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Impresiona ver miles de langostas bajo tierra, en un vivero subterráneo construido en el Cantábrico como unas entrañas de piedra adosadas al mar. Miles de crustáceos repartidos en piscinas, con las antenas asomando sobre el agua, desplazándose sobre lechos de conchas de mejillón, reptando por paredes y amagando de vez en cuando alguna pelea entre ellas.
Cuenta Carolyn Steel en su fantástico ensayo Ciudades hambrientas que el marisco es ya el único animal que matamos en las casas y los restaurantes para cocinarlo. Y del marisco, la langosta es reina indiscutible, por tamaño, exquisitez y por su significado social. No admite siquiera rey porque ninguna otra especie tiene asociada semejante imagen de lujo absoluto, de opulencia. Langosta, champán y puro: cuántas viñetas cómicas del siglo pasado representaban así a los potentados.
Tampoco verás muchos sitios en Europa como el vivero de langostas del hotel restaurante 'Astuy', situado en la localidad cántabra de Isla: pegado a la playa, en una de las zonas costeras más turísticas de esta hermosa comunidad autónoma y con una cantidad prodigiosa de langostas en sus catacumbas marinas. Porque la langosta ha de ser pescada, y luego alimentada en las condiciones perfectas. “Es inviable criarlas desde pequeñas”. Las tienes que criar una vez capturadas.
El vivero, además, cuenta una historia familiar: cuatro generaciones dedicadas a la langosta, cuyo último representante, Emérito Astuy, divertido y amable, nos sirve de guía entre las piscinas donde se acumulan ahora unos 3.500 kilos de este crustáceo naranja y poderoso, que se agita con una furia asombrosa cuando lo sacan del agua. Emérito calcula su despensa por kilos, no por ejemplares: desde los 350 gramos de las langostas pequeñas, a los tres kilos de las grandes. “Aunque las he llegado a tener de siete kilos”, relata. Cuesta imaginar el tamaño jurásico de un bicho de semejante peso. Y también la cazuela necesaria para cocerlo entero.
La historia de los Astuy comienza con el bisabuelo de Emérito, que construyó un primer vivero en otro emplazamiento de Isla, ahora transformado en piscina natural. El actual lo inició su abuelo, casi a cielo abierto, y cuenta cerca de un siglo año alojando animales que nutren comidas y cenas memorables. Su padre amplió la estructura y la cubrió entera, y posteriormente añadieron el túnel que hoy lo conecta con el restaurante: “El secreto está en reproducir las mismas condiciones naturales de afuera. El agua ni está filtrada, ni calentada ni lleva ningún producto químico. Es agua de mar que entra y sale constantemente. La compuerta solo se cierra cuando la mar está muy revuelta”. Es una pena que las fotos no puedan transmitir el aroma, la sensación de humedad, el sonido de las cascadas y la extraña belleza de contemplar a miles de langostas moviéndose al ralentí, con una cadencia hipnótica.
Como en cualquier alimento, el secreto lógicamente está en conseguir la mejor calidad. Si acumulas marisco mediocre, venderás un producto triste. La temporada de pesca de la langosta abarca del 15 de julio al 15 de septiembre. En el 'Astuy' trabajan con seis barcos de Santoña, uno de Laredo, otro de Castro, dos de Bermeo, uno de San Vicente de la Barquera… Con diversos proveedores, artesanos y veteranos, que operan en un tramo de costa privilegiado para este marisco y que a su vez atesoran su propia sabiduría. Uno de los barcos de Santoña lleva tres generaciones transmitiéndose entre sus patrones la especialización en este arte: “La ciencia es saber dónde están. Muchas veces los barcos se despistan entre ellos para no darse pistas”, cuenta Emérito.
Las langostas comen de todo, porque son carroñeras, y también caníbales. Para crecer, han de mudar el caparazón una vez al año. “Nos tiramos todo el invierno quitando caparazones”. Además, el público no acepta una langosta recién mudada, aunque sabe igual. En el 'Astuy' separan a las más pequeñas y alimentan a todas con mejillones —200 kilos a la semana—, que benefician además el fortalecimiento de su propio caparazón. Si come marisco, la carne de la langosta sabrá a marisco.
