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Sostienen historia y tradición que para el 11 de noviembre "a cada cerdo le llega su San Martín", la fecha en la que el calendario católico celebra San Martín de Tours y da comienzo la matanza en la mayoría de las tierras altas. Para entonces, cada hogar de Candeleda ya tiene su pimentón nuevo en las alacenas. Cocina y hogar, sinónimos, serían de otro mundo sin la especia roja. Hace semanas que se expande por las calles el olor a humo de secadero, con encina y roble, que anuncia los primeros fríos, aunque perezosos.
A las 11 de la mañana de un otoño veraniego, Nieves y Milagros hacen su defensa de una de las joyas de la villa a las puertas de la Casa de las Flores, en la plaza. "No os quepa la menor duda, el pimentón de este pueblo es el mejor. Aún se hace como el de toda la vida. Fíjate si será conocido que en un viaje a Palma de Mallorca la guía, cuando se enteró de que éramos de Candeleda, dijo que ella sabía muy bien que el mejor pimentón era el nuestro", cuenta una orgullosa Milagros en su parada de camino a la compra. A su lado, Nieves mete baza, está a la espera de que acabe el ahumado y la molienda para renovar sus existencias de esa especia mágica para las amas de casa que saben guisar. Debe haber muchas en la zona por el olor que sale de puertas y ventanas, entreabiertas para cazar un rayo de sol.
Corre octubre y los pimientos aún están siendo recogidos, despezonados, secados y ahumados. Un proceso que exige mucho sudor y bastantes lágrimas, hasta acabar molidos y listos para tomar posesión de su lugar en las despensas. El último objetivo –y reciente– es llegar al fin de semana de la feria del pimentón, que aquí se celebra cada final de noviembre, después de San Martín.
"Ahora se mata más tarde y mucho menos, pero la gente sigue haciendo su chorizo y morcilla; la feria del pimentón se empezó hace pocos años", explica David Peñalver, uno de los últimos pimentoneros de Candeleda y de los más jóvenes, pese a que pasa de los 40.
Desde la Avenida de John Major –recuerden, hubo veranos que el ex primer ministro británico veraneó aquí, en casa de un lord amigo– David conduce a la visita hasta su finca, a las afueras del pueblo. Los Alcobilla, el apodo de su familia que los hermanos Peñalver han adoptado como marca de su pimentón, siembran el pimiento de bellotero: "Es el autóctono de Candeleda y el que más grasa tiene, el tradicional".
A David y a su hermano José Antonio –el mayor– la afición por la tierra y por una labor tan dura como la siembra, recogida y ahumado del pimentón –desde febrero hasta primeros de noviembre– les viene de un abuelo materno de esos que dejan huella, Cipriano Acosta. Aunque el pimentón de Candeleda no está bajo la denominación de origen de la vecina comarca de La Vera, su prestigio se mantiene "gracias a que seguimos haciendo las cosas como hace siglos, como los Jerónimos de Yuste. No ponemos ventiladores para acelerar el secado, le damos el tiempo de ahumado que requiere, alrededor de los 10 días. Más si viene un otoño lluvioso; lo rondeamos (volteamos) con las manos, sin guantes, una vez al día. El proceso puede durar hasta dos horas".
David relata el trazado del pimiento a pimentón con el mismo entusiasmo que enseña los surcos con los últimos pimientos belloteros que quedan en las matas, la mayoría ya está secando. Su hermano José Antonio asiente y la tía Cipri, hija del abuelo Cipriano, pela los cacahuetes bajo la parra, mientras observa divertida las labores de sus sobrinos para enseñar a las visitas las matas y el secadero. "Este año, en vez de quemar la encina y el roble sobre el suelo he comprado estas estufas de hierro, que dan mucho calor. Mantienen el proceso y evitamos riesgos de incendios, algo que por desgracia, puede suceder y aún sucede". El pequeño de los Peñalver habla agachado, recogiendo encina para atizar las estufas. "Haremos más humo para ver mejor el proceso".
