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"El agua tiene mucha importancia. Piensa que un tomate es agua en un 95 %. El agua de Carabaña se vendía en las farmacias por su especial mineralización y su salinidad. El agua en el campo es oro", explica José Cabrera mientras cogemos un tomate corazón de buey de la mata, libre de química, y lo tomamos a mordiscos.
No hace falta más. Es un manjar. Pulpa carnosa, equilibrada acidez con un punto de dulzor y una piel tan fina como el celofán que permite pelarlo fácilmente con los dedos. Justo lo contrario que los alterados genéticamente.
Mientras el intenso aroma de las tomateras nos embriaga de autenticidad, convenimos en que otro de los secretos de un tomate de verdad es que no tenga cámara para que el frío no lo estropee.
A Amparo, la mujer de José, jamás se le ocurre meter un tomate en la nevera pero tampoco la fruta ni muchas otras verduras. También estamos de acuerdo en que cuanto más feos más ricos, a pesar de que la gente prefiera los serigrafiados, tan insípidos que parecen alimento para astronautas.
Hace una veraniega mañana de otoño. Paseamos por la finca con la paz de la naturaleza pisándonos los talones. "Hemos ido autolimitando los cultivos que necesitan agua. Cuando sales al campo, ves la sequía", dice observando el cauce del Tajuña que baja anoréxico.
"Habitualmente el río tenía un metro y medio. Al menos mantiene el caudal ecológico, no ha perdido la fauna", comenta con pesar. Hace 20 años que José compró la finca. Fue por las 120 hectáreas de olivos de aceituna cornicabra, manzanilla, gordal, carrasqueña y changlot real. De esta última variedad comercializan un aceite afrutado con un final delicadamente amargo y picante.
Con vocación por la tierra, aprendida de las largas temporadas en casa de sus abuelos en un pequeño pueblo al lado de Trujillo, José se dedicó a cultivar para la familia. Luego llegaron los amigos y después cocineros como Martín Berasategui, Santi Santamaría o Rodrigo de la Calle que le animaron a convertir la afición en algo más serio.
"Es una vega muy fértil y comenzamos a investigar en busca de variedades perdidas. La producción en cadena ha propiciado que se abandone una forma artesanal de cultivar y se pierda el sabor. Así que decidí hacerlo como los agricultores de toda la vida".
Otras 100 hectáreas están dedicadas al regadío, 12 son de viñas (tempranillo, syrah, moscatel y cabernet sauvignon) y el resto de secano, dedicadas a legumbres y cereal. La huerta de Carabaña se complementa con huertas en Aranjuez y San Martín de la Vega.
"El campo se puede ver de dos formas, duro o apasionante", dice José al que no hace falta preguntar cómo le resulta a él. "Hoy ya no hay la dureza del trabajo físico de antaño. La temporalidad manda y no existen sábados o domingos pero estás en contacto permanente con la naturaleza y el tiempo no cuenta por horas sino por años. Hay un dicho: 'Los olivos de tus abuelos, los higos de tus padres y las lechugas tuyas'. Esa es la medida".
Al aire libre han montado un pequeño laboratorio de seis hectáreas. Sin tubos de ensayo ni microscopios. Ahora mismo hay 300 variedades distintas en estudio. Se trata de ver cómo interactúan las plantas con los insectos y probar cuál despunta por el sabor y resiste mejor. Desde un falso tomate que tiene una capucha que lo envuelve y protege de los bichos hasta que rompe, a pimientos picantes, que ahora son muy demandados.
También están experimentando cómo conviven las coles con las hojas limpias como la acelga en el mismo cultivo, ya que se plantan y recogen a la vez. "Tenemos acelga roja, blanca y kale para observar cuál resulta más afectada por las plagas, y que se convierta en barrera biológica porque aquí no usamos química. En este caso, el kale es al que han ido las plagas. También plantamos albahaca, lavanda y rosales de intenso olor entre los cultivos porque el aroma atrae a los insectos y así dejan libres a las demás”.
Caminamos por los campos de brócoli, que actualmente es la estrella de las coles, la que más se vende. Es la primera de las verduras de otoño/invierno en nacer. Al separar las hojas, el ramo de un verde descarado emerge prieto.
Los campos se plantan consecutivamente cada dos semanas para que vayan brotando a lo largo de la temporada. "Se usa el sistema árabe de riegos por inundación. Solo necesitan agua una vez a la semana. A la coliflor y al repollo les viene bien el frío, así que tardarán todavía. Este verano ha sido demasiado seco y, aunque se han adelantado las cosechas, ha bajado el cultivo y la producción", explica José.
Las calabazas de formas caprichosas están listas mientras que las alcachofas comienzan a abrirse tímidamente al lado de la flor del año pasado que no se arranca para que salga más rica.
También hay frutales de manzanas, nectarinas, peras... Y las famosas fresas, que son como un bombón, con un sabor tan original que parecen de cuento de hadas, y que comparten espacio a la sombra con los tomates para protegerse de tanto sol.
Para el control biológico usan la propia naturaleza. "Primero soltamos unos cangrejitos para comerse las huevas del pulgón y, si alguno se hace adulto, recurrimos a las mariquitas. También usamos un testigo. En el caso de las tomateras se planta un rosal muy oloroso al principio de cada hilera y así vemos si atacan los bichos. De ninguna manera usamos químicos".
No es de extrañar que toda la producción de los Cabrera esté avalada con el sello de la Fundación Española del Corazón. Deberían recetarla en el ambulatorio y así, al menos, gozaríamos más al comer.