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Bajamos del 4x4 en una pista forestal bastante apacible. A la izquierda, una colina tupida de pinos por la que triscaremos en busca de níscalos; a la derecha, un prado de hierba alta salteado de basura abandonada por visitantes sin escrúpulos.
Xavi Petràs, el conductor, recoge parte de la basura. "No creo en Dios pero sí en la naturaleza. Si recojo esta porquería, ella nos dará setas", dice medio en broma, medio en serio. Su acompañante y guía local, Ignasi Xandri, está de acuerdo: "Si todos recogiéramos un 10 % de la basura que encontramos, los bosques estarían limpios". El día estará lleno de enseñanzas. La primera es que el verdadero cazador de setas ama el bosque, lo cuida y procura no dejar rastro de su paso.
Cumplido el ritual de limpieza, elegimos las cestas que llevaremos con nosotros y empezamos a subir la pendiente. Petràs es el propietario de un puesto del Mercado de La Boquería especializado en setas –'Bolets Petràs'–, el negocio lo empezó su padre hace décadas y provee a muchos restaurantes galardonados por esta Guía. Xandri ha nacido en el Berguedá, donde nos encontramos, es hijo de restaurador y conoce cada palmo del terreno. Ambos tienen una conexión especial con el bosque, como yo con los chasquidos del autobús y los chaflanes del Ensanche.
Ir con ellos, pienso, me asegura encontrar níscalos. E imagino que la seta ferruginosa nos saldrá al paso. La cosa debería ser fácil. Me fijo en el suelo con la ilusión de un crío. Pero solo veo guijarros y pinocha, que me hacen patinar, y zarzas en las que me enredo las zapatillas. Llevo un calzado pésimo para la tarea que me ocupa.
La primera, en la frente: "Esto tiene mala pinta, las temperaturas bajaron mucho la semana pasada y el viento sopló fuerte", dice Petràs. Su acompañante asiente y añade: "Además, este bosque está trillado". Segunda enseñanza, el lunes es el peor día para ir a buscar setas: los excursionistas de ciudad han arrasado los caminos más obvios. Lo pertinente es salir un jueves o un viernes.
Sin embargo, insistimos en ese spot –así llaman ellos a las localizaciones aptas para las setas–. Encontraremos algo cuando nos metamos en lo más espeso del bojedal, donde hay que ir apartando las ramas al mismo tiempo que te agarras a ellas para no resbalar pendiente abajo. Eso es lo que me ocurre a mí, claro. Petràs y Xandri tienen otro tipo de tracción, mejor adaptada.
Las primeras setas que encontramos son patas de perdiz, una variedad desconocida para mí e irrelevante para el reportaje que me ha sido asignado pero muy celebrada por los dos recolectores: "Salteadas están muy buenas", aseguran al unísono.
Seguimos ascendiendo. Encontraremos el primer níscalo en el límite de nuestra primera incursión: es feísimo. "Está afectado por el viento", dice Petrás. Y sigue: "Es el principal enemigo de las setas". El ejemplar será comestible –muy rico– pero comercialmente es un desastre. Nada que ver con el armonioso sombrero de un níscalo ideal. Parece, más bien, que haya estallado. Despechados, los especialistas deciden descender –por una pendiente a la que mis rodillas son reticentes–, regresar al Jeep e ir a otro spot. Tercer aprendizaje: ir a por setas, no es el paseo que yo creía.
En los márgenes que nos llevan al segundo enclave micológico, vemos furgonetas aparcadas. Son de recolectores en busca de rebozuelos anaranjados, también llamados angulas de monte. Xandri me explica que es un trabajo muy duro. "Caminan por el bosque durante horas para encontrar clapas inaccesibles. Pasan frío, humedad y cargan cestas de 20 kilos. Pero se sacan entre 25.000 y 30.000 euros por temporada", explica. Mis rótulas, que ya están deseando volver a la confortable llanura de mi hogar, castañean de miedo. Yo también.
Seguimos varios kilómetros por una pista que sería imposible acometer sin los neumáticos de un Rover de la NASA en misión marciana. En cuanto aparcamos y pisamos suelo, buen augurio: un níscalo hermosísimo. "Buena señal", advierte Petràs. Y añade: "Que esté tan cerca del camino significa que nadie ha pasado por aquí. O que han pasado y no lo han visto, claro".
