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Ion Sarriegi se levanta todos los días a las 4.30 de la mañana. Mientras Donostia duerme, él conduce su vehículo hasta la Lonja de Pasajes con un solo objetivo: comprar pescado fresco. El mejor, si puede ser. "Es un trabajo duro, pero bonito. Llegas, miras el producto que ha entrado, primero de la cofradía, que son los barcos pequeños del día; luego las 'vacas', buques más grandes que salen siete días a la mar y tienen pescado bueno y no tan bueno", cuenta Ion.
Luego se lleva la materia prima a su puesto en el Mercado de La Bretxa y comienza la jornada. Este espacio es su paisaje diario, donde él se encuentra feliz. Ion estudió empresariales, trabajó en un banco, sin embargo, el oficio y la herencia familiar acabó tirando más. Aborda su profesión como muchos de los que batallan en este fortín del buen producto. Un trocito de la historia de esta ciudad que se resiste a desaparecer y que pocos visitantes conocen.
Y esto ocurre porque los focos se los llevan, casi siempre, las barras de pintxos de la parte vieja. "Lo que hay aquí no lo ves en ningún lado. Aquí los guiris no suelen venir y el 98 % es gente de Donosti", cuenta Sarriegi. "En la época de mi padre no había pescaderías en los barrios, todo el mundo venía aquí, pero también había descontrol y te dejaban pufos muy grandes. Restaurantes que celebraban bodas y no te pagaban… Ahora eso ya no pasa. Yo prefiero trabajar con clientes que con restaurantes, menos con Arzak, que nos pide todos los días y además paga bien".
'Sarriegi' regenta una de las 12 pescaderías que habitan este lugar. Su gran mostrador, revestido de blanco hielo, es un reducto del océano con especies locales que yacen en escorzo: un bonito, unas gambas, un enorme centollo, lubinas, almejas… En este pasillo, casi un paseo marítimo, uno puede caer en un síndrome de Stendhal transitorio, pues no solo se exhiben piezas de palpable frescura, sino que además se hace con buen gusto.
El Mercado de La Bretxa ha cambiado mucho, aunque su esencia sigue intacta. Hay que tener en cuenta que abrió los ojos en 1870 y debe su nombre a que las tropas del Duque de Berwick, que asaltaron la ciudad en el siglo XVIII, abrieron dos brechas en la muralla de Donostia. El proyecto, diseñado por Antonio Cortázar, sufrió remodelaciones a lo largo del tiempo. De esos días quedan los dos edificios principales, uno de ellos era exclusivo para las pescaderías.
Hoy, el alma del mercado está dividida y su corazón bajo tierra. En la superficie, en un lateral de la calle de San Juan, se ubican los puestos de las caseras o baserritarras, que traen productos de caseríos cercanos. Y en la planta baja, justo debajo del llamado 'tupper', está el meollo: los puestos de carne, pescado, fruterías, charcuterías, delicatessen y demás. Aquí es donde vienen los donostiarras a comprar cuando quieren algo bueno, comentan los tenderos.
Defienden una forma de consumir y de trabajar tradicional que hoy parece cosa de románticos. "Yo llevo 37 años currando como carnicero. Mi padre me enseñó el oficio", comenta Íñigo Etxezarreta, carnicero de tercera generación. "La filosofía fue y es comprar buen género en los caseríos de la zona. Esto es algo que cada vez se hace menos porque muchos están dejando de producir pues no tienen relevo generacional. Del ganado cuida gente mayor".
Su padre, Juan Etxezarreta, comenzó con el negocio en 1955. Arrancó con una carnicería en la calle Matías y a los seis meses llegó a un acuerdo para intercambiar los puestos con el padre de Martín Berasategui, también carnicero, quien regentaba un mostrador en el Mercado de La Bretxa. Y ahí sigue. 'Etxezarreta Anaiak' (Los hermanos Etxezarreta) ocupa una plaza en el centro de este espacio, junto a las escaleras mecánicas que conectan con la superficie.
Trabajan ternera, cerdo, cordero, oveja (que es muy raro encontrar)… "y también seguimos vendiendo la vaca entera y creo que somos de los pocos que lo hacemos. Se deshuesa y se corta aquí. El 98 % de las carnicerías, si venden vaca, es la chuleta", revela Íñigo. Y por supuesto, producto local. El cerdo, de Navarra, el cordero, de Vizcaya. "Apoyamos la economía de esta tierra. Terneras que ayer estaban pastando a 50 kilómetros de aquí hoy las tienes a la venta".
