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Durante la primera mitad del siglo XX, las barras y los bares eran lugar de encuentro de unos y otros, lugar de tertulias, de charlas y de confidencias. Cumplían una función social mucho más allá de la puramente lúdica o gastronómica: los bares eran el epicentro de la vida en la ciudad. En una época donde el acceso a determinados productos era complicado, eran una suerte de vía de escape que permitía disfrutar de esos productos imposibles de conseguir por otros medios.
La defensa de esta tradición, uno de los principales activos de la cultura gastronómica de la capital, es una labor que ha de promoverse tanto desde hosteleros como clientes como santo y seña de la ciudad. Hemos de trabajar para que estas costumbres de nuestros abuelos no caigan en el olvido, conociendo nuestros productos y nuestro patrimonio, y siendo capaces de transmitir a nuestros hijos la pasión por estos hábitos y placeres cotidianos.
Aquí les presentamos algunas de las mejores tapas de Madrid, en un recorrido por algunas de las barras más icónicas y apetecibles a través de sus platos más emblemáticos, centrándonos en aquellas –centenarias o no– ubicadas en el centro histórico de la ciudad. Barras con garrote, manejadas por camareros de esos de toda la vida, de sonrisa en la boca y palabra amable. De los que se aprenden tu nombre y saben qué tomas. Barras donde se tiran cañas en dos tiempos y se despacha vermú con chorro de seltz, donde las banderillas y las patatas son las estrellas indiscutibles. Barras que no se deberían perder nunca porque son parte de nuestra vida.
Fundada por don Rafael Fernández Bagena a finales del siglo XIX como colmado donde vender los vinos que producía en tierras toledanas, cosechó un éxito tal que le llevó a tener más de una treintena de establecimientos repartidos por toda la capital durante la primera mitad del siglo XX.
En los años 70 el local fue adquirido por la familia Monge, actuales propietarios, que centraron todos sus esfuerzos en convertir su establecimiento en un pionero en el tratamiento de la cerveza, en una época donde pocos locales mostraban inquietud más allá de la clásica caña. Tal fue el punto de renombre que alcanzaron, que llegaron a hacerse con la representación en exclusiva de muchas de las grandes casas cerveceras europea, como Bass, Warsteiner o Pilsner Urquell.
Hoy día 'La Ardosa' es un referente por servir, entre otras cosas, una de las mejores tortillas que el aficionado puede encontrar en Madrid: jugosa pero sin chorrear, con la patata un punto entera y, cómo no, con cebolla. Doña Concha, matriarca de la familia, que elabora un buen puñado de ellas a diario, sigue fiel a la receta que lleva perpetrando durante más de tres décadas para su legión de parroquianos, cada vez más numerosa, que acude religiosamente a su casa para dar cuenta de ella. Fantástica.
No deja de resultar curioso que una de las casas con más historia y solera en Madrid haya forjado su camino a partir de la necesidad hecha virtud. En tiempos de posguerra, donde muchos víveres escaseaban y donde era más fácil conseguir un kilo de gambas que uno de harina, el dueño de 'El Abuelo', viéndose sin género que ofrecer a sus clientes, tuvo a bien ir al mercado de Puerta de Toledo para aprovisionarse de varios kilos del crustáceo, sin imaginar el éxito que se le vendría encima. El boom fue inmediato, hasta convertirse en una institución en la capital.
La filosofía a día de hoy es prácticamente la misma, gambas –a la plancha con un buen chaparrón de sal gorda o al ajillo en una cazuelita de barro con el aceite chisporroteante– y una caña bien tirada o un vaso de su vino dulce de la casa para acompañar. Seguramente no sean, ni de lejos, las mejores gambas que uno pueda encontrar, ni la cocción sea canónica, ni el vino sea el partenaire perfecto, pero hay que reconocer que tienen un encanto especial y se han convertido en patrimonio de la cultura gastronómica madrileña.
Fundada hace 50 años por Santiago Revuelta, vallisoletano de nacimiento que llegó a Madrid en los años 30 y que aún permanece tras la barra al pie del cañón, 'Casa Revuelta' se ha convertido en un auténtico icono dentro de las barras de la Villa y Corte. En una época de estrecheces económicas y frecuentes desabastecimientos, supo encontrar su hueco –como tantos otros establecimientos– en la cocina del bacalao, uno de los víveres de más fácil adquisición y conservación entonces.
En la actualidad 'Casa Revuelta' se caracteriza por servir la que es, sin ningún género de dudas, la mejor tajada de bacalao –o soldadito de pavía– que pueda encontrarse en la capital. Un rebozado no necesariamente etéreo pero sí muy crujiente, que cobija en su seno una pieza de bacalao de carnes anacaradas y extremadamente jugosas. Y con unas cotas de regularidad más que notables sobre todo atendiendo a la desbordante demanda que acogen cada día. Arrebatadora.
Madrid siempre estará en deuda con Emilio Huguenin. Porque traspasar la puerta de 'Lhardy' es entrar en un túnel del tiempo que te transporta a otra época, que te lleva al primer gran restaurante de Madrid, que abrió camino a otro modo de hacer hostelería, donde el entorno y el servicio de sala adquirían una nueva dimensión, donde se ofrecía una cocina refinada, que interpretaba indistintamente grandes platos de las cocinas europeas como elaboraciones más castizas siempre con elegancia y finura.
