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Fue el propio Howard quien le llamó, tal y como nos contó el propio José Andrés. “Se quedó impresionado al ver el trabajo de la ONG, cómo ayudaron a los ciudadanos de Paradise, en San Francisco, justo después del incendio que destruyó su población, y me llamó”.
Así nace Alimentando el mundo, una película de hora y media que narra los inicios complicados de la organización, para la que el huracán María, de Puerto Rico, marcó un punto de inflexión. Es algo así como un canto a la vida, a las buenas personas, a las acciones de verdad bondadosas, a la solidaridad, a las buenas intenciones… Haití, Puerto Rico, la pandemia por el covid, Beirut , el volcán de La Palma y, ahora, Ucrania... Estos son algunos de los escenarios donde su ONG sin ánimo de lucro ha acudido a ayudar.
La organización ha recibido premios y reconocimientos tanto en Estados Unidos como en España, donde el año pasado le otorgaron el Premio Princesa de Asturias de la Concordia, y cuando uno ve el documental, entiende perfectamente por qué esos galardones, por qué esa mirada agradecida.
“Que la comida sea un agente de cambio”, se dijo un día José Andrés, hace ya doce años, y ahí sigue, acudiendo a los lugares donde dar un plato caliente es mucho más que dar de comer, es un gesto de esperanza. Se daban cuenta de que en las catástrofes la gente comía cualquier cosa, picando lo que podían, pero que comer una comida real te daba la vida. En Ucrania, sin ir más lejos, las cocinas de World Central Kitchen han llegado a dar 300.000 raciones diarias.
Alimentando el mundo muestra todo lo que se puede conseguir con sentido común, con sentido práctico, con tesón, con propósitos honestos. “Se me da bien ver oportunidades dónde otros ven caos. Se me da bien identificar los grandes problemas y entender que los grandes problemas tienen soluciones simples”, dice Andrés casi al arrancar.
El documental repasa la trayectoria de la ONG, sus momentos más dolorosos, el ánimo y el desánimo que han invadido a sus responsables durante todos estos años, y muestra también al Andrés familiar, para quien su mujer y sus dos hijas son el refugio, la esperanza, el anclaje y el motor.
“Lo único que hay que hacer es escuchar cuando las emergencias nos hablan”, dice el chef. Hace doce años, cuando arrancó esta locura maravillosa del World Central Kitchen, nunca pensó que iba a llegar a repartir millones de platos de comida ni a visitar tantos lugares trágicos. “Todo empezó poco a poco, madurando. También mis restaurantes. Yo perseguía crear un sistema para dar de comer a muchos. En todo este tiempo he visto el poder de la comida para dar esperanza, pero de una forma pragmática, no solamente romántica”, asegura.
El documental muestra miles de imágenes, fotos, momentos clave, armoniosos, disparatados, peliagudos, tiernos; y a un chef animoso, vital, exagerado, vehemente, que se resiste a resignarse, que se emociona, que, sencillamente, disfruta haciendo el bien. Mucha gente dudó de él cuando arrancó sus andaduras profesionales -en EEUU, por ejemplo- y, por supuesto, en la creación de esta ONG, pero, como dice su mano derecha en el documental, “lo que José trajo fue la actitud”. Esa actitud de “cocino y doy de comer”, de estar en las Islas Caimán de vacaciones cuando el huracán María arrasó Haití en 2010 y sentirse “mal por estar tan cerca y, a la vez, tan lejos”.
Hay una escena reveladora del documental que narra el propio chef. Llegó a Haití y se puso a cocinar las alubias negras del lugar, pero a su manera, a la manera para él perfecta, como las había cocinado siempre. Cuando le entregó el plato a una de las mujeres de la zona, la mujer le sonrió agradecida, pero él notó algo. Le preguntó y ella le dijo que allí no las cocinaban así. “Y me puse a hacerlas como ellos las hacían, me parecía lo mínimo que podía hacer, porque la comida es también dignidad, es comunidad, y hay que respetar las cosas cuando llegamos y no ser el salvador blanco”, cuenta, convencido.
La obra de Howard es emocionante, repleta de imágenes de todo tipo que construyen una historia potentísima y que cuenta con precisión un relato de coraje, de ambición buena, de personas solidarias de verdad, de hermandad, de amor, en definitiva. Y el hilo conductor es la comida. A través de ella vemos a la gente que se une a la cadena para llevar los bocados a las bocas necesitadas, a los voluntarios del mundo que encuentran un motivo para seguir al chef en su locura fabulosa, a las contradicciones del sistema, las complejidades de la burocracia, que lo entorpecen todo y que pueden llegar a paralizar incluso las buenas acciones individuales.
“Creo que no somos lo suficientemente influyentes sobre cómo alimentamos a la humanidad”, suelta José Andrés con convicción. Pocas horas después de esta charla que tuvimos en los estudios de La Ventana, de la cadena Ser, se marchaba a Ucrania para seguir con su plan: ayudar en las crisis a la gente que necesita ser ayudada, conseguir, como dice siempre, que la comida sea un agente de cambio.
El CEO de su ONG lanza a cámara una reflexión digna de ser tenida en cuenta. “En una crisis se llama a médicos, a personal sanitario de todo tipo, pero nadie llama a cocineros ni a chefs y la gente está hambrienta”. Tras su frase, vemos a vecinos de Puerto Rico devorando la fruta y el sándwich que momentos antes han estado elaborando en cantidades descomunales una larga retahíla de voluntarios. Es una escena maravillosa.
El chef puso dinero de su bolsillo en los comienzos -un día se gastaron 70.000 euros en fruta-; consiguió implicar a food trucks de todas partes por su ímpetu, sus ganas de hacer cosas; logró que lo escucharan en organismos varios, encajó negativas de entidades como Cruz Roja cuando pedía dinero… Y siguió viajando a aquellos lugares remotos sin pan y sin sal. “Lograba que todo el mundo le apoyara porque las cosas que proponía eran posibles, no eran cosas dementes”, cuentan sus ayudantes en el documental.
“Me siento poderoso, pero impotente a la vez”, dice el chef cuando se queda tranquilo. Lo sabe bien su familia. Sus hijas, con las que se muestra cariñoso, muy paternal, “cuando cocinamos juntos, crecemos juntos”, dice en una de las escenas cotidianas en el hogar que también se muestran en el documental. Y su mujer, que es mucho más que eso, es su compañera de vida, de juego. “Él puede hacer lo que hace porque yo hago lo que hago y, al llegar, encuentra un refugio real”, asegura en la película. Otra escena reveladora de la película: las hijas le preguntan cuándo va a volver a casa y él responde, “pronto, hay que alimentar a un poco más de gente”. Y sigue el camino plagado de comida para reconfortar a los menos afortunados de la tierra.
El documental de National Geographic es una pieza audiovisual hermosa, edificante y absolutamente necesaria para entender el mundo y su caos. “Cada comida cuenta”, “La olla que alimenta el mundo” o “La receta para un mundo mejor” son algunos de sus eslóganes… Una película hecha para tener ganas de ser mejores y, sobre todo, de mirar con admiración a las buenas personas.