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El viento llegaba a cortar la piel facial como una cuchilla, provocaba sequedad y descamación, para solaz de dermatólogos. En invierno el frío la castigaba aún más, un hormigueo surcaba las extremidades, los músculos temblaban, los dientes castañeteaban y uno se acordaba del ejército de Napoleón, la Grande Armée francesa, escapando de Moscú y su temporal, allá por 1812.
La nieve dejaba de ser un panorama bello y festivo para convertirse, día a día, impenitente, en un medio hostil para el desarrollo de cualquier trabajo. Ahí, sacudido por el traqueteo del tren, vapuleado por la meteorología, después de horas y horas de viaje, y sin fonda donde entrar en calor, el bendito bocadillo de chorizo, frío y monótono, había dejado de ser una bendición.
En ese marco duro, inclemente, reiterativo y en ocasiones realmente gélido nació la puchera (conocida en Euskadi como putxera), la olla ferroviaria con la que saciaron su apetito y aplacaron el frío los trabajadores del ferrocarril de La Robla. Fue precisamente en dicha línea, de ahí su nombre, donde nació la olla ferroviaria, un ingenio culinario, fruto del I+D de la época (no es necesario sumar 3 Soles Repsol para conceder protagonismo a la imaginación).
Esta olla, o putxera, permitió comer caliente, sin gastar demasiado y muchas veces sin apearse de la propia locomotora, a los héroes que transportaban el carbón de las cuencas mineras leonesas y palentina para la siderurgia vizcaína, con los Altos Hornos de Barakaldo a la cabeza.
El primer prototipo fue obra de maquinistas y fogoneros, quienes lograron conectar un tubo desde el serpentín de la locomotora hasta el recipiente correspondiente. Esta pequeña pieza servía para calentar o preparar sabrosos cocidos aprovechando el calor que procuraba el vapor de la máquina. El invento tuvo tal relevancia que las ollas se empezaron a fabricar con el espiche incorporado.
Pero la flamante tecnología no contentaba a todos, no resultaba útil para los guardafrenos relegados al último vagón, y fueron ellos quienes perfeccionaron la puchera. Su diseño portátil utilizaba el propio carbón que transportaban y era prácticamente idéntico al de fabricación artesanal que se comercializa en la actualidad.
Corría el año 1915, aproximadamente, y se dice que fue concretamente Esteban García Martínez, jefe del taller de hojalatería, la persona encargada de desarrollar el nuevo ingenio. Consistía en un puchero de barro cocido (o porcelana), con su tapa, abrazado por un collarín con asas y encastrado, suspendido en otro cilindro o virola metálica, mismamente de acero inoxidable o galvanizado. A esta segunda pieza, más ancha y profunda, se le practica en la parte inferior una ventana que permita la introducción del combustible y haga las veces de tiro principal.
También se realizan perforaciones en la parte superior, a modo de salida de humos, se acoplan patas para dar estabilidad al conjunto, y un asa que permita su fácil transporte. El fondo cónico cuenta con más agujeros que facilitan el tiro y la evacuación de ceniza, y al ser el cilindro exterior más ancho, se consigue que el aire caliente de la combustión contacte tanto con el fondo como con todo el contorno de la cazuela interior. En consecuencia, la cocción es más uniforme sean cuales sean los ingredientes que contenga.
En la zona de León cocinan alubia blanca con tocino, mientras que en Palencia es habitual el garbanzo. Asimismo, en Cantabria es tradición preparar patatas con carne de ternera, y en Bizkaia y poblaciones burgalesas limítrofes se preparan con mimo alubias rojas (judías, babarrunak, indabak, es lo que no faltaba en los caseríos vascos durante todo el año) guarnecidas con sus sacramentos, principalmente costilla, chorizo, tocino y morcilla.
El añorado tren hullero, que con 335 kilómetros de recorrido llegó a ser la línea de vía estrecha más larga de Europa occidental, atravesaba desde agosto de 1894 cinco provincias (Bizkaia, Burgos, Cantabria, Palencia y León), y el variado contenido de las pucheras es reflejo de la riqueza de sus despensas y recetarios populares.
Aunque el origen de la olla esté vinculado a la cocina tradicional y a tiempos pasados, aunque las minas de carbón hayan incluso cesado su actividad en España, no resulta nuestra protagonista una antigualla abandonada en el cajón de los recuerdos ni de una mera pieza de museo. De ser así no se contarían en la península cientos y cientos de aficionados que conservan, miman, personalizan y, muy importante, utilizan la puchera. Ni existirían más de 300 (¡trescientos!) concursos que celebran su existencia y donde el combustible más utilizado es carbón vegetal (aunque muchos usuarios prenden leña de encina, olivo, roble, naranjo, haya o fresno).
Lejos del folclor, Diego Galán, por ejemplo, preparaba en olla ferroviaria las alubias de Tolosa que servía el ya cerrado restaurante madrileño 'Dabbo'. Y este mismo artefacto sirvió recientemente para elaborar un suculento estofado de carne en un capítulo de Torres en la cocina, el programa de los patrones de 'Cocina Hermanos Torres' (3 Soles Repsol) en Barcelona.
