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El cielo está algo nublado, hace frío y el viento sopla fuerte en Sigüenza. A Pinto no le importa, está entusiasmado por salir al campo y hacer lo que más le gusta: buscar trufas negras (tuber Melanosporum). Este golden negro con cruce de labrador viene de cuatro generaciones de perros truferos y lleva oliendo este hongo desde que nació. Literalmente. José Luis Hornero, su dueño, es trufero desde hace 30 años y cuando Pinto era un cachorro de pocos días, frotaba las tetillas de la madre con trufa justo antes de que fuera a mamar. Desde entonces, su adiestramiento ha girado en torno a este hongo tan apreciado en los fogones de la alta cocina. Con tan sólo dos años, el olfato de Pinto es infalible, es capaz de encontrar este tipo de hongos a medio metro bajo tierra, con viento, agua o nieve.
Son las 11 de la mañana y José Luis pone en marcha su coche camino a la zona alta del monte con la esperanza de encontrar alguna trufa silvestre. “En las tres décadas que llevo recogiendo trufas no he visto un año tan malo como éste", lamenta. La escasez de lluvias en la pasada primavera y la falta de tormentas en verano es la razón de que este año haya recogido apenas dos kilos desde que comenzó la temporada, en diciembre.
“Otros años hemos encontrado entre 25 y 30 kilos”, asegura. La escasez de la trufa negra hace que su precio en el mercado se dispare más que nunca. “Si lo normal era pagar una media de 400 euros el kilo, este año supera fácilmente los 700-800 euros”. Un precio que va cambiando por semana. José Luis reconoce que este negocio no le da para vivir, es más bien un extra que complementa con su negocio de construcción.
El seguntino sube al monte cada fin de semana, a un terreno de unas 20 hectáreas donde hasta el 19 de marzo -fin de temporada- podrá seguir recogiendo estos valiosos hongos que ya utilizaban romanos y egipcios en su cocina por sus virtudes afrodisiacas. En esta ocasión no va sólo, junto a él y su fiel amigo le acompañan varios cocineros deseosos de encontrar unos gramos de trufa que después puedan incorporar en alguno de sus platos. Diego Rodríguez (El Bohío, 2 Soles Repsol, Illescas), Óscar Velasco (Santceloni, 3 Soles Repsol, Madrid), Manuel Domínguez (Lúa, 2 Soles Repsol, Madrid) son algunos de los chefs que no han querido perderse esta jornada gastronómica organizada por Enrique y Eduardo Pérez (El Doncel, 2 Soles Repsol, Sigüenza).
José Luis para el motor de su jeep junto a una encina para enseñarnos “los calvos” -también conocidos como la "quemada"- que nos da la pista de que estamos ante un trufero. “Parece como si hubiera caído un meteorito aquí”, bromea. Un círculo casi perfecto rodea una pequeña encina cuyas raíces alimentan las trufas que crecen bajo tierra. El color marrón del terreno calizo y la falta de vegetación en torno a esta circunferencia es una señal evidente de que aquí hay -o ha habido- trufas. Junto al trufero está Loreto Palafox, de TrufaZero, una envasadora que presume de ser la única de Guadalajara con registro sanitario. Para ella, la quemada es todo "un signo de pureza", una prueba de que el árbol -normalmente encina o alcornoque- está sano y sus raíces crecen y se fortalecen. "Las trufas están cogiendo todo el alimento de lo que les rodea", explica esta vecina de Cifuentes, quién nos desvela que en España existen más de 200 variedades de trufa.
Las dos trufas silvestres que podemos encontrar en esta zona de Guadalajara son principalmente dos: la trufa negra de invierno (tuber Melanosporum) y la trufa blanca de verano (tuber Aestivium) -que nada tiene que ver con la italiana-. "La tuber Melanosporum es la más apreciada, la que tiene mayor calidad de todas, más sabor y más aroma", explica Loreto. Todo ello se ve reflejado en el precio: la trufa negra cuesta cuatro veces más que la blanca.