También elaboran de manera artesanal chistorras, chorizo fresco, hamburguesas de vacuno y salchichas. De su puesto dan ganas de llevarse todo. Además, ofrecen platos precocinados. Croquetas y fritos elaborados con de leche de vacas de Igeldo, lasañas, pizzas, ensaladillas e incluso un menú diario (8,25 €) con un primero, un segundo y un postre que cambia todos los días. Por supuesto, tienen clientela de toda la vida.
Porque el trato en un mercado es otro. El factor humano, como el título de la novela de John Carlin, es el quid de la cuestión. La gente que viene a comprar al mercado sabe lo que quiere. Es como una escuela. Los tenderos ejercen de maestros y sus aplicados alumnos con el tiempo aprenden a diferenciar lo bueno de lo malo. "Nuestra clientela controla de pescado. Les gusta la calidad y cómo lo preparamos", explica Ion.
"La gente se fía mucho de ti. Trabajamos mucho por pedido telefónico. Muchos me dicen ¡mándame lo que veas! y yo les envío algo bueno", continúa el pescadero, "pero tampoco les puedo atizar, yo qué sé, unos salmonetes a 30 euros. Es una cuestión de confianza. Hay que jugar con esas cosas y siempre que puedas, pues dar un pescado maravilloso a buen precio".
Al final, tras muchos años de trato, se forjan incluso amistades. En algunos casos, la costumbre de comprar en el mercado pasa de padres a hijos. "Tenemos una clienta que lleva 55 años comprando en nuestra carnicería: Begoña. Y no es la más mayor, pero sí la más antigua. Tú imagínate el vínculo que podemos tener. Sus hijos, todos, vienen a comprar a nuestro puesto", confiesa Íñigo, el carnicero.
Y se nota en el ambiente. Es muy agradable deambular por estos pasillos anchos de baldosas coloridas y recrearse en los productos que se exhiben en repisas atiborradas. Como la de 'Bretxaoliva', un verdadero muro de botellas de aceite de todo tipo sobre una base de cristal donde se ven encurtidos, aceitunas, conservas de alta gama, salazones… Vemos cómo el tendero se asoma por una ventana construida entre los aceites y le da el cambio a una señora.
A unos pasos de aquí aparece un puesto con productos de caserío y, a escasa distancia, otro de pollos de corral, y más allá, unos jamones de bellota, bacalaos níveos de sal, el estímulo es incesante.
Para descansar, la opción es la barra de pintxos elaborados del bar 'Azkena', muy recomendable. También hay un herbolario en una esquina, bien surtido de productos ecológicos. Pertenece a la nutricionista Kristina o la 'yerbas', como le llaman con cariño sus compañeros.
Caminamos y nos acercamos a un puesto de repostería artesana que se cuela en nuestro campo visual con una montaña de dulces. Es el único del mercado. Lo regenta Juani Urkia quien nos engatusa con una pasta de almendras rellena de chocolate. "Así os engancho", suelta entre risas Juani. Pastel vasco, goxua, pantxineta, rosquillas de anís, todo con buena pinta. "Me cuesta una hora y media poner todo esto bonito", dice Urkia que antes era casera, sin embargo, quiso cambiar de oficio y de momento le ha salido bien la jugada.
Las caseras, claro, son la otra pata del mercado, pero en el exterior. Se ubican debajo del techado de la calle San Juan. Aunque estén separadas siguen siendo una de las imágenes más reconocibles de La Bretxa. Aquí sí se acercan los turistas. Es imposible no hacerlo. Solo ver los puestos de hortalizas, quesos de caserío, flores y demás es un regalo para la vista.
María Isabel Arsuaga es una de ellas. Lleva más de 35 años montando su puesto de frutas y verduras. Es una de las 12 caseras que arman su chiringuito cada día al aire libre. Dispone de dos metros cuadrados para colocar pepinos, lechugas, unos tomates inmensos (deliciosos, palabra, para comérselos a mordiscos), cebollas, piparras, calabacines, etc. A su lado tiene el puesto de José Mari, uno de los escasos hombres en este territorio femenino.
Cuenta María Isabel que los chefs ya no vienen tanto, que ahora "piden cosas raras". Sin embargo, ella también sirve de vez en cuando al patriarca de los fogones: Arzak. Coinciden estos profesionales en que hay algo que no pueden sustituir los denominados supermercados, por más que con el lenguaje traten de situarse por encima de estos micromundos. Aquí, en La Bretxa, dicen que las personas todavía se encuentran, se comunican, tocan, huelen y miran los productos, discuten, se convencen y, sobre todo, aprenden a comprar.