Tomar el aperitivo en esa barra, entre esas paredes que podrían confesar incontables secretos de un lugar que fue punto de encuentro de aristócratas, políticos, artistas y clientes anónimos, es algo que todo aficionado debería hacer al menos una vez en la vida. No hay mejor manera para iniciar un abreboca que pedir una media combinación, cóctel tradicional de Madrid y de 'Lhardy', a base de ginebra, vermú y un toque de angostura, y acompañarla de un consomé de la casa. Placeres de antaño que nunca deberían perderse. Porque 'Lhardy' es mucho más que un restaurante, es parte de nuestra historia viva. Como dijo Azorín, "No se puede concebir Madrid sin Lhardy".
Otra de las casas centenarias que nos ocupan, 'Casa Alberto', está a punto de cumplir los doscientos años manteniendo esa imagen imperturbable que es puro icono de las tabernas madrileñas: fachada en madera pintada de color rojo, cristales grabados, letrero con fondo negro y letras doradas, barra de madera tallada y pila de estaño, grifería de cinco caños, una caja registradora que no entiende de euros, las columnas de forja, la saturadora de seltz, las mesas bajas redondas con sus respectivos taburetes...
Sus callos, santo y seña de la casa, combinan a partes iguales tripa y morro, y siguen al pie de la letra la fórmula tradicional: chorizo, morcilla, hueso de jamón, verdura y una punta de guindilla que han de cocer durante largo tiempo y a los que, tras retirar la componente vegetal, se les añade un sofrito de cebolla, jamón en dados y pimentón para acabar de guisar unos minutos más. Academicismo puro que da lugar a una de las mejores versiones de este plato que pueden encontrarse en la capital.
Estamos ante otro de esos bares de toda la vida, de los que hay doscientos en el centro de Madrid, de aspecto rústico, casi descuidado, con multitud de motivos taurinos en las paredes, cristales grabados, barra con vitrina de cristal donde exponen las viandas... De esos que podrían pasar perfectamente desapercibidos si no es porque alguien te los recomienda. Y de esos que te dan enormes alegrías cuando los descubres.
En esta casa trabajan con buena mano la casquería. Por la barra de 'Casa Toni' podrán ver pasar raciones de riñones, callos, zarajos, mollejas… pero si algo destaca sobremanera es la monumental oreja a la plancha. Servida bien churruscada, con el contrapunto de crujiente y meloso, un toque leve de ajo y perejil, y una salsa brava que, si bien adolece de cierta domesticación, resulta sumamente agradable. No hay otra que se le acerque en la capital. Si a esto le sumamos unos camareros diligentes, amables y siempre con una sonrisa en la cara, tenemos una combinación ganadora.
'El Doble' responde al prototipo de bar castizo de toda la vida, desde su fachada de cerámica de Talavera pintada a mano hasta su barra de mármol plagada de grifos de cerveza, pasando por esas paredes donde se alternan fotografías de visitantes ilustres de la farándula con motivos futbolísticos y taurinos.
Siempre lleno hasta la bandera, debe su nombre al tamaño del vaso en el que sirven la cerveza, el doble de una caña, y se precia de servir una de las mejores de la ciudad. El que esto escribe no puede sino dar fe de ello. Tirada en dos tiempos, con el debido reposo, y con el dedo y pico de espuma que mandan los cánones y que formará los círculos pertinentes según vaya bajando. Estupenda.
A pesar de no tener cocina la oferta es sumamente atractiva, basándose principalmente en una selección de buenas chacinas, conservas de calidad y una notable variedad de marisco. Pero si hay algo que destaca realmente son los boquerones en vinagre, tersos, jugosos, con el punto justo de acidez, un leve aderezo y buen aceite de oliva, que pueden disfrutarse tanto solos como en una tostada en matrimonio con unas más que decentes anchoas. Realmente fantásticos.
Más de cincuenta años contemplan a una de las cadenas con más solera de Madrid. Con una fórmula muy sencilla basada en tres pilares, buen torrezno, cañas bien servidas y amabilidad, y rapidez, han conseguido instaurarse como una de las referencias cuando se habla de torreznos en la capital. Y sin dejar de lado unas más que recomendables patatas revolconas o unos agradables champiñones al ajillo.
Los torreznos se preparan al estilo castellano, troceando la panceta en lonchas de un dedo y sumergiéndolas de pie en un recipiente que permita cubrirlas de aceite para proceder a confitarlas a fuego muy suave durante unos veinte minutos hasta que vayan apareciendo las burbujas típicas en la piel. En este momento se procede a tumbarlas, subir el fuego y freírlas unos minutos por cada lado hasta que queden bien crujientes. Ortodoxia bien resuelta.
Situado en el barrio de Ciudad Lineal, y alejado de los círculos tradicionales de tapeo, 'Docamar' puede presumir de ser una institución cuando se habla de patatas bravas en Madrid. No es para menos, atendiendo a los volúmenes que se manejan, pues se despachan semanalmente dos mil kilos de patatas entre sus clientes. Algo tendrán para atraer a semejante legión de fans.