"Para diferenciarlas hay que fijarse en su gleba o masa interior. Cuando la partes, la negra es más oscura y tiene unas vetas blancas, mientras la trufa blanca tiene un color más marrón, mas café con leche", aclara la experta. Además de la diferencia de calidad, la blanca es más abundante en el campo y su temporada se centra sobre todo en los meses de verano. "El peligro que tiene la trufa blanca es que coloniza a la negra. Si sus esporas caen cerca de la trufa negra, acaban con ella", concluye.
Pinto no puede esperar más. Salta desde el coche lleno de polvo y empieza a corretear por el monte. Apenas pasan unos minutos cuando el perro sale disparado hacia un trufero como si algo le atrajera sin remedio. “Aquí hay algo”, grita José Luis. El can le indica el lugar, no para de dar vueltas en torno al mismo punto, ladra, salta y empieza a escarbar con sus dos patas delanteras como si le fuera la vida en ello. José Luis se acuclilla para retirar la tierra con su pisapatón, el nombre que le da a su machete trufero, una herramienta artesana de mango de roble hecha por su suegro, de quién aprendió toda la profesión. "El padre de mi mujer comenzó a recoger trufas en su pueblo, Cortes de Tajuña, cuando tenía 14 años y no paró hasta que murió, con más de 80 años”, recuerda con nostalgia. Y añade: “es muy importante no utilizar hazadas cuando se extrae la trufa y volver a cubrir el agujero con tierra. Si se dañan las raíces, no volverán a crecer más trufas en esa zona”.
El seguntino coge un poco de tierra con su pisapatón y la huele. Su cara se ilumina, el aroma penetrante de la trufa no engaña. Ahora toca remover más el terreno. El hongo puede encontrarse a 20 o 30 centímetros de profundidad, pero también a medio metro bajo el suelo. En un despiste del trufero, Pinto coge con habilidad entre sus dientes la pequeña joya negra. A pesar de su euforia, no se la come, se la entrega a su dueño quien saca de su zurrón un trozo de salchichón como merecido premio. “Si hubiera sido un jabalí -otro animal utilizado tradicionalmente para buscar trufas- seguramente se la hubiera comido”, cuenta mientras limpia el hongo con los dedos y se lo entrega a los expectantes cocineros, testigos del hallazgo del tesoro.
“Cuando los perros no encuentran trufas, se deprimen mucho", cuenta el trufero. No lo dice sólo por Pinto, sino también por su otra perra, Cristina, de raza Bretón, ahora en época de celo. “Cristina –que es más cabezona y rebelde que Pinto- nació en Mora de Ruebiela (Teruel), una zona con mucha tradición trufera. Ella detecta dónde hay trufas simplemente olisqueando el aire, Pinto es más de oler la tierra”, explica orgulloso, como si estuviera hablando de sus propios hijos. Y es que la conexión entre un trufero y sus perros es algo muy fuerte y especial: "si un amigo me pide el coche, se lo dejo, pero si me pide alguno de mis perros, lo siento pero no". En el mercado, un perro trufero ya adiestrado puede costar entre los 2.500 y 3.000 euros.
La trufa vuelve al zurrón de José Luis mientras Pinto sigue olisqueando la tierra. “Me encanta comerme las trufas recién cogidas, como hacían antes los pastores, quienes las pinchaban con un palo y las calentaban en la hoguera”, cuenta. “Ya en casa, las utilizo para aromatizar unos huevos o las conservo en coñac para después cocinar o tomarme un chupito".
Los cocineros allí presentes coinciden con el seguntino en que que la mejor forma de comer trufa negra es en crudo. Algunos –como Diego Rodríguez o Manuel Domínguez- disfrutan rallándola sobre un huevo frito con patatas, mientras otros –como Óscar Velasco o Enrique Pérez- prefieren echarla sobre una rebanada de pan caliente de pueblo, un chorro de buen aceite y unas escamas de sal. Con todo, algunos se atreven a incluirlas en recetas dulces, como el huevo de chocolate blanco con espuma de trufa, cítricos y peta zetas dorados de El Doncel; o el brownie de chocolate con helado de almendra, sopa de vainilla y trufa rallada que preparan en Lúa. "Es todo un éxito en nuestra carta", reconoce Manuel, al tiempo que gira la cabeza al grito del trufero ¡otra, aquí hay otra!
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