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Mari, la diosa de la mitología vasca precristiana más importante, mora en una cueva del monte Anboto. En Axpe, un barrio de postal del pueblo de Atxondo (Vizcaya), mugen las vacas, trinan los pájaros y una motosierra a los lejos recuerda que estamos en la tierra, una tierra descaradamente verde que hoy resplandece bajo el sol de un otoño cálido.
Nos sentamos con Bittor en la hierba de una suave ladera frente a su casa, un enorme caserío totalmente reconstruido que fue de su padre. Al lado, las 15 búfalas –entre ellas dos machos y tres jovencitas de 12 meses– que hace seis años se trajo de un pueblo cerca de Roma.
Con su leche, entre cinco y ocho litros al día, elabora su propia mozarella, no más grande de lo que cabe en el puño de una mano, delicada y ligeramente ahumada, tercer paso de un menú en el que el producto a la brasa es el rey.
Craker de setas, anchoas al salazón de elaboración propia durante la temporada, mantequilla de cabra, tomate y ventresca de bonito, para arrancar en ascuas.
Corretean las gallinas, hierbas aromáticas crecen a su antojo y las ristras de pimientos choriceros se secan colgados de un tejadillo de madera. Son las doce de la mañana y, al rato, pasa ya de la una sin que nos hayamos dado ni cuenta. Entre risas y buen humor, el premio nacional de gastronomía, tres Soles Repsol, el 5º en la lista de los 50 best restaurants y una estrella Michelin, desmonta su fama de introvertido y nos cuenta por qué no deja que nadie toque su parrilla.
"El fuego es vida, es fuerza. Quizá porque soy muy temperamental, me produce seguridad poder controlar el fuego. Es el dominio del tiempo y de la temperatura y saber cuándo está en su punto. Todos los puntos pasan por mi mano. Mucha gente que viene a aprender se puede ir decepcionada. Pero tú vas a Japón y, de primeras, no te dejan cocinar el arroz. Solo cuando pasa mucho tiempo".
Esas parrillas propias, ajustables por un sistema de poleas que suben y bajan acercando o separando el producto de las brasas, explica, se las han copiado en Sidney y en Japón, aunque no pueden reproducir la parte emocional con que el cocinero vasco sazona cada una de las piezas que asa. "En casa o en cualquier txocosiempre ha habido una parrilla. Son los aromas de la niñez, cuando no había electricidad ni gas. En mi casa lo primero que se hacía por la mañana era encender el fuego bajo para preparar las brasas donde luego se cocinaba. Se usaba cualquier madera, iban al monte y se aprovechaban los árboles que había que podar".
Lo suyo con la madera es un affaire de toda la vida. Tras volver de la mili en Canarias y ante el paro creciente se puso a trabajar talando árboles en el bosque. De los troncos a una de las empresas de celulosas de Bilbao y vuelta a la leña de su propio asador, cerrando así el círculo.
"Compré el bar del pueblo que era también el ultramarinos". Y ahí se fue fraguando una revolución que ha estallado con la lluvia de premios aunque lleva cocinándose a fuego lento desde hace 26 años, cuando Bittor se puso como meta no dejarse avasallar por las brasas sino dominarlas él. Coincide también con una tendencia imparable en los últimos años: la vuelta a los orígenes, a la tierra, a los sabores puros y las elaboraciones de siempre, a ensalzar el producto.
Con la iglesia de San Juan Bautista a la derecha y el txoco que era la escuela a la izquierda, 'Etxebarri' no ha perdido su esencia. Piedra, visillo con puntilla y puertas de cristal esmerilado en el bar a pie de calle, donde los vecinos se toman un vino o echan la partida. Arriba, el comedor más cosmopolita y sobrio al que acuden como locos ingleses, americanos y australianos en su mayoría.
