Establecimientos gastrónomicos más buscados
Lugares de interés más visitados
Lo sentimos, no hay resultados para tu búsqueda. ¡Prueba otra vez!
Añadir evento al calendario
La lluvia parece dar tregua en el pequeño pueblo de Casas del Conde, en plena Sierra de Francia. El sol lucha por abrirse paso entre las nubes grises iluminando las viñas que crecen en los empinados bancales entre robles y moles de granito. Allí está Andrés Grego que, con sus 80 años, se mueve con soltura entre las cepas plantadas en vaso de Rufete, Rufete Blanco, Aragonés y Calabrese, tal como hacía de crío al salir del colegio. “Estas viñas situadas a 780 metros de altura tienen como poco 140 años”, desvela Andrés, que recuerda que fue su bisabuelo quien compró las cepas.
Con unas vistas de postal sobre este pueblo de apenas 40 habitantes, Andrés conversa con Silvia Rocher y Carlos Hernández del Río. Ella, ingeniera vallisoletana y alma de Malahierba Vinos, un proyecto que pone en valor las uvas autóctonas de la Sierra de Francia; y Carlos, propietario y cocinero de ‘ConSentido’ (2 Soles Guía Repsol, Salamanca) cuya bodega incluye desde hace unos meses varias etiquetas de esta iniciativa.
Juntos brindan con una copa de Soldado Galante en la mano, un vino de parcela que evoca justamente el paisaje en el que se encuentran y la identidad de esta tierra marcada por la altitud y unos suelos pobres que dan un vino extraordinario. Con Malahierba, Silvia busca "poner en valor una zona muy pequeña de la Sierra de Francia, con muchos perfiles distintos, que merece más protagonismo”, mientras Carlos, como cocinero, transmite en su restaurante el ADN de estas viñas con cada copa que sirve al comensal. Una cadena donde cada eslabón suma.
“Me enamoré de esta viña la primera vez que la vi, en 2012”, cuenta Silvia, que inició Malahierba en 2019 junto a su amigo Manuel García. Defienden la mínima intervención en los vinos, las fermentaciones espontáneas, las levaduras salvajes y la utilización de cero pesticidas en las cepas. Este año celebra ya la quinta vendimia de Soldado Galante en la que suelen producir tan solo una barrica -unas 260 botellas- de un vino con estructura, elegante y fresco que se fermenta con levaduras salvajes y una crianza de 18 meses en barrica de roble francés usada.
El nombre de cada vino procede de la mala hierba que infestan las viñas. En este caso es la Galinsoga, conocida popularmente como Soldado Galante. Lo mismo ocurre con las otras etiquetas que vinifica Silvia en una antigua fábrica de hornazos del pueblo de Los Santos, como Corregüela, un vino que crece en suelos ricos en nitrógeno en Sanchotello, una uva cien por cien Rufete que se trabaja con tinajas de barro fuera de la DOP Sierra de Salamanca; o Maleza, un Rufete de San Esteban de la Sierra criado en barricas de acacia, “el vino más punky, fluido y fácil de beber” donde la porosidad de la madera permite una mayor microoxigenación haciendo que el tanino se endulce por el oxígeno”.
También elaboran Viuda Silvestre, un vino cien por cien Rufete Blanco -la perla de la Sierra- equilibrado y con algo de complejidad cuyas viñas crecen en suelos de pizarra en Garcibuey; y Malahierba, su máxima representación de la Rufete serrana. “La altitud y la diferenciación de suelos hace que la rufete se exprese de distinta manera; a mayor altitud y gratino, vinos más finos; mientras los suelos de pizarra más bajos hace que los vinos sean más afrutados y entendibles”, detalla Silvia, mientras extrae con una pipeta un poco de vino de una barrica.
Con este vino, mezclan los extremos de cepas criadas en San Esteban de la Sierra, Molinillo, Villanueva del Conde y Garcibuey. Después fermentan en mastellone y crían en unas barricas de castaño que les regala la bodega del Penedés Can Ràfols dels Caus. “El castaño es el árbol que impera en la sierra y la madera que se ha utilizado siempre. Es nuestra mejor forma de representar la identidad de este vino”, afirma la pucelana, justo antes de levantar la copa y brindar.
En Los Santos, el mismo pueblo donde Silvia vinifica, Mónica Domínguez y Roberto Morato elaboran la miel artesana Sorillo con sus más de 140 colmenas trashumantes repartidas entre la Sierra de Béjar y la Sierra de Francia. Esa misma miel con la que Carlos elabora en 'ConSentido' un delicado crujiente que culmina un postre de helado de almendra tostada y almendras garrapiñadas. Es la primera vez que la bodeguera y los jóvenes apicultores se ponen cara, no se conocían a pesar de trabajar en el mismo pueblo. Carlos ha sido su nexo y gracias a él, han estrechado lazos.
