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En un enorme perol, la miel de flores hirviendo desafía las manos de los que intentan acercarse. "Esta miel caliente atrae a las abejas de 30 kilómetros a la redonda, menos mal que tenemos una buena campana", dice Fermín Mesa. El propietario de 'Sobrina de Las Trejas' es la quinta generación de una saga de confiteros que se remonta a mediados del siglo XIX. Junto a su hermana es el dueño de este taller dulcero artesanal en el que el alfajor –que en Medina Sidonia cuenta con consejo regulador– es el rey.
Mientras la miel sigue borboteando a pesar de que el fuego hace rato que se apagó, continúa contándonos cómo en 1852 tres hermanas de apellido Trejo recibieron de su sirvienta Catalina el talismán que iniciaría la historia. "Todo está muy documentado, en sus escritos estas hermanas revelan hasta cómo era la dentadura de la criada.
Hablan de que una de las cualidades de Catalina era ser 'sabedora del acento de los alfajores', algo que les transmite y que las impulsa a abrir una confitería", prosigue el repostero. "En aquel tiempo tuvieron que pedirle permiso al párroco de Santa María la Mayor, porque entonces estaba mal visto que tres mujeres montaran un negocio que no necesitaban para vivir", explica este hombre bonachón que lleva desde que volvió de la mili metido en estas cocinas.
Tras la jubilación de las hermanas, la confitería pasó a su sobrina, y de ella a otra sobrina, que es la abuela del actual dueño. Un negocio de mujeres que heredarán otras dos, las hijas de Fermín: una de ellas está en Sevilla estudiando repostería y la otra, María, ayuda en este momento a su padre a llevar el pesado recipiente de la miel ardiendo de la Sierra de Grazalema hasta un soporte de piedra. Antes han vertido con cuidado sobre el líquido hirviente una selección de especias: matalahúva, cilantro, ajonjolí y clavo.
Mientras terminan de incorporarse a la masa las almendras, María ya ha ido a por otro recipiente, del que cae una cascada blanca de harina de trigo y pan rallado. A su lado, Fermín no deja de removerla con fuerza ayudado por un remo. "Lo hacemos como en el siglo XIX. Hay que hacerlo muy rápido y con brío antes de que la miel se solidifique", nos comenta. Lo que él llama remo es un llamativo trozo de madera que tiene más historia de lo que parece. "Bajo este remo he cenado yo" –dice sin dejar de remover–. "Para que el remo no suelte nada en la masa, tiene que ser una madera vieja. Esta ha aguantado el paso de los años como viga de una casa".
Una vez que el producto ya tiene incorporados los ingredientes, es el momento de llevar esa mezcla densa y aromática hasta la mesa de trabajo. María espera con una bandeja a que su padre vaya acumulando sobre ella trozos de la masa, ayudándose con una pala. No es una pala metálica cualquiera, sino una que Fermín pide que se mire al detalle, y que tiene una 'N' grabada coronada por la flor de lis. "Mi padre me dijo que esta 'N' era de Napoleón, y con ella le he visto trabajar en el día a día cuando era pequeño, a saber de dónde vendría". Mientras, sobre la mesa María va aplastando la mezcla, cada vez más endurecida, sobre la superficie con la bandeja hasta crear una gigantesca "galleta".
Entonces aprovecha Fermín para desvelar el hilo conductor del proceso de elaboración de este producto. "El proceso del alfajor consiste en quitarle la humedad a todos los ingredientes, y es esa falta de humedad la que ejerce de conservante", explica el repostero. No solo le afecta a la masa un día lluvioso, en el que recupera muy pronto la humedad. También el destino al que vayan influye en su caducidad: "si te los llevas a León cambia su caducidad, igual que si te los llevas a San Fernando". Además aclara que en el caso de este confite, sucede al contrario que en la mayoría de los dulces: cuando se estropea no se pone duro, sino blando.
