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El crotoreo de las cigüeñas y el repicar de las campanas son la banda sonora de la calle la Iglesia de Villaralbo, en la comarca de Tierra del Vino, Zamora. Allí, en el número 5, a los pies del templo de Nuestra Señora de la Asunción, se encuentra un edificio caravista de dos alturas y grandes ventanales enrejados. En la planta de arriba se dan clases de yoga, pilates y gimnasia de mantenimiento. En la parte de abajo se ubica un pequeña oficina rural de Correos que abre de 08.50 a 09.30 horas de lunes a viernes. Y por la entrada principal se accede al Club de Jubilados de San Ildefonso que da nombre al bar, rebautizado ahora como 'El Club'.
Saúl Arias Quintana y Marta del Prado Heredero son los dos jóvenes chefs que han cogido las riendas de esta cafetería. Los dos quintos del 92, criados en Villaralbo, estaban a punto de tirar la toalla en su búsqueda de un local donde emprender su propio negocio de hostelería. Estos dos treintañeros anhelaban ser sus propios jefes y llevaban mucho tiempo ojeando locales en Zamora y su alfoz, pero las opciones eran muy limitadas y los precios inasumibles. Hasta que la oportunidad llegó en casa, en el pueblo.
Eva, la anterior dueña del establecimiento, estaba embarazada de su segundo hijo y, ante la imposibilidad de conciliación laboral tras la barra del bar, la luz del Club de Jubilados se apagó. Junto al tablón de anuncios donde se informa de charlas para prevenir caídas o excursiones a Vigo para ver las luces de Navidad, también apareció el cartel de ‘Se alquila’. Saúl no lo pensó y colgó la chaquetilla del reconocido restaurante donde trabajaba en Zamora capital. Marta le siguió y también se quitó el delantal del mayor catering de la ciudad. Eso sí, a la ilusión también le acompañó el miedo y a las ganas, la ansiedad. Era una decisión tan soñada como arriesgada, pero la respuesta fue abrumadora.
Semanas antes de su apertura, su círculo más cercano de familiares, amigos y vecinos se volcó en los preparativos de la puesta en marcha. Y el día de su inauguración, todo el mundo quiso estar allí. El local apenas había estado apagado un mes, pero los más de 200 socios del club y los vecinos sabían de la importancia de apoyar su reapertura para no dejarlo caer y evitar un nuevo cierre en el pueblo. El cariño fue inmenso, la gente no paraba de entrar. A la pregunta de qué sintió ese día, la verdad asoma: “Un agobio increíble”, responde Saúl con franqueza. De los nervios, se hizo un corte en un dedo que no paraba de sangrar. “Estaba bloqueadísimo, quería que acabase el día. En los días previos había utilizado muchísima energía que no sé de dónde me había salido: currando, comprando, haciendo los papeles. Ese día estuve 18 horas aquí metido y al final no podía ni cerrar la puerta, me tuvo que ayudar mi hermana. Tenía el hype muy alto, pero después de ese primer servicio, estaba estresado”, reconoce.
Tras las primeras semanas de rodaje, ahora todo fluye. El cubilete del dado del parchís vuelve a sonar. Los viernes por la tarde huele a chocolate con churros. Las bicis y sillas eléctricas vuelven a estar aparcadas en la puerta. Y tanto Saúl como Marta, junto a las camareras Lidia y Sara, ya saben qué es “lo de siempre” cuando les preguntan qué van a tomar: “Jose toma café solo muy corto de café; Tomasón y Primi descafeinado, uno en taza y otro en vaso, los dos con sacarina”, repasan.
“Un bitter”, pide una señora antes de echar la partida. “Yo un descafeinado”, añade otra. Pepa y sus amigas no faltan a su cita con el cinquillo a primera hora de la tarde tras ver la novela. “Mira, mira lo que traigo aquí…”, dice enseñando el monedero lleno de monedas de un céntimo. “Por cada carta que no podemos poner, ponemos un céntimo”, explica esta nonagenaria. “¡Ay, las pesetas!”, exclama Elvira, llevándose las manos a la cabeza al darse cuenta del olvido de su botín en casa. Mientras estiran el verde tapete sobre la mesa, las experimentadas jugadoras muestran su alegría por la reapertura del bar: “Qué gusto, estábamos muy contentas con Eva, pero como estaba con el bombo… otra vez cerrado y ahora otra vez encantadas”, expresan con naturalidad. Con la misma llaneza se muestran las jugadoras del parchís, quienes mueven sus fichas con gran agilidad por el tablero de madera con números de gran tamaño. “Cuando lo tuvimos cerrado lo pasamos mal, esto es lo nuestro, aquí estamos más recogidas”, comentan.