Pero si la dejas sola, la langosta se zampa lo primero que pilla. El abuelo de Emérito decía que, si les echabas una chuleta de ternera, se la comían encantadas. A un amigo se le cayó la txapela en el vivero y al día siguiente la encontraron llena de agujeros: “Hasta las colillas del tabaco se tragan”, bromea nuestro anfitrión, riendo a dos carrillos.
El crecimiento del animal es muy lento, no más de cien gramos al año, como máximo. Lo cual significa que una langosta de dos kilos tiene entre 20 y 25 años de edad. Otra muestra del respeto regio que produce cocinar a este animal de fondos rocosos. Miramos mucho el año de los corderos, los meses de maduración de las vacas, pero sabemos muy poco de la longevidad de los tesoros marinos que metemos en el horno, en agua o en la parrilla.
También desconocemos que este animal disfruta de su imagen mundial de lujo gracias al olfato comercial de los estadounidenses, pues durante mucho tiempo, el marisco fue despreciado en muchos sitios como simple condumio para las bestias. Un empresario de Maine decidió en 1841 enlatar langostas y, para concederles el prestigio gastronómico del que carecían, empezó a servirlo en los trenes donde viajaban turistas adinerados con las liturgias de un manjar, es decir, con champán, salsas y mucho postureo. Desde el ferrocarril, la langosta viajó hasta los restaurantes, ya coronada como una delicia internacional. Algo que por aquí ya conocíamos en muchos lados.
La langosta acumula una larga tradición culinaria en España, con abundantes recetas siempre asociadas a celebraciones festivas, caso de la caldereta tradicional de Menorca. El ‘Astuy’ lleva 14 años organizando unas jornadas anuales donde introducen nuevas propuestas para degustarla. Han llegado a superar los 3.000 menús en solo unas jornadas. En las de 2021 gastaron unos 200 kilos, calcula Emérito, mientras posa con una hembra de 2,5 kilos cuyos ojos enanos resultan amenazadores si los miras demasiado de cerca. Y eso, sin tener pinzas, como su primo el bogavante, de los cuales también puedes encontrar buenas muestras en el vivero de Isla, con ese azul del Cantábrico que anuncia un sabor memorable.
El precio de la langosta en el 'Astuy' lleva sin variar unos años: 89 euros el kilo. De los más baratos de España, ya que pueden competir por volumen. Cada vez más gente la pide viva, pues aguanta en la nevera dos o tres días. Pero sobre todo se demanda cocida. Y esta es la forma perfecta de cocinarla, según nos muestran paso a paso
En primer lugar, hay que llenar una olla al fuego de agua de mar, donde quepa entero el animal. Si no tienes acceso a agua marina, la proporción de sal es de 60 gramos por litro. Para cocerla hay que calcular 10-12 minutos por cada medio kilo. Esperamos a que finalice la cocción una media hora -la langosta de las imágenes pesaba 1,6 kilos-, tras lo cual se introducimos la langosta durante otros diez minutos en un caldero con agua y hielo, para que la carne quede tersa y se pueda extraer y filetear mejor. Una vez templada, extraemos la cabeza y la reservamos.
Luego hay que coger la cola y, con unas tijeras, ir quitando por la parte inferior el caparazón, siguiendo el contorno, con cuidado. Con calma de orfebre, extraer entonces el lomo, para que salga entero. Ahora toca trazar una línea en la parte superior para sacarle la tripa, como se haría con un langostino, solo que inmenso. Y en ese momento, ya se puede filetear, con mimo, en rodajas de unos dos o tres centímetros.
En el ‘Astuy’ rearman la cabeza y el caparazón sobre una bandeja cubierta de ensalada y naranja (que acompaña estupendamente el sabor), y sobre ese exoesqueleto colocan las rodajas del lomo, que acompañan de dos salsas sencillas: mayonesa y vinagreta. Una vez despachado el cuerpo por los comensales, la cabeza vuelva a la cocina, se abre por la mitad y se cocina a la plancha junto a las patas, para salir en otra bandeja que hace del segundo plato el disfrute definitivo: el de chuparse los dedos.
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