Mientras la gigantesca galleta va tomando forma por los bordes con la ayuda de los fuertes brazos del repostero, que aprovecha para remontarse a los orígenes del dulce. "Es de origen árabe, lo que para ellos sería un postre. Es un producto que da mucha energía y muy fácil de transportar para los que cruzaban el desierto. Ahora son los ciclistas los que los llevan durante el ejercicio: son barritas energéticas naturales", nos explica este empresario.
Muy cerca, pasa un chico de unos 30 años que viene cargado con una bandeja del horno. "Ese es mi ahijado, a este lo he tenido yo en brazos en la pila bautismal". Y hay más familia repartida por la cocina, como su suegra, su cuñado o Alfredo, un amigo que es casi un hermano. Lleva 47 años en esta cocina y desde la mesa de al lado sus manos precisas hacen idénticas bolas de piñones que serían complicadas hasta para una máquina. "Hacer alfajores así es una cabezonería, porque todo esto puede hacerlo la maquinaria, pero a nosotros nos gusta hacerlo a mano".
Una vez que la gran galleta está ocupando toda la mesa, coge un cuchillo y traza una cruz sobre ella casi sin cortarla. Explica que antiguamente así se bendecía la masa antes de empezar a trabajarla, pero hoy es un indicador para saber dónde está el centro (donde está más caliente) y comenzar a cortar la mezcla por los bordes.
"Después de cortarla, se hace un rulo dándole forma con las manos y, tras pesar cada corte, se van elaborando las tiras", nos explica Fermín. Con una tanda tienen para cinco horas de trabajo desde que hierve la miel hasta que se lían los alfajores, y eso empleando a tres personas en el proceso. Por eso solo hacen una partida por la mañana y otra por la tarde. "Hacemos dos tortas de unos 80 kilos al día. Aquí no se produce en función de la demanda, sino en función de lo que nuestras manos sean capaces de hacer", puntualiza María mientras va colocando pequeños rulos sobre una bandeja plateada.
Una vez que tiene su forma genuina, vuelve a recibir el impacto del calor. Esta vez es a través de un almíbar muy suave en el que prácticamente se mojan. Este amante del dulce los arroja en el perol de líquido burbujeante y los saca cuando apenas han pasado un par de segundos. Luego van a parar a una montaña blanca que hay sobre la mesa, en la que el almíbar se recubre con una capa de azúcar lustre –azúcar glasé– y canela, como recubiertos de una fina nieve. De allí irán a enfriar, donde terminarán de endurecerse antes del proceso de envolverlos.
Antes de poner los papeles de colores sobre la mesa para vestirlos y de meterlos en las cajas, Fermín vuelve a recordar a su abuela. "Durante los tiempos de la república, en el papel de envolver los alfajores aparecía mi abuelo, pero la verdadera confitera era mi abuela", cuenta el repostero, que tiene enmarcados unos papeles antiguos de su producto, que le regaló un vecino. "Un carpintero nos los trajo, nos dijo que estaban envolviendo un cuadro antiguo. En lugar de usar papel de periódico, para conservarlo habían utilizado nuestros envoltorios", explica.
Ahora, los papeles son de los cuatro colores del parchís, y cuatro trabajadores de la cocina los envuelven en espiral y los rematan con dos moñas a los lados a la velocidad del rayo. Sandra, una de las encargadas de darles el toque final afirma que apenas tarda dos segundos en cada uno. Y el cronómetro no miente.
Fermín recuerda que cuando se celebraba la Feria del Ganado era cuando más se hacían, porque aquí se comen todo el año en las cafeterías y no son únicamente un dulce navideño. De hecho, su hija cuenta que hay turistas que vienen a ver el pueblo en verano y conocen el producto, y luego a lo largo del año se los encargan. Muchos también son vecinos que tuvieron que marcharse fuera en busca de un futuro mejor. "La gente nos dice que comer estos alfajores les devuelve a casa, a Medina. Muchos regresan al pueblo a través del sabor y sienten de nuevo que están en su hogar".
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