"Hoy en día es un artilugio técnico muy valorado, un instrumento asociado al slow food y a la gastronomía de cuchara que te devuelve a los cocidos de la abuela", rememoró Ander Rivero, directivo de la Cofradía de la Putxera - Olla Ferroviaria de Balmaseda a su paso por la última edición de Málaga Gastronomy Festival. Según él, se trata de un imán que aglutina interés en campos tan diversos como son gastronomía, tradición, agricultura, hostelería, turismo, ocio, historia ferroviaria e industria.
Precisamente Balmaseda es un punto neurálgico de la putxera, de su nacimiento, su desarrollo y su supervivencia. La localidad vizcaína fue originalmente destino del ferrocarril de La Robla, hasta que su última parada se trasladó a Bilbao. En ella se instalaron (y permanecen) talleres de la línea donde se fabricaban más ollas para txokos (sociedades gastronómicas) y domicilios de amigos y familiares.
Es tal el arraigo de la localidad a la putxera que un monumento de tres metros de altura se erige junto al frontón municipal, a pocos metros del Puente Viejo o Puente de La Muza, construcción medieval vinculada a la ruta de la lana entre Castilla y León y la cornisa cantábrica.
También en la capital de Las Encartaciones se celebra desde 1971 el concurso más importante de cuantos existen, atendiendo a su antigüedad, a la cantidad de premios que reparte y al gran número de participantes que congrega cada 23 de octubre.
Cada día de San Severino se llenan las calles con el borboteo, el aroma y el gusto de las alubias rojas. Hasta 208 cazuelas tuvo que valorar el jurado en la 48ª edición, en noviembre de 2018. A nadie extrañará, por tanto, que allí se constituyera en 2017 una cofradía nacida para "proteger, definir y divulgar un patrimonio importante que, curiosamente, no es exclusivo de esta zona".
"Pucheras u ollas ferroviarias, con diferentes nombres, se encuentran en museos ferroviarios de Valencia, Portugal, Francia, Alemania…", enumera Jokin Salaberri, otro directivo balmasedano. "Es un instrumento unido al mundo del ferrocarril, pero con el paso del tiempo y la introducción de nuevas tecnologías en el mundo de la cocina se ha perdido en todos los demás sitios", explica Salaberri. Él mismo recuerda igualmente que los cientos de concursos convocados cada año no se ciñen exclusivamente al recorrido del tren hullero, también se celebran en provincias ajenas al mismo, como Álava, La Rioja y Navarra.
En Balmaseda, no obstante, no hace falta esperar a San Severino para degustar una buena putxera de alubias, pues muchísimos vecinos poseen una olla y José Ángel Sarachaga comanda 'Pintxo i Blanco', un bar restaurante que la prepara a diario de la misma manera. En el puchero se incorpora de inicio la legumbre, el agua, la costilla, la panceta y la verdura (pimiento rojo, pimiento verde, puerro, zanahoria y cebolla) muy picada y sin sofreír. Cuando esté la brasa prendida se coloca la cazuela y se tapa.
A mitad de faena se incorporan los chorizos, previamente cocidos aparte para eliminar grasa; y en el momento del reposo, cuando ya está terminada, se suma la morcilla, que se cocina con el propio calor residual. ¿Un truco? Mover mucho las alubias, sin romperlas. Una clave: fuego lento y poca brasa.
"Lo que conseguimos con el 'efecto puchera' es la lentitud de antaño. Primero damos un fuerte hervor para que arranque, y luego dejamos que se hagan despacito, despacito", cuenta Sarachaga, reconociendo que su proceso dura un mínimo de cinco horas desde que se empieza con el carbón hasta que termina el reposo. "Todo depende de que la alubia sea un poquito más o menos fresca", señala. La paciencia es ingrediente fundamental de una herramienta que demanda mimo, y cuyo resultado remite a los cocidos que nuestras abuelas preparaban en cocinas de hierro fundido, las llamadas "económicas".
En este caso el componente emocional convive como aliciente con el puramente racional, que atribuye a la cocción lenta virtudes organolépticas y digestivas. "Todas las legumbres contienen oligosacáridos que no se transforman en el estómago ni en el intestino delgado, solo lo hacen en el grueso, por eso hacen efecto los gases. La única forma de que no afecten es cocinándolas durante mucho tiempo a temperatura no muy alta, despacito, durante bastante tiempo", explica el cocinero balmasedano.
Sarachaga sostiene que "las alubias hechas así siempre salen más suaves". Pero, lo dicho, el recetario es amplio y variopinto: en olla ferroviaria se puede cocinar desde patatas con congrio a arroz con leche, sin pasar por alto garbanzos con bacalao, cocido lebaniego ni alubia blanca con almejas. Todo a fuego lento y con emoción garantizada. ¿Subes al tren?
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