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"Aquí en esta mesa come todos los días la familia y el equipo, aquí me reúno con mis amigos íntimos, con los que quiero. Me acuerdo de las Navidades, cuando cenábamos con la gente del personal que estaba lejos de casa y que se quedaba con nosotros a pasar esa noche, y era increíble, mágico. Comíamos ensaladilla rusa, cardo y alcachofa, pollo o pato asado, arroz con leche y natillas. El mismo menú que ahora".
Juan Mari se ajusta las gafas de Issey Miyake –el icónico modelo IM 101– y recuerda, con la misma alegre nostalgia, que las compró en París. Estamos alrededor de la mesa de la cocina. Otro gran icono. Y las gafas de diseño industrial y futurista junto con su impoluta chaquetilla blanca le dan un aire de entrañable científico vanguardista, de esos que solo inventan cosas buenas.
Su yerno, junto al que come pronto muchos días en esta mesa, mientras su hija Elena va y viene de los fogones y la sala, se levanta para irse y Juan Mari Arzak nos da una cariñosa bienvenida. Acabamos de recorrer con Luisa López Tellería la exposición de sus mesas, dividida en dos salas de Donostia –Museo San Telmo y Tabakalera–, antes de que comience a circular por el resto del país.
Se trata de una relevante muestra en la que se resume la proyección de la gastronomía a través de una familia. Cómo nos hemos convertido en un referente mundial a la vez que se democratizaba el hecho de salir a descubrir platos que no se cocinaban en casa. Se le nota feliz con el resultado. Mira a Luisa y le atribuye el mérito.
En su mesa comenzó a cocerse la nueva cocina vasca. "Esas mesas de la nueva cocina, de los 70, los 80 y los 90. También está la mesa del laboratorio, la de Elena, un tanto caótica porque es la de la creación hasta que se convierte luego en platos, y la de la solidaridad, porque Juan Mari colabora con la ONG Saporeak.
También se puede observar la mesa de la reflexión, donde piensa durante los 15 días de vacaciones; y con todo lo que ha visto y leído, lo usa para las nuevas cartas. Y la mesa del mercado de la Bretxa, importantísima, porque siempre lleva a todo el mundo al mercado como firme defensor de nuestros productos y de esta tierra", explica López Tellería.
En Tabakalera está la parte más creativa de Juan Mari, donde los textos de Hasier Etxeberría son el hilo conductor que vertebra el análisis sobre la cocina tradicional y la cocina de vanguardia, y en el que se propone un paseo por los cinco sentidos más el del humor.
Ese humor tan característico de Arzak, que hoy acaricia la veteada mesa de mármol mientras habla, con la complicidad de haber compartido tantos momentos. Es sólida y robusta, imposible de mover el tablero de piedra sobre las patas de hierro fundido, que tiene reproducida en su casa. Hay familiaridad y emoción en la forma en que pasa la mano por encima. Lo malo se ha borrado y solo queda lo bueno.
"Esta es la mesa más importante. Aunque la del comedor también. Esto no es un restorán de lujo, es familiar e intentamos que el que entra por la puerta se vaya contento y haya estado como en su casa. Nos suelen decir 'esperaba menos'. Si te dicen que esperaban más, te han hundido", dice riendo.
"Yo he nacido en un piso de este restaurante", dice el patriarca. Motivo al que Elena, su hija y heredera del legado, achaca que "mi padre, como no tenía casa, la casa era la cocina y en esta mesa se tomaban todas las decisiones, desde los platos a asuntos familiares. Es el cerebro del restaurante". Esto demuestra que para ser revolucionario tampoco hace falta recorrer otras cocinas por el ancho mundo. Su fórmula: "Mirar al mundo con ojos de cocinero, y por otra, pensar con la ilusión y la curiosidad de un niño".
Era difícil imaginar de antemano que un recorrido por 12 mesas pudiera resultar tan cálido y sugerente. Pocas veces un mueble ha contado tan bien una historia. La de un cocinero convertido en símbolo del salto de la gastronomía a una nueva era y la de un pueblo ávido de situarse en el futuro a través de su cocina. Mesas para ser feliz, en las que cualquier excusa es buena para sentarse y simplemente compartir, probar y olvidarse de todo lo demás.
La mesa de la amona –abuela– en el Alto Vinagres, donde se despachaba vino al pie del camino de Francia y al estropearse alguna partida se quedó con ese nombre. Un lugar sin pretensiones que reflejaba las necesidades de una época en la que un vino era lo máximo a lo que se podía aspirar.
La mesa de su ama –madre– y los banquetes, cuando convirtió la taberna en el sitio donde se celebraban la mayoría de bodas en Donostia, en la que un joven Juan Mari "ayudaba a preparar los aperitivos fríos y calientes, que eran muy importantes" y donde comenzó a hacer sus pinitos, tal y como reconoce.
Y la de la cocina, que es también para Elena, y a la que se siente más vinculada. Que cumple una función distinta a cada hora del día. Es como las personas, que mutan a lo largo de la jornada en base a lo que hacen en cada momento.
"El mejor momento del día es cuando me siento a la noche con la luz apagada y veo salir a la gente a oscuras. Agur, buenas noches, hasta mañana. Ese instante me sirve para descomprimir y relajarme del todo. Es de calma total. La calma que te queda al final, cuando ha salido todo medianamente bien, y la satisfacción de decir he acabado el día sin problemas", confiesa Elena, que es pura energía emulando ese paréntesis de relax en medio de la vorágine, tocando con firmeza esa mesa a la que le queda tanta vida.
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