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"Mi cocina es lo más castellanomanchega que puedo porque es donde más a gusto me encuentro y donde todavía hay margen que actualizar. Es muy madrileña y muy toledana". Pepe Rodríguez no puede ser más claro. Sentado junto a su hermano Diego, en una de las mesas de la entrada de El Bohío (2 soles Repsol), restaurante que su abuela y su tía pusieron en marcha en 1934 en Illescas, se declara militante de su tierra.
Tan transparente como en la tele, cuando ejerce de jurado en MasterChef, le cuesta enmascarar sus sentimientos aunque intente por todos los medios que su fachada adusta, tan manchega, prevalezca. Una defensa que tarda poco en caer.
"He aprendido a base de prueba-error, con las recetas de mi madre. Tenía 22 o 23 años cuando ella se puso enferma. Mi hermano y yo veníamos a ayudar los fines de semana, pero tuvimos que hacernos cargo después de ver la rapidez con la que se sucedían los cocineros. Al principio nos alternábamos en la cocina. Un día cada uno. Pero me cansé de cambiar y decidí quedarme yo entre pucheros y Diego en la sala".
De ahí a su huevo con polvo de ajo y pimentón y el caldo de la sopa de ajo, uno de sus platos más exitosos, o la pringá del cocido y empanadilla de verduras con su caldo, "que no lo puedo quitar porque no me dejan los clientes". Aunque hay pequeños pero grandes bocados como el buñuelo de lentejas con butifarra que condensan la filosofía de esta casa: sublimar el gusto popular, situándolo en un estatus superior. Es su homenaje a la gente trabajadora, a su propia familia. A su madre, que inspira uno de sus tres menús, el del día de 50 euros.
A ese padre que primero fue torero y luego fotógrafo taurino, "que se encargó de revelar las fotos que Canito le mandó desde la plaza de Linares cuando Isleño mató a Manolete, que acompañó a Hemingway y tuvo que reabrir El Bohío en 1971, cerrado desde la Guerra Civil, cuando mi madre le recordó al nacer yo, que había que mantener a sus criaturas". Lo cuenta Diego, feliz de que se esté recuperando el archivo de su padre. Dos fotos y una Leica cuelgan del comedor.
"Mi madre cocinaba callos, pinchos morunos, ensaladilla, cordero. Era otra España. De entonces queda el concepto de los fondos". Unos fondos potentes y protagonistas, que son el alma de platos como el guiso de setas, ñoquis de patata y trufa o en el rabo de toro, judías y emulsión de pimientas. Dan carácter a salsas como la de la pintada, su royal y foie gras y ligan todas las carnes de un morteruelo cremosísimo y especiado. Platos que se quedan en la recámara y sigues paladeando días después en la memoria.
Pepe no quiere atarse a cambios drásticos cada temporada. "Voy poniendo, quitando y evolucionando constantemente pero a nuestro aire. A la gente le gusta venir a probar lo nuevo y hay que cocinar en clave actual. Pero no soy de los que echan literatura porque no va conmigo. Como cocinero me aburre el debate sobre si debemos estar siempre en la cocina o si hay que tener una vajilla grandilocuente. El plato blanco es el ideal".
Manu, Pedro y Javi son la base de su equipo en cocina, que se mueve entre las 13 y las 18 personas, según la temporada. Con ellos da forma a las ideas. "Uso ponzu o kimchi pero no lo vas a notar. En el escabeche de perdiz hay salsa satay, porque después de probar otras cosas, vi que realza el sabor de la perdiz. Para la pringá del cocido usamos masa de fritura japonesa. Incorporo lo que creo que hace crecer mis platos. Hay que darse un paseo por otros sabores para poner al día las recetas".
Observa las tendencias con cierta prevención y una dosis de ironía. No tiene intención de plantar un huerto ni de sumarse al kilómetro cero. "Compro donde surge. El cerdo es una de las materias primas que más uso, pero también el producto de temporada. Ahora hay cigalas, quisquillas de Motril, colmenillas... Eso nos marca mucho a pesar de que la cocina manchega no era tan estacional".
Se ha enganchado al tenis hace dos años. Y con el mismo empeño autodidacta que en su cocina, ha ido perseverando hasta presumir de un revés que le hace burbujear de placer cuando obtiene resultado. A los 49 años ha logrado un reconocimiento con el que ni tan siquiera fantaseaba cuando comenzó a los 20 en el negocio familiar, sin vocación por elevar una cocina tan sencilla, humilde y tradicional como la castellana al pódium en el que vascos y catalanes eran los campeones. "Para mí hay un antes y un después de Ferrán", admite.
Allí, en 'El Bulli', hacía cursos cuando en agosto tenía vacaciones. Otros años se iba a trabajar con Berasategui o Jean Luc Figueras, un gran cocinero desaparecido demasiado pronto. Ahora, asegura que "por afinidad me encantan 'Disfrutar' y 'Miramar' de Paco Pérez".
Desde que la tele entró en su vida, no dan abasto. "Tenemos un público muy variado que trato de que puedan verse reflejados en alguno de los tres menús que ofrecemos. Yo hablo directamente con todo el mundo. Lo mismo cojo el teléfono a un cliente que quiere reservar que a un proveedor. Y se extrañan de hablar conmigo", apunta para dar fe de que las cámaras no le han cambiado. Por lo pronto lo que más le importa ahora es irse a jugar un partido de tenis con su hijo de 11 años, al que le hincha de orgullo ver defenderse con la raqueta. "No veas la velocidad a la que aprende". En eso, ya se parece al padre.