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Cualquier día de noviembre o diciembre podemos dar un paseo por una playa del norte como Merón, en San Vicente de la Barquera, y ser testigos de una escena desconcertante. Varios tractores invaden la playa y se adentran en el mar hasta quedar prácticamente sumergidos.
Con grandes rastrillos atrapan los bancos de algas que alguna marejada ha empujado hasta la costa y, en su afanoso ajetreo, consiguen limpiar la playa antes de que una nueva marea se vuelva a llevar los preciados bancos de algas.
Son toneladas que desaparecen en un suspiro, montañas de dinero que hoy están en tu playa y mañana en Cabo Machichaco: "No veas cómo navegan las algas, a toda velocidad. Si sopla viento de oeste van que vuelan…", señala Juan, un recolector de unos 60 años que junto a su cuadrilla trabajan la pluma de Comillas, un puntal desde el que recogen las algas que se acumulan en el acantilado.
Más de una vez, tractor y piloto son engullidos por las olas. "Lo llamamos hacer un submarino", relata Juan. "Tienes que trincarle con otro tractor y sacarlo fuera del agua. Y de día bien, pero de noche, cuidado. De noche no ves venir el mar. Vas por inercia hasta que te pega".
Los tractores acumulan toneladas de algas en la orilla a salvo de la voracidad del mar. Huele a alga, un intenso aroma de mar. Es un ambiente fresco, saludable y dan ganas de tirarse en la mullida montaña que se alza en la playa y rebozarse en ella.
Mientras apila las algas con su trincha, Marcos, otro recolector, recuerda cómo, cuando de pequeño tenía tos su madre, Lines, le mandaba a dormir la siesta al granero donde se secaban las algas recolectadas. "Y te levantabas como nuevo, el mar lo cura todo. Eso dicen".
El siguiente paso es secar las algas. Para ello, se esparcen por los prados donde permanecen para perder hasta cuatro veces su peso. "De cuatro toneladas de alga mojada puede quedar una seca, más o menos". El alga seca se vende a las fábricas procesadoras. En España destacan 'Hispanagar', fundada en los años cuarenta de pasado siglo, o 'Industrias Roko', la fábrica de agar con mayor producción de Europa.
Durante muchos años fue la principal forma de vida de numerosas familias del norte, un alga que se llegó a considerar el "oro rojo del mar". Su nombre científico es Gelidium y de ella se extrae el agar, el mejor gelificante vegetal que existe, muy apreciado en la industria alimentaria.
Está presente en helados, golosinas o cerveza, entre otros muchos productos. Muy de moda en la Nueva Cocina por su versatilidad, este gelificante vegetal inodoro e insípido es uno de los habituales ingredientes de los alimentos: el aditivo E-406 que, a diferencia de otras gelatinas, mantiene sus propiedades incluso en caliente y es la alternativa de los vegetarianos para eludir las gelatinas animales. Además, también se utiliza en los laboratorios médicos como cultivo para bacterias y cosméticos.
Las algas rojas crecen a una profundidad de entre 3 y 15 metros y forman bosques en el litoral cantábrico. Las mareas vivas del otoño y las grandes marejadas las arrancan y el mar las arroja hasta la costa, amontonándose en playas y acantilados.
Llamado kanten en el idioma del país del sol naciente ("cielo congelado") fue descubierto en 1658 de forma accidental en Japón. Minora Tarazaemon, un posadero japonés, dejó una sopa de algas en un ambiente frío y, a la mañana siguiente, descubrió que se había transformado en gelatina. Desde aquel momento se extendió por Japón y por otros países asiáticos como producto culinario.
Fueron los mercaderes holandeses quienes lo importaron a Europa desde sus colonias asiáticas y fue en el viejo continente donde se le encontró otra utilidad. El premio Nobel de Medicina, Robert Koch, utilizó placas de agar como cultivo de bacterias por primera vez en 1882. Y desde entonces, es el sistema universal para estos cultivos.
En el norte de España, la recolección de alga roja (popularmente conocida como caloca, ocla, oca u ocle) comenzó en la posguerra. "Lo recuerdo de toda la vida. Ya de niño iba a la oca", comenta Juan. Mientras tanto, dos compañeros están en la lastra y se encargan de rellenar la cesta de algas cada vez que baja. Juan desde arriba controla la polea.