"Cerca del 90 % entre semana son extranjeros que hacen miles de kilómetros", asegura Agustí Peris, somelier desde hace seis años quien pasó 10 años con Adriá mientras nos sirve un vino argentino. "Nos conocimos en 'El Bulli', yo trabajando y él de cliente". Una carta corta y bien provista en la que no falta nada.
Nos sentamos en la terraza para gozar del menú degustación mientras disfrutamos de las vistas, el prado de casa del veterinario, por el que se pasea un burro y varios caballos y el monte mágico omnipresente. A nuestro lado, una mesa nutrida solo de hombres de la zona que se ponen las botas con un bogavante de dimensiones bíblicas que invitan a catar para certificar el magnífico punto, y chuletas dignas de Asterix.
Nada que envidiar. La zamburiña primero y la gamba de Palamós, a continuación, te conducen al éxtasis de la sencillez. Cuentan los que han trabajado en 'Etxebarri' que Bittor compra lo mejor de lo mejor y que el pescado no pasa más de dos días en esa casa. El chipirón, una belleza que se presenta con vetas moradas tras su paso por las ascuas, demuestra que la desnuda sencillez no admite ni un fallo, por eso la autoexigencia de Arginzoniz.
En la reducida cocina, Bittor lleva un rato entrado en materia. "Me interesa que el aroma de la brasa sea uno más de los que componen el plato, no el predominante porque un aroma puede matar un producto. Las leñas muy resinosas perjudican a pescados y mariscos. Las blandas, como el pino, impregnan tanto que no sabes qué es lo que estás cocinando. Yo no las uso. La leña que más me entusiasma es la de la encina, por el aroma suave que desprende, haciendo emerger el sabor. Además, tiene potencia calórica, dura mucho porque se consume muy lento", dice mientras deja a esta redactora abrir unos hermosos berberechos sobre su brasa. Herejía. "El problema de la parrilla es que parece sencillo porque quien más quien menos ha hecho algo al fuego".
Hongos y berenjena ofrecen la mejor versión de sí mismos tras ser lamidos por las brasas, un binomio que contrasta un tenue dulzor con el atractivo amargor. La kokotxa de bacalao y el besugo con verduras, acto seguido, provocan un in crescendo cuando piensas que la parrilla ha alcanzado ya el clímax.
En dos hornos de ladrillo refractario, como los que se usan para asar el lechazo en Castilla, arden los troncos desde las ocho de la mañana, hora a la que se encienden para preparar la leña y que a las 13 horas han alcanzado una temperatura de 600 ºC. Ahí se preparan las brasas que pasan a las parrillas cuando están listas. En uno, las de encina para los pescados y los mariscos; en el otro, las de sarmiento para la carne. "En temporada también empleo leño de manzano para salmón y caviar. Cogen temperatura y cuando se desgrasa el producto lo retiro".
Es el momento de la chuleta de vaca. Tierna y profundamente perfumada, sin enmascarar una maduración media. El punto final antes de los dos postres. Helado de leche reducida y jugo de remolacha, e higo con crema de almendras en los que las brasas han dejado también su huella.
Su mujer lleva las riendas de la sala, pero Arginzoniz procura mantener a sus dos hijos, de 18 y 16 años, alejados. "Al pequeño le gusta pero yo le digo que estudie porque esto es muy sacrificado".
Él nunca falta, y si no le queda más remedio, cierra. "Yo, aun poniéndome malo he tenido que estar aquí. Hasta con muletas he venido". En la cocina son diez personas. Cinco preparan el producto y las bases. Lo otros cinco se ocupan de los platos fríos y la repostería. Las brasas son su territorio.
"Yo sé cuál es mi sitio, no salgo de aquí a saludar. Cuando viene un cliente sabe que estoy aquí cocinado al momento lo que se va a comer. Nada ha pasado por una Roner. Se ha perdido la magia porque todo tiene que salir impoluto; ves las cocinas y los cocineros impolutos. Lo respeto, pero no comulgo con eso".