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Las torres del castillo de Salobreña son el mejor mirador a esta gran llanura en la que los frutales han sustituido a la caña de azúcar. Buena parte de ese suelo ni siquiera existía hace un par siglos, y es que las crecidas del río Guadalfeo llevan milenios arrastrando toneladas de sedimentos con los que Salobreña va ganando terreno al mar. En época medieval, las olas todavía rompían directamente contra el promontorio sobre el que se asientan la fortaleza y el casco antiguo, que en época romana todavía era una península, como lo es hoy el famoso peñón de Salobreña, que hasta finales del siglo XVIII era una isla distante.
Todo se comprende mejor cuando damos la espalda a los cultivos y al Mediterráneo, y se nos aparece majestuosa la Sierra Nevada. Sus aportes de agua son clave para para esta sedimentación y para un regadío que se nutre de muchos manantiales. Además, la sierra frena los vientos del norte generando un microclima subtropical con más de 300 días de sol al año y temperaturas medias en torno a 20 ºC. La tormenta es perfecta para que en las últimas décadas se haya vivido una fiebre por los cultivos de mangos, chirimoyas y aguacates.
El guayabo ha sido el último en llegar, pero promete pegar fuerte. Se trata de un árbol que se adapta perfectamente a estas tierras húmedas y salinas que ocupaba la caña, y cuyo fruto tiene seis veces más vitamina C que la naranja, es rico en fibra, regula bien el azúcar en sangre “e incluso hay estudios que dicen que es anticancerígeno”, nos cuenta Martín Valenzuela, el impulsor del guayabo en la Costa Tropical (Loma y Vega), que plantó un árbol por casualidad en una finca familiar y ahora ya tiene más de 4.000 por varios peazos del entorno de Salobreña.
Martín Valenzuela es una especie de hombre del Renacimiento. Filósofo de formación, después de estar trabajando como profesor, saltó al coaching y, desde hace unos años, a un tipo de agricultura con mucha alma. Su padre había tenido vacas y a él siempre le había llamado la atención el campo. “El filósofo más grande del siglo XX, Heideger, mi tocayo, al final de su vida se dedicó a la agricultura porque veía en ella el concepto de verdad que le gustaba: la verdad como despliegue, como proceso, no esa verdad ‘entificante’ que coge al ser y lo paraliza”, cuenta con esa mirada traviesa de quien no puede parar quieto.
Ahora en septiembre arranca la temporada del guayabo, que se prolongará durante casi cuatro meses. “Creamos mucha economía porque tienen que venir jornaleros un día sí y otro no durante toda la temporada a seleccionar la fruta manualmente”, dice orgulloso a propósito del vacío que dejó la industria de la caña de azúcar. “Además, estas tierras donde crecía la caña no son las mejores para el mango o el aguacate, pero al guayabo le encantan”. Parece haber dado con la tecla. “Uno del pueblo me dijo que era un iluminado porque había encontrado el sustituto de la caña” y añade entre risas: “ahora voy a ser como el Steve Jobs granaíno, pero en lugar de Silicon, del Guayabi valley”.
El camino ni ha sido, ni está siendo fácil. Martín trabaja desde cero con sus propios semilleros y haciendo sus esquejes, luego experimentando con la poda en sus fincas –que cada vez más mantiene en ecológico– y después viajando por España y Europa buscando distribuidores. Y por si no fuera suficiente, desde hace unos años se ha lanzado junto a su mujer Lourdes a la transformación de parte de sus cosechas en mermeladas premium bajas en azúcar. El cierre del círculo no es casual, porque la repostería le corre por las venas a Lourdes: su familia había tenido una panadería en el pueblo de toda la vida.
“El sentido es el aprovechamiento máximo del árbol del guayabo”, comenta Lourdes a propósito de que la mejor fruta, la que más ha madurado en el árbol, muchas veces hay que desecharla porque se estropearía de camino a los mercados. Su trayectoria, como la de Martín, también ha sido peculiar. Delineante de formación, su pasión era el dibujo artístico, “pero al final he acabado intentando hacer arte en la cocina”, cuenta Lourdes resignada, a lo que Martín añade: “y yo filosofía en la agricultura, ¡esto es de locos!”.
Francisco Izquierdo es otro soplo de aire fresco para la Costa Tropical, aunque este no busca nuevos horizontes sino profundizar en las raíces. Si Martín era el Steve Jobs de los frutales tropicales de Salobreña, Francisco sería el Robin Hood de la caña de azúcar. Uno el hombre del Renacimiento, y el otro el del Romanticismo. Ambos coinciden en que la manera de poner en valor la tierra y dar viabilidad al negocio agrícola local es transformando sus materias primas excelentes en procesados de gran calidad. Así se consiguen márgenes de beneficio que, sin ser la panacea, les permiten ver algo de luz al final del túnel de la decadencia agraria que siguió al final de la industria azucarera.
Un dato que bien podría definir el carácter romántico de Izquierdo está en la fecha en la que arrancó su aventura como productor de ron: el año 2006. Aquel fue el año en que cerró la última azucarera local y con ello se cubría de nubes el horizonte para el tradicional cultivo de la caña, pero un joven con orgullo se negó a que la caña dejara de ser un producto que definiese su tierra. “No entendía que un cultivo que había estado aquí más de mil años fuese a desaparecer sin pena ni gloria; tampoco que a nadie se le hubiera ocurrido envasar el azúcar de aquí, ni hacer miel de caña o ron”, y así fue como nació su pequeña bodega El Mondero.
A la entrada de su nueva nave, que está abierta a visitantes, tiene unas fotografías aéreas que permiten hacerse una idea de la distribución de las tierras de cultivo en el terreno ganado al mar por la sedimentación del Guadalfeo. Tras su actitud humilde, se esconde un pequeño estudioso de la historia local. Lamenta el desconocimiento general que hay sobre la caña, un producto que saltó de aquí a América, y no al revés. Es otra alma inquieta y apasionada que se conoce al dedillo los subtipos de caña, qué ofrece cada uno y cómo tratarlos, pero que también te sabe decir el punto exacto donde se situaba puerto romano en la antigua península de Salobreña.
A su ron quiere darle un carácter andaluz, y por eso se sirve de barricas usadas de manzanilla, generoso o palo cortado. “En el ron El Mondero se nota mucho el envejecimiento; se perciben notas salinas y minerales que le infunde la manzanilla, que es de donde saca ese carácter andaluz”. Aunque estrenan nave, la producción sigue siendo totalmente artesana, con un alambique tradicional de cobre que es clave para el control total del resultado final. “Queremos competir con los mejores y en los concursos siempre nos va muy bien, aunque nos está costando trabajo porque la gente tiene poco apego a lo autóctono”, se lamenta.
De vuelta a las torres del castillo de Salobreña y a los miradores que lo rodean, recordamos unas palabras de Martín, como siempre, inspiradoras. Se lamentaba de que Salobreña no haya apostado, como otros municipios, bien por la agricultura, bien por el turismo, y que eso ha provocado que su economía haya quedado un poco deslucida.
A propósito, recordaba el artículo de una periodista francesa en el que comentaba que Salobreña era como un lienzo en blanco aún por definir. Tan blanco, quizá, como esas casas encaladas de su fachada urbana. Después de conocer a Martín y a Francisco, parece como si su ingenio comenzara a dibujar un futuro prometedor para Salobreña.
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