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Una llamada más. Así fue la reserva de aquella noche en la que toda España acabaría sabiendo de la 'Bodega La Mazaroca' (Calle Óleo 42), en la localidad sevillana de Arahal. Hasta que apareció una persona a revisar el lugar 20 minutos antes de que se ocupara la mesa. “Vino el jefe de seguridad y ya nos pusimos alerta. Pensábamos que tenía que ser alguien importante, pero no alguien de esa envergadura”, dice Jorge Blanca, el cocinero de la bodega que fundara su padre en 1973 y que ahora gestiona con sus dos hermanos.
Aquella noche los comensales cenaban animadamente entre risas hasta que por la puerta apareció el Rey con sus acompañantes. Los hermanos coinciden en que en ese momento se hizo un absoluto silencio, nadie se creía lo que estaba viendo. “Fue inolvidable, un momento en el que me temblaron las piernas y que solo he sentido un día que estuvo a punto de venir Paco de Lucía”, dice Silverio, el menor de los tres hermanos.
Silverio cuenta que entró saludando a todos con la mirada y con gestos, “nada de ir directo a su mesa como hacen algunos famosillos que hay ahora”. Allí se acomodó el monarca tras la recomendación de uno de sus acompañantes, que había comido anteriormente en esta bodega y lo propuso en su camino hacia Sevilla, donde a la mañana siguiente Felipe VI recibiría la Medalla de Honor de Andalucía.
Lo más curioso es que aquella noche de domingo la bodega ni siquiera iba a abrir sus puertas. Pero, como cuenta Silverio, era el día del patrón del pueblo, San Antonio. Y además se inauguraba un parque y luego hubo un concierto. Por eso muchos vecinos llamaron por teléfono durante el día para reservar una mesa para cenar, y eso les motivó a abrir por la noche. En el turno de la cena, ya con el monarca sentado en la bodega, la gente venía a la puerta y Silverio les decía que estaban completos, algo que era cierto, aunque los vecinos no se imaginaran que Felipe VI era uno de los comensales.
Entre zócalos de azulejos y fotos firmadas de artistas flamencos, el Rey se dejó asesorar por los dueños del local a la hora de pedir. “Me dijeron que les pusiera lo que quisiera y le sacamos cositas de las nuestras”, cuenta Jorge, cocinero que se define como “un poco autodidacta”. “Aprendo de los buenos cocineros que hay y de lo que me dice la gente que hace en sus casas, siempre con la mente abierta. Y sigo aprendiendo, que el camino es largo y queda aún mucho por recorrer”, explica el mediano de estos hermanos que ya de pequeños ayudaban en el negocio mientras estudiaban.
El cocinero, a pesar del reto, se vino arriba: “Muchas veces he tenido mucha más tensión y estrés que en ese momento”. Para que Felipe VI y sus acompañantes fueran abriendo boca les puso primero una ensaladilla de gambones. Una receta sabrosa que gusta mucho a todos los que visitan la bodega. A continuación, llegaron las zamburiñas. Tras ellas, el plato de las navajas, que en 'La Mazaroca' sirven con habitas baby y salteadas, con mucho sabor marinero.
Para ampliar, Jorge y su equipo de cocina prepararon al monarca un atún de almadraba y una pluma ibérica de bellota al palo cortao, que en el día a día se cocina de forma distinta: a la brasa y trinchada con jamón. Y para rematar, otra carne: el lomo de ternera asturiana sobre verduras salteadas.
Cuando terminó la cena, Jorge salió a preguntar y le dijeron que todo estaba genial. “Estaban tranquilos, charlando y riéndose como cualquiera de nosotros podemos hacerlo con nuestros amigos”, explica. Según Silverio, todo el mundo acogió con entusiasmo la visita del Rey, aunque también con respeto. “Aquella noche no vi el habitual trasiego hacia los baños, que están en el comedor donde cenó el Rey, aunque nadie prohibió su uso durante las dos horas que Felipe VI estuvo cenando aquí”, explica.
Días después de aquella noche en la que el monarca salió de la bodega tras hacerse ‘selfies’ con algunos clientes y fue vitoreado en la calle por los vecinos curiosos, el servicio del almuerzo es un trajín. Pero no es algo nuevo para los trabajadores de 'La Mazaroca', que recuerdan días antes de la pandemia en los que la puerta de entrada era una versión del primer día de rebajas.
“La gente esperaba a que abriéramos el portón y corrían para no quedarse sin mesa”, dice desde detrás de la barra Demetrio, el mayor de los hermanos. Tienen todas las mesas reservadas y en su cuaderno de reservas muestran que ya están casi llenos para los próximos días. Aunque nos dicen que eso, hasta en un día laborable, es lo habitual. La visita del monarca no ha alterado su rutina diaria.
Con el comedor lleno, una clienta habitual que acaba de entrar se dirige a Manolo Blanca, el patriarca. “¡Quiero la mesa del Rey”, le dice entre risas. Pero aunque están haciendo dos turnos de comidas, no hay ni una mesa libre. Manolo recuerda entonces cuando en los setenta el comedor actual era un patio y “esto era una bodega de pueblo de las de toda la vida”, en la que servía los ‘saladitos’ (altramuces) que cocía en una gran olla que aún guarda, además de avellanas.
El suelo era de cemento y lo limpiaba a golpe de manguera, y cuando alguno que venía “entonado” cantaba muy mal, ponía a todo volumen una radio antigua para insinuarle que dejara el recital. De aquella época quedan las numerosas antigüedades que Manolo ha ido colgando de las paredes de la bodega, en las que ya no hay un hueco libre. Desde toros de Osborne a fotos antiguas del pueblo, pasando por jarrillos de lata, balanzas o carteles de las fiestas de Arahal.
Hoy, aquella bodega ha cambiado mucho. Los platos de tomate rosa, aguacate y ventresca de atún a la brasa vuelan desde la cocina, y en las mesas se puede ver presa cocinada a baja temperatura, tataki de atún, Medallón de solomillo de buey con queso de cabra o un risotto de boletus, beicon y queso payoyo con solomillo ibérico. Además de algunos trampantojos como la Maceta, que esconde presa ibérica aunque desde fuera parezca un brote saliendo de la tierra; o el Habano, con vitola personalizada y servido en un cenicero de cristal, que simula ser un puro que es en realidad una especie de canelón con cubierta crujiente.
Al Rey le faltaron probar numerosos platos de una extensa carta en la que el solomillo al whisky y los chipirones a la plancha se encuentran a escasas líneas del kimchi y las gyozas. Silverio cuenta que tiene la corazonada de que volverá, y Manolo, que estuvo explicándole las fotos de los artistas del flamenco que cuelgan de sus paredes, dice que el monarca le dijo personalmente que regresaría.
Mientras, la bodega es un rincón lleno de alegría en el que se escuchan acentos de otras regiones y hasta portugués. Mientras, Demetrio echa la vista atrás y valora el sacrificio que hizo su padre y cómo, en determinado momento, los tres hermanos decidieron seguir con el negocio familiar pero aportando una nueva visión. Y define el pensamiento detrás de este negocio: “Nunca en la vida se nos olvidará de dónde venimos ni nuestra historia, y nuestros clientes son todos iguales, sean quienes sean, y así son tratados. Por eso mi padre dice que esta bodega es la casa de Dios”.
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