirte que la gamba de primera se quede seca".
Sus padres le dieron de comer a medio barrio, y ahora él sigue igual, con la misma filosofía del producto perfecto y de la sencillez en la elaboración. "Mantener lo que tengo, poder igualar a mis padres, ese es mi objetivo, mi mayor reto". Mientras conversábamos cogía también los pedidos, las reservas, porque ahora mismo todo lo hace él, salvo dos camareras.
Hablamos del tomate excepcional que nos sirve, que no tiene nada y lo tiene todo. "En la parada del mercado me aconsejan: 'hoy no tengo nada para ti', 'hoy no te lleves esto', 'vete a esta otra'. Confío plenamente", dice. La cosa siguió con un atún a la plancha, sencillísimo, sabrosísimo, perfecto. Con tellinas, con fritura de pescado... Tienes la sensación de haber comido como en casa, si tenías una madre que se esmeraba en la cocina, que es mi caso.
El cliente es variopinto, me cuenta. "Tengo gente del barrio, fiel, que lleva viniendo desde que yo era pequeño, gente que trabajaba en empresas y que venían a almorzar todos los días y que cuando se cerraron, ahora vienen a comer con su familia". Y eso es lo que más contento le pone, esa fidelidad. Eso sí, no le pidas que te recomiende algo. "Todo el producto que tengo es especial, y no te puedo decir. A veces me preguntan cuál es el plato estrella y siempre digo que todos, porque depende de tus gustos, de si prefieres chipirón o gambas. O pescaditos, que está todo al mismo nivel".
Raúl Checa es el hijo de Julio y Amparo, que llegaron a esta taberna en 1970. Carlos es su hermano, abogado, pero tan pegado al local que le echa una mano cuando puede. Al padre, a Julio, le tuvieron que obligar a jubilarse porque esto era su vida. Todo empezó cuando Amparo se lanzó a hacer comidas y tapas para los obreros, los trabajadores de ese barrio industrial que acudían a tomar algo al bar. Patraix era entonces algo parecido a un pueblo pegado a la ciudad, un barrio periférico mucho más humilde de lo que es ahora, lleno de fábricas. La de Macosa, la de los trenes, por ejemplo. O transportes El Minuto. O Alabau. "Hacían almuerzos y comidas para ellos, era como un bar de pueblo, jugaban la partida", cuenta Raúl. "Mis padres inventaron lo de la comida para llevar, cuenta divertido, envolvían las tapas en cucuruchos de papel de estraza". La época antes de los tupper, vamos.
Cuando las fábricas se mudaron fuera del casco urbano dejó de ser un barrio industrial pero el bar siguió tal cual. Los de Alabau, por ejemplo, siguen viniendo todos los años. Raúl ha mantenido el local, que ahora tiene ese encanto de lo antiguo, de lo vintage, con su vermú, su carta de siempre, sus bravas proverbiales, que son como un reclamo: vienen de todas partes de la ciudad a probarlas. ¿Qué tienen de especial? "Pues que las preparamos igual que mi madre las hizo durante 40 años. No tienen misterio. Pelamos, freímos en el momento y las mezclamos con la salsa de tomate caliente y la mayonesa con ajo". El plato es contundente, desde luego.
Nos sentamos, mi marido y yo, en una mesa sencilla de formica, en la entrada, con un vermú casero Miró, con el bar lleno de gente (algo habitual) muy joven, por cierto, y nos disponemos a probar todo lo que la carta ofrece, que son exactamente siete platos. Y todo era sencillo, bien elaborado. Eso sí, sota, caballo, rey: sangre con cebolla, boquerones fritos y en vinagre, el morro, las bravas míticas…
Es difícil encontrar una relación más perfecta entre calidad y precio, que la de esta taberna normal, con su barra de toda la vida, que sigue comprando en la pescadería, en la carnicería del barrio, y que se ha esmerado en tener una extensa carta de vinos. Los de aquellos años tuvieron hijos, nietos y hasta biznietos. Y muchos siguen yendo. Iván Checa, un joven periodista nieto de Julio y de Amparo, fue quien me alertó de la existencia de esta taberna: está orgulloso de ella, de la cercanía, de que haya conseguido mantenerse integrada en la actualidad del barrio, y acude a menudo con su grupo de amigos.
Abierto desde 1978, frente al estadio del Mestalla, tiene barra, clientes futboleros de toda la vida, mesas con mantel, menú del día y una clientela fiel. Yo pedí tellinas, cómo no, (iba sola y descubrí que me encanta no tener que compartirlas), ensaladilla y anchoas. En la mesa de al lado se sentó una pareja, Rosario y Manuel. Supe que eran asiduos por las bromas comunes que intercambiaron con el camarero, simpatiquísimo, así que les entré. "Venimos a comer una vez a la semana. La primera vez fue hace más de 30 años, cuando éramos novios". Pidieron el plato del día, un contundente arroz a banda. En la barra charlaban de fútbol tres señores tomando una cerveza. Por supuesto yo no entendí nada. El 'Erajoma' ha sobrevivido a todo, a menos aficionados yendo al campo, a los vaivenes, a las crisis, "porque ha sabido posicionarse más allá del partido de fútbol de los domingos y porque cuida mucho a los clientes y pone mucho cuidado en las tapas", decreta Manuel, mi vecino de mesa.
Se levantó en pleno Cabanyal en 1921, cuando el barrio no tenía glamour alguno. Era un bar de los vecinos, porque nadie acudía desde otros lugares. Era el lugar preferido para el esmorzaret, que como dice su web, no es ni un lunch ni un brunch, y que es una tradición local que sigue viva y coleando. A la llamada de sus bocadillos, míticos, gigantescos, barrocos, fueron acudiendo poco a poco otros clientes que no eran del barrio. Y cuando el barrio se puso de moda, eclosionó. Ir a comer a 'La Pascuala' pasó a ser chic. Su terraza amplia, su interior luminoso y sin pretensiones, y su ubicación, a menos de 300 metros de la playa de la Malvarrosa, lo hacen irresistible. Por eso seguimos yendo, como nuestros padres.
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