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En las ventanas se van apagando las luces, coreografiando el sueño de los 1.500 habitantes del pueblo de Porto do Son. Es entonces cuando en el obrador de la panadería 'Piñeiro' se encienden las bombillas y las amasadoras comienzan su hipnótica rutina. A la una de la madrugada, Ana y su hijo Pablo están de lo más espabilados. "Todo se hace a mano menos el amasado", dice Ana sin dejar de dar forma a barras y bollos de chapata, centeno y millo mientras explica a las 5:30h de la mañana en qué consiste su incesante labor diaria.
En verano ni un solo día de descanso y en invierno se dejan libres los domingos porque, como dicen con humor, "no solo de pan vive el hombre". Pocas panaderías quedan ya en las que las manos y una pala de mango infinito sean herramientas primordiales para hacer un pan pleno de aromas que "aguanta dos días en su punto óptimo porque las masas siguen vivas", asegura Ana.
La receta la conoce de memoria. "Una vez amasada la mezcla de harina de trigo de media fuerza con harina de fuerza, centeno, agua y sal durante 25 minutos –en los cinco últimos se añade la levadura–, dejamos dos fermentaciones. La primera de más de dos horas y la segunda, ya sobre las tablas, una vez que hemos dado forma a la masa, el máximo tiempo posible. Por eso arrancamos de noche, para disponer de horas por delante para fermentar, que es lo que da el sabor al pan", explica Ana.
Su hijo Pablo se encarga de meter las piezas en el horno: "Ahora, en verano, cocemos 1.600 panes al día y la mitad en invierno. Lo que más se vende son las barras artesanas y los bollos –clásicos panes redondos gallegos– con y sin moño. Repartimos en furgoneta por todo el concello, en el que hay unos 9.000 habitantes". Durante la noche, cinco personas trabajan sin descanso. Ana y sus dos hijos, Javier y Pablo, su sobrino Miguel y Víctor –solo en periodo estival–. Por la mañana se suman Ester, Eva y Ariana, que es la mujer de Pablo. "Solo queda la tarde para descansar un rato, aunque siempre hay algo que resolver, y vuelta a empezar", dice Javier.
Las masas ya levadas se vuelcan en la alargada mesa de trabajo. La jefa las corta con la espátula y las va pesando con la precisión de quien acumula 37 años de oficio. 380 gramos las hogazas pequeñas de un euro y 640 gramos las grandes de 1,80 euros. "El precio lo fijamos cada uno, antes los precios eran para todos igual. Hace 10 años que no sube el pan. Las cosas han cambiado mucho desde que empecé. Hay que gente que llama pan artesano a cualquier cosa". Esa 'cosa' son las barras congeladas. "Un pan se descongela muy rápido, en 10 minutos. Piensa que solo subir y bajar del camión ya se inicia el proceso de descongelación varias veces".
Nada que ver con los crujientes ejemplares que salen de este horno tradicional. Y que los clientes valoran en vista de las colas que se forman. Unos las quieren más tostadas y otros menos cocidas. Mientras esperan, echan ojo al pan y lo señalan como si llevará su nombre al llegar su turno. Las empanadas y las enormes trenzas o las tartas de Santiago también son muy apreciadas entre los vecinos y veraneantes.
Al estar en la costa, en Piñeiro cuentan con la humedad del ambiente a la hora de hacerlo y recomiendan conservarlo en bolsa de tela o al aire, "porque así seca un poquito".
El secreto de un buen pan lo tienen claro. "La masa tiene que ser elástica, suave, bien levada sin pasarse. La corteza, una vez cocido, debe ser crujiente y en el interior tiene que haber muchos agujeritos. El sabor es también esencial", apunta Javier.
"Antes de casarme iba a Noia a aprender a coser y la jefa me mandaba a veces a la panadería a por un kilo de masa. Yo pensaba que aunque no aprendiera a hacerla, siempre la podría comprar. Me casé con un panadero. Quién me iba a decir que me dedicaría a hacer masas sin cesar". La panadería la montaron sus suegros hace 75 años. En el 2001, su matrimonio se rompió y el marido se marchó. Así que Ana, Javier y Pablo se quedaron con el negocio. Hasta hoy.
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