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La estela del bailongo caminar del cerdo bajo las encinas, sus sabrosas hechuras que algún día colgarán de los techos de las cocinas, sus orejas largas y caídas, su poco pelo y mucha negritud dibujan una de las estampas más características de Extremadura, del oeste de Andalucía, de Salamanca y del vecino Alentejo portugués.
Nos toca estos días fijar la mirada en Puebla de Sancho Pérez, un pequeño pueblo del sur de Badajoz, donde la tradición de la matanza casera se mantiene viva gracias a las muchas familias que todavía la hacen anualmente. No solo porque el cerdo ibérico ha sido el principal componente de la dieta alimenticia de la zona durante siglos (ahora, obviamente, sigue siendo importante, pero no principal), sino por el arraigo que esas costumbres siguen teniendo en toda la comarca de Barros, también conocida por sus ricos vinos y por ser parada obligada de la Ruta de la Plata.
Hacer una matanza casera no es solo proveer de ricas viandas la despensa familiar para buena parte del año, es también el momento en el que toda la familia y amigos se reúnen para pasar un día o un fin de semana de duro trabajo y celebración.
No hablamos de la típica matanza pública que organizan muchos ayuntamientos de media España como agasajo y festejo anual, nos referimos a ese encuentro casero, tan esperado desde el otoño que en el caso de Extremadura convoca anualmente a familias y en el que, según los datos de la Junta, sacrifican en torno a 10.000 cerdos. Son cifras que, año tras año, van cayendo por los cambios de hábitos alimenticios y por la lenta, pero progresiva, pérdida de una costumbre que desde siempre han sustentado los mayores.
Pero no nos alarmemos. Hay jóvenes y no tan jóvenes que han heredado y aprendido casi al pie de la letra los trabajos y quehaceres de esa matanza, sin colorantes ni conservantes, que tanto gusta, semanas y meses, después sobre la mesa.
Nos colamos en una de esas familias, la de Gabino (75) y Antonia (73), que lleva décadas no faltando a la cita anual. Familia y amigos saben que con la llegada de los primeros fríos, el torreznero, el primer guarro de la temporada, pasa por la mesa del matarife. Después vendrá, como en el caso de familias numerosas como la que nos ocupa, de ancestral dedicación agrícola y ganadera, una segunda matanza, ya más adelante, que será la que llenará la despensa, porque la primera, cogida tan a deseo, servirá para pasar los primeros compases invernales y las Navidades. Poco más.
A las siete de la mañana de cualquier día de diciembre, enero o febrero toca a rebato. Todos a la granja, en la que el padre de la familia lleva ya más de una hora encendiendo la candela y colocando los cubos metálicos de agua sobre el anafe bajo la chimenea de barro. Gabino hace años que traspasó el testigo de matarife a uno de sus hijos, que es el que ahora se encarga del aturdimiento previo y desangrado posterior del gorrino.
Café y en algunos casos aguardiente, y manos a la obra. Certificada la muerte, se procede al chamuscado; antiguamente se hacía con aulagas (también llamadas aliagas) de las sierras y ahora con soplete de gas.
En el despiece del cerdo, padre e hijo dirigen y se encargan de trocear para que el resto de familiares se repartan las tareas. Cambian los tiempos y, poco a poco, los hombres van haciendo labores antiguamente copadas por las mujeres –limpieza de las tripas del cerdo para embutir chorizos y morcones, preparación de tapas y comidas, limpiezas varias...– y viceversa, las chicas despiezan, muelen la carne... Todos hacen de todo.
El gorrino ha sido engordado en medio del campo, libre, en este caso sin bellotas, alimentado con los cereales que se producen en las propias tierras de la familia. Las chacinas, embutidos y todos los productos que se saquen de este guarro serán de cebo, por alimentarse al cien por cien de piensos. De haber tenido montanera y piensos, sería un recebo, mientras que los productos de bellota provienen de aquellos guarros que solo han comido bellotas en todo el proceso de engorde.
El ibérico es un cerdo que no acaba rojizo y gordinflón como el blanco. Es feo, alargado y prieto, muy alejado de esa imagen bucólica y graciosa que han inmortalizado los dibujos animados. Sus carnes son veteadas, infiltradas por esa grasa que la bellota eleva a su máxima expresión, y que hacen del ibérico un producto tan deseado. Es, si se permite, lo que la carne de kobe a la gastronomía japonesa. Jugosidad y sabor que hacen temblar las papilas gustativas y que dejan ese inconfundible regusto en las bases del paladar.
Padre e hijo despiezan el gorrino. Las dos patas traseras se reservan para hacer jamones, bien recortadas, para ser sangradas en los siguientes días con las propias manos del matarife. De ahí serán enterradas en sal por un periodo de entre 10 y 21 días, depende del peso del jamón y de la mano que tenga el matarife para sacar ese punto perfecto, ni soso ni salado.
El resto del cerdo queda en manos de los miembros de la familia, que van troceando las piezas y separando los magros de las grasas. Se habilitan tres artesas, una para los salchichones, otra para los chorizos y la tercera, más pequeña, para las morcillas.
