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La mejor manera de llegar al corazón de Balmaseda es dando un rodeo. Sin embargo, lo que pide el cuerpo es atravesarla como hacían siglos atrás los primeros peregrinos. Pocos transitan ya esa senda -por algo la llaman el Camino Olvidado de las rutas jacobeas-, pero de nuevos tiempos también entienden las calles de este municipio vizcaíno, que rememoran, sí, pero que también crean memoria.
Así lo llevan haciendo desde 2017 Raquel y Jon Mikel González, fundadores de ‘Kaitxo’, uno de los primeros tostadores de cacao bean to bar -del haba a la tableta- de España, cuando pocos eran los que dominaban ya no el término, sino el oficio. Los pueblos son tendencia ahora, pero resulta que la tendencia ya habitaba en ellos.
Cuando parece que todo iba a ser olor a musgo y a madera -el tostador se encuentra junto a una fábrica de muebles a las afueras de Balmaseda- lo que espera tras la puerta de ‘Kaitxo’ es un aroma generoso a chocolate. Su abrazo tiene el brío del café, eso sí, del de especialidad, que también está entre sus productos.
No hubo un primogénito. Ni el chocolate ni el café se disputan el amor paternal. “Los entendemos como dos mundos paralelos que tienen muchísimo en común desde las mismas plantas”, cuenta Raquel, master sommelier de cacao certificada por el International Institute of Chocolate and Cacao Testing de Reino Unido.
En una sala acondicionada aguardan los sacos que tía y sobrino muestran con orgullo. Sumergen los dedos entre habas de cacao ella, entre granos de café él. “¿Veis qué color?”, comenta Raquel emocionada con varios nibs de Madagascar en la palma de la mano. Son de un púrpura hipnótico. Los compara con otros de Ecuador, más oscuros: “Hemos estado dos años y medio detrás de este cacao de Manabí y por fin lo hemos conseguido. Lo vamos a hacer al 85 %, pero es tan maravilloso que podemos sacarlo al 100 %. Es raro encontrar un chocolate con el que disfrutes a ese nivel de pureza”. El sabor absoluto. Un derechazo para los neófitos.
Lo que respira en los talegos son habas y granos que proceden de cultivos de pequeñas fincas comprometidas con su producto y a cuya labor, además, se le da el valor simbólico y económico que le corresponde: “Todo empieza en ellos. Si ellos no hicieran bien su trabajo o si trabajaran en un sistema injusto, nosotros no podríamos hacer el café o el chocolate de la calidad de la que los estamos haciendo”, revelan.
Lo primero es un proceso artesanal de cultivo, fermentado y secado en origen, que termina con un tueste respetuoso. Hacen falta ojo, nariz y boca para tostar con puntería. De hecho, si algo caracteriza a las tabletas de chocolate y a los cafés de ‘Kaitxo’ es precisamente eso. Ahí están, arremolinándose en el paladar, las frutas de Madagascar, las flores de Filipinas, los cítricos de Perú. “Nos gusta que el sabor sea muy limpio, que refleje la personalidad del cacao y del café. Somos muy radicales al respecto”, aseveran. Las pistas que ofrecen onzas y sorbos aquí son información privilegiada.
“No solo de pan vive la mujer”, escribía la poeta Gioconda Belli haciendo referencia a ese trozo de chocolate que le hacía a una “abandonarse a una infancia perversa”. De poca perversidad hacía gala Raquel de niña cuando, como nos sucedió a otros tantos millones en este país, se inició su romance con el chocolate. Sin embargo, no se dejó embriagar por aquellas tabletas azucaradas de la hora de la merienda. Debía haber algo más. “Y quise saber qué era. Lo que pasa es que, por aquel entonces, o eras cocinero o eras pastelero, lo que para mí no tenía nada que ver”.