El flujo de trabajo es impresionante y la cesta sube cargada cada cinco minutos con una puntualidad marcial. "La vez que más hemos sacado fue hace unos seis años. Unas 150 toneladas de forma manual solo en este puntal. Eso sí, día y noche sin salir de aquí", rememora Juan.
Pero este año, el oro rojo del mar cotiza a la baja: "Unos 80 céntimos el kilo, poquísimo, aunque ha llegado a estar a 2,40 € y 2,60 €", y añade: "Además, estas ya son algas muy buenas, de pleno invierno, porque las mejores se recolectan de noviembre a marzo; las que se cogen en verano son la punta del alga".
Aquí la actividad comenzó en la posguerra. La propia II Guerra Mundial provocó una escasez de agar en todo el mundo y el litoral cantábrico se descubrió como un fértil hábitat natural de las algas rojas.
Hace décadas, familias enteras vivían de la recolección de algas todo el año. "Por un puñado te daban 20 duros, que entonces era mucho". De allí viene el nombre del "oro rojo del mar". "¿Ves ese pueblo allí arriba, Gerra? Sus cimientos están hechos con las algas", explica Juan, refiriéndose a la riqueza que generó en su día la extracción de algas.
"Yo tenía un pariente, Tillo, que le gustaba mucho el vino al hombre, y cada vez que veía el arribazón de algas en el acantilado se ponía a gritar como loco: '¡somos ricos, somos ricos!' Fíjate el hombre cómo lo disfrutaba, te estoy hablando de hace 25 o 30 años", recuerda Juan entre risas.
Años después llegó la gran bacanal de la burbuja inmobiliaria y la actividad extractora quedó casi aparcada. "Cualquier chaval trabajando de peón ganaba 3.000 euros al mes. Todos éramos ricos y nadie quería saber nada de las algas ¿Para qué?". Al asomar las orejas al lobo de la crisis, la recolección de algas resurgió con fuerza. Ahora todo es más profesional, la competencia es feroz y los sistemas de extracción se han mecanizado a golpes de ingenio. "Hay que darle mucho al coco para que los brazos trabajen poco y la barriga esté bien llena".
Al principio, hace sesenta años, se sacaban de los acantilados en sacos: "Era muy duro. Imagínate subir por esas cuestas con la cesta sobre los hombros". Luego vinieron las primeras poleas, las "plumas" desde las que se descolgaba la cesta y subía cargada de algas. Estos puntales recorren los acantilados más propicios de la costa, sitios estratégicos que reciben más algas por su orientación. Son, además, magníficos puntos de vista de toda la linea costera.
La pluma del faro de Silla, en San Vicente de la Barquera, ofrece unas vistas únicas de la playa y el cabo de Gerra, así como de la bocana del puerto y del puente de la Maza. En la coqueta costa de Trasvía se alzan tres o cuatro plumas con la Universidad Pontificia de Comillas de fondo.
Y en la propia Comillas encontramos una pluma con vistas al famoso Ángel Exterminador de su cementerio. Preciosa es también la pluma de los acantilados de Bolado en Cóbreces. Centinelas del arribazón, estos puntales se yerguen por toda la costa occidental de Cantabria.
La técnica de recolección de la caloca ha cambiado mucho. Los carros tirados por bueyes y caballos se sustituyeron por tractores, que a su vez han evolucionado, a base de un tuneado digno de Mad Max, en vehículos anfibios: "Si no, no te aguantan nada: el tema hidráulico, el cambio que hay que revisar cada dos por tres... El salitre lo funde todo", explica Juan.
Además, en el último lustro un nuevo competidor ha entrado en el negocio del Gelidium. Los barcos. Estos no esperan a que el mar arranque las algas. Directamente van a por ellas. Fondean en los campos de algas y los submarinistas bucean para cortarlas.
La actividad del arranque está limitada al 15 % de cada campo de algas pero los recolectores tradicionales no lo ven claro. "En la punta del cabo de Oyambre los barcos llevan arrancando cinco años ya. El del barco contrata a tres o cuatro ranas, y cada rana saca 1.000 kilos al día… Es el exterminio, no tiene futuro. El acabose", concluye pesaroso Juan.