La piel curtida, los sonotones, los carraspeos, las cachas y las canas contrastan con la piel tintada, los piercings y las dilataciones del nuevo personal, aunque a todos les une la misma jovialidad. Desde dentro de la barra y con la consigna ‘Revolución’ grabada en la sien, Saúl observa con una sonrisa cómo Román, a sus 85 años, se arranca por Antonio Molina cantando Caminito del olvido para alegría de los presentes: Caminito del olvido / me voy a marchar mañana / para olvidar un cariño / que llevo dentro del alma. Román es uno de los fieles clientes que va y viene al bar varias veces al día montado en su bicicleta para pedir un vino, un mosto, un café con leche y buena conversación. Su nacimiento en los años de la posguerra, sus historias de la mili o su accidente laboral en el que perdió un ojo son algunos de los relatos que comparte con los nuevos dueños, quienes adaptan con educación su volumen de voz a su profunda sordera.
Pese a la diferencia de edad, la relación intergeneracional es envidiable. El pronóstico del tiempo impera en las conversaciones a pie de barra. “A mí cada vez me gusta más hablar del tiempo, yo ya tengo el olfato del señor del pueblo que sabe cuándo va a llover”, admite Saúl alardeando de sus nuevas aficiones viejunas. Los jóvenes están agradecidos por brindarles la oportunidad de quedarse en el pueblo, y los mayores por no olvidarse de ellos. Unos y otros se cuidan y se regalan mutuamente, con un trocito de bollo casero a la hora de servirles el café o con el obsequio de una bolsa de membrillos para hacer dulce, por ejemplo. “Nos traen de todo: membrillos, bellotas, almendras, aceitunas, conejos… el bar es como si fuera su segunda casa y a nosotros también nos gusta que nos reten con lo que quieren que les cocinemos”, cuenta Marta.
El mimo también se evidencia en la barra con recetas tradicionales demostrando que la cocina de siempre no tiene edad: garbanzos melosos con champiñones, excepcionales callos, crestas infalibles, sabrosas cachuelas en escabeche, reparadoras sopas castellanas… Elaboraciones de toda la vida a las que van imprimiendo con valentía su identidad, como en las carrilleras al curry con vino tinto, las minihamburguesas de chichas, los montados crujientes de oreja a la plancha con mayonesa de jalapeños de la huerta zamorana o los de de cachopo con salsa de queso azul. Nuevas propuestas para las que hay que estar avispados porque “vuelan” en cuestión de horas.
Eso sí, las tapas calientes y los grandes potes que siempre están haciendo “chup, chup” en el interior de la cocina para servir pequeñas raciones de platos de cuchara no están reñidos con los aperitivos fríos, como el picadillo de cangrejo sobre medialuna de brioche, la ensaladilla, el salpicón de marisco, los huevos rellenos o los mejillones a la vinagreta. Todos tienen su espacio, incluidos los torreznos con piparras o la tortilla de morcilla con queso de cabra.
Los parroquianos tienen buen paladar y Marta y Saúl tienen buena mano replicando lo aprendido en casa y en la escuela. “Yo estoy aquí por mis tías, en especial por Mari Tere, y por mi abuela Consuelo, quien regentaba un bar en Sevilla. Las veía cocinar y me llamaba la atención. Además, me encantaba comer también, nunca le he dicho que no a nada”, recuerda Saúl. La receta de crestas es autoría de su tía Tere y los platos fríos “rollo andaluz” como los huevos rellenos o la ensaladilla corresponden a su abuela Consuelo. “Hacemos lo que a nosotros nos gusta con el producto de siempre. Vamos a lo tradicional. Y no queremos perder la tradición del guiso, es nuestro punto fuerte”, explican alalimón. Tanto la carnicería, como la casquería o la frutería que les suministran están ubicadas a menos de 300 metros de distancia: son las ventajas de trabajar en el pueblo.
Marta siempre supo que quería cocinar y encontró a los mejores mentores en su familia y en los fogones. “Mi madre tuvo un restaurante en Zamora cuando yo tenía dos años, una crepería. Y mi padre, un bar de copas. Además, cocinaba muy bien”. Tras finalizar el instituto, cursó el Grado Superior de Dirección de Cocina. Realizó las prácticas en el Empalme de Rionegro del Puente, el templo de las setas capitaneado por Gloria y recomendado por la Guía Repsol. Además, durante quince días, tuvo el privilegio de adentrarse en el restaurante 'Arzak' de San Sebastián (3 Soles Guía Repsol).