"Esto es justo lo que buscamos con Tesela, un proyecto cuyo fin es formar una red de recolectores, productores y artesanos salmantinos para poner en valor productos que se mueren en nuestro entorno", desvela el cocinero de 33 años que, junto a Manuel Martín y Concha Macías de los Jardines del Robledo -centro neurálgico del proyecto-, "zarandean la Sierra de Francia en busca de gente interesante", como Javier Santos y Cristina Cubino, de Quesos Santomez; Encarna Redondo de Setalandia; Adrián y Rubén Martín, de la ganadería Amado Charra; Teresa, recolectora de arándanos y cerezas; Juli y Salomé, del Centro Zahoz; o Nacho y Lucía, con su huerto ecológico; entre otros.
"La idea es hacer de muchos pocos algo muy grande. Un pequeño productor o yo solo no hacemos nada, pero muchos juntos podemos hacer algo extraordinario", explica Carlos con gran optimismo, visualizando este proyecto como un valioso mosaico formado por esas pequeñas piezas llamadas teselas que dan nombre a su propósito. La Cooperativa Puente San, inmersa en la Fundación Mil Caminos, es otra pieza clave en los planes de este incansable chef.
El cocinero camina junto a la joven pareja de apicultores por una dehesa plagada de imponentes encinas, curioseando unos viejos cuadros quemados por el sol y nervioso por esa abeja que remolonea en su cabello. “Ahora vamos a cambiar las colmenas de sitio, las llevaremos a una zona más baja y resguardada del frío”, explica Roberto, que lleva trabajando como apicultor desde los 19 años. Es el mote de su abuelo materno el que da nombre al proyecto.
Con la llegada del otoño, la actividad de los enjambres se reduce, apenas se ve movimiento en las piqueras, esa pequeña apertura de la colmena por donde entran y salen libremente. “En primavera y verano es cuando hay mayor actividad, pudiendo haber entre 50 y 80 mil abejas por colmena. En primavera se extrae el polen -fresco para que sirva como alimento a los abejorros de los invernaderos o seco para comercializarlo-, mientras en invierno, las abejas se apiñan, hibernan y hay que alimentarlas con agua y azúcar”, explica el apicultor de 29 años.
Elaboran miel cruda, sin procesar: de mil flores, de encina y de bosque - roble, castaño, zarza principalmente-, además de otros sabores donde incorporan trufa rallada o frutos secos, como la de mil flores con nuez o, la última en novedad, la de bosque con pistachos naturales que compran a otra joven productora charra, Pilar Pascual, de la Finca Telereta.
Las redes sociales les han ayudado a visualizar el trabajo que hay detrás de cada tarrito de miel. “Empezamos por Instagram porque mucha gente tenía curiosidad de cómo trabajábamos y nos preguntaba. El mundo de la apicultura es muy desconocido, tanto para el entorno urbano como para rural”, asegura Mónica, ingeniera agrónoma que, con 27 años, se dedica también a la ganadería familiar. Sus cien vacas madres y varios sementales limusines puros pastan felizmente en el valle del río Sangusín.
“Siempre hemos tenido claro que queríamos trabajar en el campo y fomentar el mundo rural en el que nos hemos criado”, dice convencida la joven de Peromingo, un pueblo de poco más de cien habitantes. Un amor por el campo charro que ha llevado a estos jóvenes emprendedores a ofrecer experiencias como visitar las colmenas con trajes de apicultura -en primavera- o alimentar a las vacas. Ahora también quieren introducir cerdos en las dehesas para la montanera y promover con la marca Sorillo “una economía circular donde se aprovechen todos los recursos de forma sostenible". Unidos al movimiento Slow Food Vía de la Plata, están consiguiendo incluso dar voz a su sueño fuera de España.
Ya en el pueblo y con un pesado cuadro cargado de miel entre sus manos, Mónica explica cómo a través de un extractor se centrifugan los panales para conseguir la miel. “Primero hay que quitar esta capa de cera -llamada opérculo- que cubre parte del cuadro”, explica la joven, que señala con el dedo unas pequeñas bolitas, algo más oscuras, que son el polen que prensan las propias abejas y guardan como alimento. Roberto trae un poco de miel en panal, un bocado meloso y exquisito, mientras Carlos introduce el dedo directamente en uno de los cuadros, goloseando como un niño. Con los botes del miel ya abiertos, sólo queda entregarse a este capricho dulce de la sierra salmantina.