La batida de esta localización será más intensa. El bosque es más espeso, más húmedo y más sombrío. Si no me acompañaran dos expertos, necesitaría el hilo de Ariadna para encontrar el camino de vuelta. Bueno, para qué engañarnos, yo jamás hubiera llegado hasta aquí por mi cuenta; soy un pixapins –mea pinos, en catalán, es el mal nombre que reciben los barceloneses que invaden la montaña durante el fin de semana–. En estas, Petrás lanzará la cuarta lección del día: "Para encontrar setas, hay que tirar de Google Maps. Hay que fijarse en el punto donde terminan las pistas forestales y buscar caminos poco accesibles que sigan más allá. Si andas unos 20 minutos, llegas a sitios en los que nadie ha buscado". Estamos en uno de esos sitios.
Ascendemos por bancales abandonados, absolutamente rendidos a la vegetación salvaje, terrazas que alguien cultivó, tal vez un siglo atrás, antes de que la filoxera devorase la vid. Es una paradoja. Ahí donde alguien labró la tierra de forma ordenada y racional hoy brota uno de los pocos alimentos salvajes que llega a nuestras mesas. Petràs y Xandri hablan de suelos calcáreos, de abundancia de pinos y de subir y bajar cotas. "A medida que va haciendo más frío, las setas bajan de cota. En primavera las encuentras en los Pirineos y en febrero, cerca del mar. No les gustan los cambios bruscos de temperatura. Lo ideal es que el bosque se mantenga a unos 15 grados", explica Petrás refiriéndose a las setas como si fueran un animal doméstico y predecible.
Encontramos llanegas –una seta poco popular fuera de Cataluña–, negrilla, pie azul y pie de cordero; y empiezan a mostrarse los níscalos con cierta frecuencia. Esto ya es otra cosa, respiramos, huele a tomillo y a musgo, es un aroma tranquilizador, pero los dos buscadores de setas no están satisfechos.
Ahora que ya tenemos níscalos, quieren encontrar rebozuelos anaranjados. Yo me habría retirado ya, pero esta gente es incombustible. Mientras descienden como corzos lo que yo deshago como un hipopótamo cojo, farfullan que la foto –del reportaje– quedará mejor con rebozuelos anaranjados. A estas alturas a mí eso ya no me preocupa mucho…
Subimos de nuevo al todoterreno y volvemos a transitar carreteras de curvas y caminos de Tolkien. El tercer bosque será el más complicado. Encontramos más llanega y negrilla. Algún que otro níscalo. Pero ni rastro de los rebozuelos. Las cosas se ponen feas cuando Petràs, en mitad de un lugar repleto de helechos, zarzas y arbustos diseñados con mucha pericia para dificultar el paso, advierte de que bajará hasta el torrente –¿qué torrente?– para llegar a la ladera de enfrente. Cree que ahí encontrará los malditos –y exquisitos– rebozuelos. Tengo dos alternativas, quedarme donde estoy y esperar a que las bestias corrupias que habitan el bosque me devoren o seguirle y arriesgar mis ya muy maltrechas articulaciones inferiores. Sin estar muy convencido de qué me conviene más, opto por lo segundo y, contra todo pronóstico, soy capaz de seguir al jefe de la expedición.
Después de llegar al torrente, nos espera una inextricable cuesta de musgo –por lo menos la caída será amortiguada–. "El musgo es buena señal, el rebozuelo quiere musgo", dicen Petràs y Xandri. Yo les creo, resignado, mientras me agarro a cualquier cosa que me permita evitar la atracción de la gravedad. Trepo a cuatro patas, llevo la nariz pegada al verde suelo, resoplo, no sé muy bien donde pongo los pies, huele exactamente a sotobosque, esto es, a lo que huelen las setas y justo en ese momento: "¡Aquí!", grita alguien.
La penúltima lección de la jornada: al final, vale la pena. Ahí están los rebozuelos anaranjados, la angula de monte, el camagroc que decimos los catalanes. La imagen es bellísima: los pies ambarinos surgen del suelo de terciopelo esmeralda y se encaraman entre las plantas y los pinos hasta el infinito. Supongo que en este momento le encuentro sentido a cuatro horas de hacer la cabra por una orografía que me resulta tan exótica como la ribera del Orinoco. Último aprendizaje: no discutas el precio a tu proveedor de setas. Alguien se ha dejado las rodillas para que tú puedas comerlas.