El secreto de su éxito radica fundamentalmente en su salsa –secreta, cómo no, y con un interesante regusto a pimentón–, elaborada en casa y servida desde una botella de whisky DYC reciclada desde tiempos inmemoriales. Las patatas se presentan en trozos hermosos, con el punto justo de fritura (uno desearía un punto más de dorado) y tiernas en su interior, pero quedando relegadas a mero soporte para la insigne salsorra. Para los más inquietos, sepan que venden allí la salsa para poder perpetrarlas en casa.
De pocos temas se han podido escribir más ríos de tinta que sobre las mejores ensaladillas rusas de Madrid. Hay rankings de todo tipo, que recogen desde las más ilustradas y aristocráticas como la de 'La Tasquita de Enfrente' con erizos o carabineros, hasta las más clásicas, como la de Rafa o Nájera. Y, entre medias, un abanico inabarcable acotado únicamente por el gusto personal de cada uno: con la patata más entera o más aplastada, con más o menos mahonesa, con o sin encurtidos, guisantes, huevo... 'La Bomba Bistrot', 'Samm', 'La Máquina', 'Jota Cinco', 'La Hidalguía' o 'Morales El Atómico'. Incontables opciones. Y, entre todas ellas, la que nos ocupa, la de 'Sylkar'.
Un sitio mundialmente conocido por la tortilla –que al que esto escribe gusta sin entusiasmar– pero que tiene otro buen puñado de platos que bien justifican una visita, entre ellos unos estupendos callos, las fantásticas croquetas o la ensaladilla. Esta última merece un punto y aparte por su finura, cremosidad y enjundia. Receta canónica a más no poder: patata machacada, abundante mahonesa, buen atún y en cantidad, zanahoria, guisantes y aceitunas. Clásica y altamente recomendable.
'El Quinto Vino' responde a ese prototipo de taberna ilustrada con aires andaluces que tanto han proliferado en Madrid y que tanto parece encajar en los gustos de la parroquia capitalina. Luis Roldán, el propietario, tabernero de pura cepa es un alma inquieta que se preocupa por tener una bodega dinámica, que se escape a los estereotipos y al sota, caballo y rey, y a fe que lo consigue.
La cocina que aquí se oficia es sencilla, de raíz tradicional y con especial mano para los guisos: alubias, callos, rabo de toro, carrillera, albóndigas… combinados con una de las mejores ensaladillas rusas que se puedan encontrar en varios kilómetros a la redondo. Pero si por algo se conoce a esta casa es por sus croquetas, finísimas, con un empanado ligero, un interior cremoso y profundas de sabor. Lo realmente curioso del asunto es que la elaboración icónica del restaurante no se realiza en la cocina del mismo, sino que es Doña Esperanza, una ama de casa amiga del propietario, la que las elabora a diario en la cocina de su propio domicilio. Alrededor de doscientas unidades a diario, nada menos. Imperial.
El minúsculo local situado en la calle Lobo pasa por ser uno de los puntos de encuentro para aficionados gastronómicos de toda índole, auspiciados por su ambiente desenfadado, de bar de toda la vida, con paredes de azulejo sevillano combinadas con barriles de Mahou, mezclado con un destacable producto y buena mano en la cocina.
Además de manejar platos tradicionales con soltura (podrán dar buena cuenta de torreznos, callos, ensaladilla, bravas o croquetas), en 'Bar Alonso' trabajan un marisco de una calidad muy por encima de la media, siempre en preparaciones sencillas –cocido o a la plancha, principalmente–. Así se puede comenzar con unas buenas ostras al natural, seguir con percebes, almejas, bígaros o berberechos de tamaño más que decente, y finalizar con una buena gamba de huelva a la plancha, langostino de Sanlúcar o camarón gallego. Frescura, regularidad y amabilidad a raudales. Y no se pierdan una de las cañas mejor tiradas de la ciudad.
Nunca un bar con atributos tan poco atractivos suscitó tal legión de fieles. El extraño encanto de 'La Venencia' radica precisamente en ese aire rancio que envuelve su atmósfera, en esas cuentas pintadas en la barra con tiza, en esos catavinos diminutos de duralex donde se sirven los únicos elementos líquidos que aquí se disponen: manzanillas, finos, amontillados, palo cortados y olorosos. En esa prohibición de hacer fotos o en la escasa simpatía del personal. Todo ello configura un ambiente castizo que parece embrujar a sus clientes.
La oferta es sencilla a más no poder, entre la que destacan sobremanera unos buenos salazones -mojama y hueva- servidos con unas ricas almendras fritas y aceitunas, que casan a la perfección con la particular oferta vinícola. Cortita y al pie.
Amigos, no dejen de ir a los buenos bares, a estos o a cualquier otro. A los del centro, al de debajo de su casa o al del lado del trabajo. Son parte de nuestro patrimonio y, como tal, hemos de cuidarlos. Y no hay mejor forma de hacerlo que yendo a ellos.
"Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar
No hay como el calor del amor en un bar"
Índice
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