Sobre las 10.00 o 10.30 de la mañana llega uno de los mejores momentos de la jornada, las migas ya están listas por el tío Luciano. 'Cucharada y paso atrás' es el lema cuando se coloca el caldero lleno de migas en el medio de una mesa central en la que entran y salen, cuchara en mano, entre 10 y 15 familiares. Café para unos, vino (el de pitarra, artesanal, que prepara el padre con sus cepas macabeo) y cerveza para otros, aceitunas aliñadas de los olivos de la familia, ajos fritos...
Como pasa con el gazpacho, las migas cada uno las prepara a su estilo. Por estos lares no se aderezan con torreznos, pimientos o chorizos. Se opta por pan, agua, ajo y aceite de oliva virgen, bien sueltitas, conservando un sabor muy auténtico, quizá algo más espartano por sencillo, pero de gran jugosidad. Una delicia que mete energía al cuerpo para aguantar el frío y el trabajo intenso.
Vuelta al tajo. Los maestros del despiece se encargan de extraer con tino y cuchillos bien afilados los deseados y escondidos secretos, lagarto, pluma, esos cortes olvidados, o quizá antes no conocidos, que tan de moda se han puesto en los últimos años.
Los tocinos se apartan para ser troceados y derretidos al fuego, para que la manteca sirva después de base para la repostería de la zona (perrunillas, aceitados...) y para la pringue colorada (también llamada cachuela, manteca colorada, caldillo...).
Los huesos, una vez despiezados de la carne, se trocean y sazonan. Los intestinos del cerdo –ambién llamados mondongos– ahora se tiran (quizá se salve el grueso para embutir los ricos morcones), pero durante décadas se limpiaban, trabajo que antiguamente estaba reservado para las mujeres mayores, y desinfectaban con limón y vinagres para posteriormente servir de tripa para los embutidos.
Ahora esa tripa es de vaca. En la zona más magra, esa de la que luego saldrá el top ten del ibérico, sus embutidos, se revisa en las artesas que al salchichón solo haya llegado el tocino justo para darle su jugosidad sin hacerlo graso. El chorizo es magro también, pero con más piezas grasas y la morcilla lo aguanta todo, quizá por eso salga luego tan rica.
Llega el momento de picar la carne por separado para los tres embutidos estrella. Antes se hacía con máquina de rueda a fuerza de brazos, ahora las picadoras eléctricas facilitan el trabajo.
Sin cerdo y sin frío invernal no se puede hacer matanza, pero sin pimentón de la Vera (provincia de Cáceres) tampoco. Es la base de la mayoría de los aderezos. Solo el salchichón se libra del 'oro rojo' que todo lo impregna con su sabor tan característico. Llega el momento del aliño: salchichonada para lo que ya se imaginan; pimentón De la Vera, ajo picado y vino blanco para el chorizo y lo mismo menos vino y más sangre para la morcilla, que en esta zona se hace solo con cerdo –no lleva ni arroz ni patata ni cebolla...–.
Ya van varias horas de trabajo y toca dejar reposar los productos aliñados en las artesas, mientras vino, cervezas, asados varios, conversaciones, risas y algún que otro fandango se cuelan en el ambiente. Todos felices porque, como siempre, el análisis veterinario ha salido perfecto.
Los ayuntamientos de la zona se encargan de facilitar que cada fin de semana, todos los pueblos tengan su veterinario para analizar cada cerdo que se sacrifica, que queda oficialmente registrado por los municipios. Los análisis se realizan a pequeños trozos de lengua, carrillera y esófago. En estas zonas, el respaldo institucional de los ayuntamientos permite que las matanzas se puedan hacer de forma legal y bajo controles sanitarios.
Llega la hora de la comida (por mucho que se trabaje, en una matanza siempre se engorda porque se está comiendo a todas horas) y después el momento final: el proceso de embutido y atado de los salchichones, los chorizos y las morcillas. Lomos y solomillos quedan en reposo para ser preparados uno o dos días después de la matanza.
Es la recompensa de todo el día trabajando. Salen los embutidos en forma circular de la mesa de trabajo y acaban colgados, guizque en mano, en los techos de la cocina. ¡Qué estampa más bonita! un techo tomado por los perfectos colgaeros rojizos y oscuros de los tres productos ya embutidos. Ahí reposarán en las próximas semanas, sin conservantes ni colorantes, asentándose y secándose al calor de la chimenea y sus humos, y al frío de las heladas invernales.
Terminada la tarea, toca lavar artesas, máquinas, baldes, barreños, picas y tijeras. Llega el momento del café, los dulces, los aguardientes, las risas ahora más relajadas, los cantes, la amistad, la familia, el amor tranquilo y rural sobre los productos de la tierra, el olor a humo y a encina, el atardecer, el grito del gallo, el frío de la noche. Sin artificios, sin filtros, insistimos, una vida sin conservantes ni colorantes.
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