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La evolución que está experimentando nuestra gastronomía en la última década es innegable. De una culinaria con marcada vocación local, que basaba su proceso creativo en la búsqueda en su tierra y su tradición, hemos pasado a otra mucho más ecléctica, desenfadada y sin complejos que no tiene reparos en mirar hacia otras latitudes para aprender e inspirarse. Técnicas y productos que se consideraban exóticos han pasado a formar parte de nuestra despensa y recetario habituales, gracias en gran parte a la influencia que han tenido cocineros nuestros como David Muñoz, Ricardo Sanz, Alberto Chicote, Albert Raurich o, por qué no decirlo, Abraham García, y gracias en parte también por la aparición de grandísimos restaurantes venidos de fuera como Koy Shunka, Punto MX, Kena, Sudestada, Miyama y muchos más.
Pero, como todo en esta vida, como sucede con cualquier moda, tras el éxtasis inicial, se acaba implantando y convirtiéndose en prêt-à-porter. A pesar de haber nacido grandísimos locales (Nakeima o Umiko en Madrid, el universo Adriá en Barcelona, Kimtxu en Bilbao), ha aparecido una corriente que instaura una serie de platos icónicos de la fusión en la práctica totalidad de las nuevas aperturas que se suceden, dando lugar a propuestas tremendamente homogéneas, aburridas y, en la mayor parte de los casos, pésimamente ejecutadas y cuyo único propósito es el de epatar a través de nombres pseudoexóticos, tapando (o al menos intentándolo) así una cocina de dudoso talento y peor producto.
De entre la horda de ejemplos posibles hemos rescatado unos cuantos para su mayor gloria.
Obviando el coulant de Michel Bras, elaboración icónica del plagio gastronómico por antonomasia, es complicado encontrar en la actualidad un plato con más influencia que el Momofuku Pork Bun de David Chang. El chef coreano-americano ha convertido el plato nacional taiwanés, los gua baos, en un auténtico símbolo de la cocina de fusión de nuestros tiempos.
Su aparente éxito en los locales de moda es fácilmente justificable: un soporte neutro que permite múltiples combinaciones, un producto de quinta gama de relativa calidad (se pueden encontrar ejemplos decentes fácilmente congelados) y el juego de comer con las manos que siempre resulta atractivo para el gran público. La gracia se acaba cuando en realidad lo que nos encontramos son engendros malignos, deslabazados y plagados de mahonesas de tutti-frutti o salsas dulzonas y umamificadas, que tienen como única misión fagocitar al ingrediente principal.
El plato nacional de Perú también tiene un lugar de honor en nuestra honrosa lista. La aparente sencillez de la elaboración -al final son cuatro ingredientes con mínima intervención- es un factor clave de su fama. Cocineros incapacesde perpetrar un escabeche o un sencillo salpicón, encuentran la horma de su zapato en el ceviche.
La base del éxito de un buen ceviche (y prácticamente la única) es la calidad y frescura del pescado con el que se elabora. Y es aquí donde con la Iglesia hemos topado, pues el producto de quinta da para lo que da y acaba dando lugar a engrudos de panga salvaje o langostino caribeño incomibles.
Que lo crudo mola está claro. Todo gastronomístico que se precie tiene que sacar alguna vez a relucir su lado crudívoro porque eso recuerda a sus colegas lo molongo que es el rollo japonés y lo sana que es la dieta paleo y todas esas gaitas. Que todo esto tiene que ver entre sí como un huevo a una castaña, pero nadie dijo que estar a la última fuera fácil.
Porque al final para cortar en dados un “lomo de atún” o un “solomillo de wagyu”, añadirle un chorreón de soja, un poco de cebolleta y coronarlo con una yema de huevo, no hace falta ser Martín Berasategui. Y fruto de esa fuente inagotable de creatividad surge una de sus creaciones culmen, el “tartar de atún con aguacate”, omnipresente y omnipotente, plato icónico que ha de aparecer en cualquier restorán molón que se precie.
La versión asiática de nuestras empanadillas es otro clásico de las cartas de los locales más cool. Qué duda cabe que el recuerdo de las empanadillas Findussiempre va a estar ahí, pero mucho más guay porque se pueden comer con palillos. Porque ojo, comer con palillos es una de las habilidades que todo gourmet diplomado tiene que atesorar en su currículum vitae. Y son al vapor, que es mucho más healthy que la fritanga de turno de tu abuela.
El secreto es muy sencillo: como en los baos, todo es dumplingzable. Es decir, cualquier cocinero travieso que se precie puede dar rienda suelta a su imaginación y pertrechar unas vanguardistas empanadillas de cerdo agridulce a las doscientas diecisiete especias, de arroz tres delicias o de nocilla con chorizo. Con bien de soja, todo entra. Hasta el infinito, y más allá.
La nota mexicana la ponen los tacos. Y se vuelve a repetir el patrón, pues la versatilidad de este tipo de elaboraciones permite que casi cualquier invento tenga cabida. Desde los más valientes que se atreven a versionar el recetario más tradicional con versiones de la cochinita pibil o los tacos al pastor hasta los más artistas que se marcan unas quesadillas de jamón-queso y se quedan tan oreados. Y no le ponen ketchup en vez de Valentina vete tú a saber por qué.
Al final, lo que solemos encontrarnos son tortillas industriales de infame calidad con guisos o mezcolanzas bizarras alejadas del frescor y la intensidad que caracteriza a esta cocina, caracterizadas por una pesadez digna de un especial de Crónicas Carnívoras.
En este particular antiraking tendrían cabida muchos más ejemplos, como la quinoa, el tataki de atún, las hamburguesas de kobe (Bryant suponemos), los curries, el ramen… y así nos podríamos eternizar. Porque, recordad amigos, el hambre de novedades y el eclecticismo del foodie son inaplacables.
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