La llama agradece la leña y se levanta viva. Ha llegado el momento culmen, el de subir al techo. David pide al fotógrafo que prepare la cámara y esté listo para la subida del telón. "Ahora vais a alucinar", explica este empleado de banca, músico aficionado –toca la bandurria– colaborador de tantos actos sociales de la comarca, al tiempo que abre una puerta y corre lentamente la cortina.
Un aroma a humo y pimiento ¡a pimentón! asciende juguetón por la nariz; los guisos de la madre y la abuela, de la tasca y del menú del día desfilan por la memoria, al tiempo que los ojos se quedan enganchados del espectáculo anunciado. Los rayos de sol entran por la teja vana e iluminan la cosecha que se extiende a los pies. Depende de dónde les golpee la luz, unos son rojos brillantes casi encerados, otros granates, otros marrones.
A través de los golpes de gloria que provoca la luz atravesando las motas de polvo y los pimientos belloteros, David observa con cara de pillo la reacción de la visita ante tanta belleza sin adulterar. "Vamos a rondear mi hermano y yo. Veréis cómo hay que tocar los pimientos con mimo, quitar los que no valen o porque no van a secar bien o por exceso de húmedos".
Durante un tiempo que parece interminable por el calor, los hermanos se mueven sobre el zarzo de madera –trenzado de palos que permite subir el calor y el humo del fuego de la planta baja–. El sudor y el picor de ojos no tardan en aparecer. "Hay veces que aquí arriba superamos los 50 grados", explica Peñalver cuando acaban mientras se seca la mezcla de agua salada de poros y ojos.
"En Candeleda, los productores tenemos sembradas parcelas pequeñas, de entre 1.000 y 4.000 metros cuadrados. Las zonas limítrofes con las denominaciones de origen –como nosotros con La Vera– estamos obligados a ofrecer máxima calidad y ser más artesanales, un poquitos más exclusivos", asegura David, con una botella de agua en la mano, aún lloroso por el redondeo. "Hay chefs de cocina que vienen, compran en Candeleda, saben dónde está la calidad; se lo llevan en bolsas de plástico o envases como el mío, manuales. Pero cuando van a salir en un programa, quitan la lata o la bolsa de pimentón, por eso de que no tiene la denominación".
El secadero de los Alcobilla tiene más de un siglo; el banco, la mesa y la parra donde Cipri tía y su marido limpian cacahuetes, ha debido de ver muchas tardes como esta, cuando el sol se pone sobre las parcelas –a trozos son huertos– en una de las comarcas más ricas del corazón del país, un clima mediterráneo que da para sembrar de todo, desde las frutas más exóticas a esta especia roja, que tiñe la sangre y la vida de los pimentoneros, desde aquellos monjes Jerónimos que empezaron la técnica en Cuacos de Yuste, a la sombra del Emperador enfermo y retirado, hasta el abuelo Alcobella, Cipriano.
"Me temo que yo seré el último de los míos que haga esto. Los jóvenes buscan otras tierras, otro futuro. ¿La crisis? No, la crisis no les hace acercarse al pimentón, pero queda esperanza", acaba David Peñalver, mientras sus tíos y su hermano, orgullosos asienten y él, con humor, tira de refrán de la comarca: "Muchacha, si buscas novio no lo busques en el baile, búscalo en el pimentonal, que mueva el pimiento con aire".
Nota a pie de esta historia: quien desee comprar pimentón de Cipri en Candeleda no tiene más que preguntar por su casa. Pero, como los mismos hermanos Peñalver recuerdan, la media docena de productores que hay en el pueblo lo hacen tradicionalmente. Son muchas las tiendas de la villa que lo venden, está a la vista, suelto o en bolsas de plástico. David lo vende también en latas preciosas, diseño propio y envasado con sus manos y las de su familia, "cucharadita a cucharadita".
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