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El pote asturiano es uno de esos platos de casa que ya no hacemos en casa. De hecho, su cambio de nombre durante la segunda mitad del siglo XX probablemente se debió a la generalización de la receta entre los restaurantes. Lo que hoy se presenta ante el comensal como pote asturiano ha sido durante siglos el pote de berzas. Pote, porque recibía el nombre de su recipiente, como la paella o la olla ferroviaria cántabra: recetas antiguas que se definían por sus cazuelas, ya que el condumio final dependía de lo que hubiera ese día para arrojarles dentro. El pote de berzas se llamaba así porque siempre había berzas, esa col asturiana resistente a cualquier inclemencia, ruda, amarga antes de escaldarla, inevitable en cualquier huerta y sustancia principal de un plato que es historia regional.
El pote era una olla con tres patas para colocarla sobre el fuego, o acaso con una cremallera para colgarla sobre él. Los potes fueron de cobre hasta que se generalizaron los de hierro en el siglo XIX, según relata el presidente de la Academia de Gastronomía Asturiana, Eduardo Méndez Riestra, en su voluminoso Diccionario de Cocina y Gastronomía de Asturias. El pote es identidad, más incluso que la fabada –con la que a menudo se compara–, pues su raigambre en las montañas como supervivencia invernal se remonta a siglos, hasta difuminarse el origen.
A esa olla –a menudo única en las casas– se echaba agua, engordada con harina de legumbres o cereal, para cocer las fieles berzas. Si aparecían alubias de cualquier tipo, se cambiaban por la harina. Más lo que quedara de carne en el hogar: un tasajo de tocino, un rabo, una pata; un poco de alguna chacina sobrante del día de fiesta. El pote marcaba el nivel diario de prosperidad de la gente humilde.
Hoy, sin embargo, el pote está categorizado: berzas, patatas, alubias secas y compango similar al de la fabada: chorizo, morcilla, tocino y lacón. Hay quien añade otros ingredientes, pero los antedichos son inevitables. Y así, remozado en puchero de categoría, aparente hermano pequeño de la fabada pero en absoluto menor, el pote se ilustra en guías, tienta con sus profundos perfumes a los turistas y propicia una competición entre restaurantes de toda España donde participan un centenar de negocios.
Su primer ganador fue un local ya legendario en Asturias: 'La Nueva Allandesa', situado en Pola de Allande, capital del concejo de Allande. Imposible perderse en el mapa con tanta redundancia. El punto de referencia para llegar a este pueblo de apenas 700 vecinos es precisamente este hotel y restaurante abierto hace 62 años. En todo ese tiempo, solo han dejado de servir pote tres días: cuando fallecieron los fundadores, y cuando se casó Geli Lacera, su actual alma mater, segunda generación. Su hija, Gelina Fernández, de 34 años, garantiza la continuidad.
¿Por qué seis décadas de fidelidad al pote? Porque fue el requisito impuesto por José González, un tío de la familia, indiano adinerado, quien les regaló el local con el único mandamiento de destacar entre la hostelería vecina con un plato fijo y supino. El que eligieran, pero que concediera fama al lugar. Y así fue. El peregrinaje hasta 'La Nueva Allandesa' en pos del pote mítico concentra hoy todos los vértices posibles. El asturiano peregrina a su santuario local. Lo hace también el visitante foráneo. Y por supuesto, el peregrino de Santiago, que al recorrer este tramo del Camino Primitivo –agreste, montañoso y hermoso–, hace parada y fonda al doble calor de las berzas y las mantas de 'La Allandesa' (el uso popular le ha quitado lo de "Nueva").
"Antes en todas las casas se hacía pote de berzas a diario", constata Geli. El suyo es formidable precisamente porque todo proviene de casa, de la propia o de las de alrededor. Su familia cultiva dos grandes fincas de berzas de la variedad del occidente astur, más robusta. Compran a vecinos ganaderos cerdos y vacas, con los que elaboran su propio embutido, curado con humo de roble (el aroma ahumado es fundamental). Usan fabas pintas (mitad blancas y mitad granates) del concejo. Y lo mismo con las patatas. Solo una cifra para medir su éxito: gastan 3.000 kilos de chorizo y otros tantos de morcilla al año. En su cocina trabajan nueve personas. El hotel tiene 38 habitaciones.
El proceso de este pote campeón es aparentemente sencillo: se cuecen en agua fría las fabas con un trozo de tocino durante dos horas, hasta que la mayor parte de las alubias se han desintegrado, espesando el caldo, y el tocino se pincha casi como gelatina. Entonces se añade la patata y, cuando rompe a hervir de nuevo, la berza (con un escaldado previo para quitarle el amargor), más el chorizo y la morcilla. Otra hora y media de cocción. Al acabar, se prueba, se sala, se separa el compango en una bandeja, se agarra la cuchara, y a pasarlo pipa. "Tú puedes comer fabada donde quieras, y nosotros la hacemos muy buena. Pero el pote es un cúmulo de sabores", dice Geli. En 'La Allandesa', su menú de cabecera añade otras dos recetas propias: pudin de verduras y repollo relleno de carne. Y que venga el invierno cuando quiera.
Si Geli preserva un método secular de preparar el pote, en 'Casa Chema' le han dado la vuelta completa: un pote vegano, que efectivamente huele a pote; y bien profundo. Tanto, que a ojos cerrados pocas personas lo distinguirían del cárnico. "Queríamos hacer un pote con todos sus sabores y olores originales para la gente vegana", explica Joaquina Rodríguez, cocinera y propietaria junto a José Luis Bernárdez, su marido. Al hablar de sabor, hablan con conocimiento de causa: 'Casa Chema' ha ganado el concurso de fabada (dos veces), el de cachopos, y varias ediciones y categorías de diversos concursos de pinchos. En este restaurante de Puerto, localidad a 15 kilómetros de Oviedo, cuya terraza corona el valle, las paredes no dan abasto con los galardones acumulados.
Entusiastas de su trabajo y ambos con una curiosidad incansable, Joaquina y José Luis decidieron hace siete años aprender cocina vegana e introducirla como alternativa en su carta. Quesos veganos (con anacardos o guisantes, y cuajados con limón), cachopo vegano… o fabada y pote veganos. Para este último, Joaquina prepara primero un caldo muy concentrado de verduras con setas shiitake, "que da sabor a carne", y alga baby, "que da un sabor como a beicon". En ese caldo cuece las patatas y las berzas (con su hervor previo). Y entonces llega el compango, compuesto por tres trampantojos de chorizo, morcilla y lacón: sus "embutidos veganos".
El chorizo lleva cebolla, calabacín, ajo, aceite, pimentón y una mortadela vegana que Joaquina prepara a partir de seitán casero, hecho con almidón. La morcilla, que no es morcilla, lleva arroz, remolacha, cebolla, calabacín y polvo de humo (de nuevo, el aroma ahumado). El lacón también está elaborado a partir del seitán. Los colores de cada uno son casi idénticos a los de sus modelos porcinos.
Al ver la triada, sorprende su parecido. Al probarlos en el plato junto con el pote, no se puede menos que aplaudir por cómo un vericueto tan difícil puede llevar al mismo resultado: sabor en la boca, calor en el estómago y esa serenidad que deja siempre en el ánimo la comida de casa. Esa comida doméstica que ya no cocinamos, y que tenemos que buscar afuera.