Tras finalizar los estudios, estuvo un tiempo en el restaurante 'Padornelo' de Sanabria dando de comer a los obreros que trabajaban en la construcción del AVE a Galicia. Posteriormente, se marchó a Ibiza a trabajar cinco años en un restaurante de cocina tailandesa, donde reconoce que aprendió "un montón”. Y durante los dos últimos años se trasladó a un moderno beach club dirigido a la clientela inglesa, hasta que un día se cansó del ritmo frenético del trabajo en la la isla y regresó a Zamora. “Falleció mi padre y al principio venía y me volvía a marchar. Mi madre siempre me decía que la tierra tira mucho y tuve muchos dilemas mentales de si quedarme o no quedarme. Pero ahora mucha gente joven de mi edad también ha vuelto y eso hace más casa. Ahora estoy a gustísimo en Zamora”, confiesa.
Recordando sus primeras experiencias laborales, Saúl tiene una bonita revelación: “Yo empecé en Moraleja del Vino… ¡No, no! ¡Yo empecé aquí, en el Club de Jubilados! Yo venía por las tardes para que Flor se fuera a echar la siesta y me quedaba poniendo cafés”, rememora con sorpresa. Al igual que Marta, Saúl también renegó del pueblo durante los primeros años rebeldes de juventud y se mudó a Sevilla y a Madrid. En la capital trabajó en Chueca y en Gran Vía. Volvió a Zamora y cuando quería dejar la hostelería, recibió la llamada de Marta: “Vente para Ibiza”. “En la isla empezamos a picarnos, a hablar de lo que haríamos en nuestros propios restaurantes, esto, lo otro. Y nos dimos cuenta de que teníamos una idea en común. Currábamos muy bien y nos entendíamos muy bien”. Exhaustos de nuevo de la vida en grandes urbes, los dos regresaron a Zamora y trabajaron en los restaurantes de renombre y de moda en la capital. Hasta que surgió la oportunidad del club en Villaralbo y se cambiaron por completo al estilo de vida slow life como dos jubilados más.
“Durante los primeros días, hubo una vez un hombre que entró y cuando me vio con mi aspecto, me preguntó si esto era el Club de Jubilados o si se había equivocado, y me confesó que no pegaba nada aquí”, cuenta Saúl entre risas. No obstante, pese a ser la sede social de El Club de Jubilados, la clientela la integra “la gente del pueblo” y jóvenes, adultos y jubilados comparten espacio en la barra de bar sin recelos. “Los mayores vienen mucho a pasar la tarde aquí y la presencia de jóvenes les divierte. Además, casi todos son sobrinos, nietos, primos… al final en el pueblo somos toda una familia”. Más allá de la rutina diaria de los más fieles que se acercan de lunes a viernes -a excepción de los miércoles, día de descanso- la afluencia cambia durante los fines de semana. El bar es un hervidero los domingos después de misa. A la hora del vermú, el club se ha hecho un hueco en la extraordinaria ruta dominguera por los bares del pueblo.
Un caballo paseando por la puerta, láminas enmarcadas de la antigua Caja de Ahorros Provincial de Zamora o móviles con grandes teclas y politonos clásicos a todo volumen definen el ambiente castizo del local, en cuyo interior también se encuentra el Centro Municipal Integrado (CEMI), es decir, el comedor social donde además de los pensionistas también pueden reponer fuerzas los peregrinos del Camino de Santiago.
Un poema de Kiko Saludes titulado Jubilado y enmarcado en la pared refleja fielmente el espíritu de quienes integran el club: “Qué palabra tan bonita / si se dice con agrado / pensando cómo has vivido / recordando tu pasado”. Para formar parte del colectivo, la edad no es requisito: solo es necesario el pago de una cuota anual de 12 euros, o lo que es lo mismo, el desembolso de un euro al mes, y rellenar una ficha adjuntando una copia del DNI. Los fondos son destinados para sufragar costes del local y para celebrar, es decir, para festejar San Ildefonso el 23 de enero y la Virgen de la Asunción el 15 de agosto con un refresco y un piscolabis.
“El objetivo es socializar, pasar el rato y estar activos”, explica Valentín García, Tinín, de 78 años. “El mes que estuvo cerrado, algunos fueron a otros bares del pueblo, pero otros no fueron a sitio ninguno porque aquí es donde se sienten a gusto. Para una cosa que tenemos curiosa en el pueblo, tenía que venir más personal”, considera este miembro de la junta directiva. “No queremos que el bar vuelva a estar cerrado”. Bien lo sabe un usuario de una de las dos residencias del pueblo que a diario se escapa del centro de día durante sus permisos para repetirles a Marta y a Saúl que “este es el mejor bar del mundo mundial”.
'CLUB DE JUBILADOS'. Calle de la Iglesia, número 5, 49159, Villaralbo, Zamora
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