Estudió Bellas Artes todavía con el chocolate en el cielo del paladar, así que acabó en Argentina estudiando bombonería. Después, cata en Reino Unido, donde sí existe un instituto específico dedicado al cacao. En la cafetería balmasedana ‘Skamata’, de Jon Mikel -“obseso del café”, como se denomina él mismo y quien como su tía, y nosotros para llegar, también dio un rodeo estudiando Telecomunicaciones-, ya en 2011, organizaban maridajes de chocolates elaborados por Raquel con oportos, con txakolis, cavas y champagnes. Balmaseda se echaba las manos a la cabeza al ver bombones de color verde (de matcha) o con sal, lo que no impedía que los vecinos participaran de lleno en el asunto. “Y ahora son los que más se alegran de los premios que gana ‘Kaitxo’ a nivel internacional”, se congratula el ya barista certificado.
No han sido pocos. Si de algo pueden presumir sus tabletas es de galardones. Como catadora oficial, a caballo entre Noruega -donde trabaja como asesora de specialty coffee y bean to bar- y Euskadi, Raquel ha formado parte del jurado de las más importantes competiciones mundiales de chocolate. Eso sí: hasta que ha empezado a ganarlos ella. Los primeros llegaron en 2018 para, curiosamente, su blanco -sí, los hay de calidad- con pistachos caramelizados. Se llevó un oro y una plata en los International Chocolate Awards. Les sucedieron los bronces para su Perú al 75 % y su Tanzania al 75 %, y las platas para dos de sus chocolates con leche, uno de ellos con regaliz y violetas.
Quizá por su ubicación, ensartados entre las montañas vascas, no se olvidan los de ‘Kaitxo’ de las conexiones con el entorno. Por eso los pimientos de Ezpeleta (Iparralde), la sal de Añana (Áraba) o el pan de algarroba de la panadería ‘Crosta’ (Zalla), forman parte de la despensa a la que acuden estos vizcaínos para sus diferentes tabletas.
Los de ‘Kaitxo’ son equilibristas, siempre midiendo sus pasos sobre la cuerda floja del tueste. A un lado el sabor y todos sus matices, al otro la textura; en un extremo el origen, y allí donde la cuerda alcanza una base firme, la autoría: “Siempre trabajamos desde el respeto al origen, pero nuestro deber es sacar lo mejor que tenga cada haba y cada grano, conocer el potencial que tienen”, explica Raquel. Eso pasa por el sacrificio: “Para conseguir ciertos perfiles debes renunciar a algunas cosas, definir qué es lo que realmente quieres”. Soltar lastre para seguir avanzando en la cuerda.
En una de las salas del local giran los rodillos de las conchadoras. El chocolate se arremolina, brilla en su espesura y exhala los aromas que nos han dado la bienvenida. Ahí están ese Ecuador portentoso y también el Nepal blanco especiado -que han elaborado en colaboración con la ONG SOS Himalaya- al que después añadirán bayas y semillas.
En estas máquinas se refina la pasta de cacao, para lo que también se necesita destreza. “Hay tendencia a refinarlos demasiado por la herencia pastelera que tenemos en este país. Buscan sedosidad y sacrifican sabor. Es cierto que se van los aromas menos agradables de las habas de cacao, pero llega un momento en el que también se evaporan las virtudes. Tienes que ver en qué momento lo sacas de la máquina. Ahí está el juego”, detalla Raquel mientras nos da a probar una onza de su delicadamente rugoso Madagascar, el cual maridamos con el último café que han tostado, un Etiopía que brilla en los cítricos, que llama al verano en pleno otoño euskaldun y que Jon Mikel infusiona en filtro ante nosotros.
Lo hace con paciencia. Igual que su tío, quien acaba de llegar y dobla hábilmente sobre una mesa envoltorios de tabletas de chocolate, reservándolas para su posterior envasado. “Somos de la familia y todos echamos un cable”, cuenta. “Debe ser relajante pasar algunas horas doblando cartulinas…”, comentamos. “No te creas, fuera de aquí soy osteópata”, responde. De ahí su habilidad con los pliegues. La familia juega en casa como lo hacen los granos y habas de cacao en sus respectivos orígenes antes de convertirse en un miembro más del clan de los de ‘Kaitxo’. El origen, con o sin rodeos, siempre está presente: los suyos son chocolates y cafés complejos que no ceden al disimulo.