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Cuando se busca el término “sostenible” en la R.A.E. aparecen dos acepciones: uno, «que se puede sostener»; dos, «[...] en economía y ecología, que se puede mantener durante largo tiempo sin agotar los recursos o causar grave daño al medio ambiente». Esta filosofía, que se extiende como un ciclón por el gremio gastronómico, ya no es un capricho sino una necesidad urgente. En la campiña navarra encontramos un faro para este movimiento: 'Granja Escuela Ultzama'.
Estamos en el comedor, después de un tour guiado por las instalaciones, devorando uno de los menús que se ofrecen junto con la visita. Los platos huelen y saben a campo, a lechugas recién arrancadas de la tierra, a cocina de toda la vida. Y comemos sin prisa, embelesados por los tonos verdes del paisaje que se cuelan por el inmenso ventanal, haciendo honor a esta casa que fue -para quienes no lo sepan- la primera escuela de Slow Food del mundo.
“Es verdad, Slow Food tiene una universidad en Bra (Italia), pero no existía una escuela física y presentamos la idea y aceptaron”, relata Óscar Labat, impulsor del proyecto junto con Beatriz Otxotorena. Él, médico, y ella, enfermera, ambos en activo. Son pareja, tienen dos hijos y viven en una casa aledaña a la finca, en Lizaso, en pleno valle de Ultzama. Nos cuentan su día a día y resulta admirable ver cómo sacan tiempo y energía, cuando llegan de su turno en el hospital, para sonreír y atender las mil tareas que genera este espacio de 30.000m² y que ya emplea a 16 personas.
La 'Granja Escuela Ultzama' echó a andar, tras muchos esfuerzos, en octubre del año 2013. Sus objetivos son ambiciosos: fomentar la ecología y la economía circular en un fin más educativo que productivo; promover la integración laboral y social de personas en riesgo de exclusión social; la igualdad de género; rescatar y divulgar costumbres, cultura y etnología del valle de Ultzama; difundir el movimiento Slow Food, la agricultura ecológica… y todo sin ánimo de lucro.
También gestionan el bosque de Orgi y rescatan animales, y empezaron “sin saber nada, mirando en internet. Leer y preguntar”, recuerda Óscar. Arrancaron sin publicidad con 800 visitas anuales. Hoy llegan a las 7.000, sobre todo colegios (entre semana) y familias (los fines de semana). “Al principio hacíamos talleres de cuajada y poco más, pero los niños tienen que conocer de la huerta a la mesa. Vimos que no distinguían una planta de zanahoria de una de alubia. Teníamos que hacer más. Construimos los edificios educativos”, enumera el encargado del espacio.
Un arquitecto bioclimático, Iñaki Urkia, se encargó de diseñar cuatro edificios. Desde el aire, unidos por un camino de tierra, tienen forma de caracol, como el logotipo de Slow Food. Un caracol dividido en cuatro bloques hechos de paja, adobe y madera. En estos espacios, que armonizan con el entorno, se desarrollan talleres. Los hay donde los críos muelen el trigo y elaboran sus propios espaguetis, que luego se cocinan y devoran en su plato; también para aprender a cultivar un brócoli o evitar el desperdicio de comida; o vegetarianos; o de chocolate o con productores locales, etcétera.
Y de queso en la quesería bioclimática, asesorados por el afinador y maestro quesero José Luis Martín ('Qava', Madrid). “Esta quesería está construida con termoarcilla y la planta de abajo se refrigera por un sistema de conductos de aire. Aquí vienes, haces el queso y te lo llevas a casa. Lo maduras con unas instrucciones que te damos y te lo comes”, indica Labat. Tienen lista de espera de grupos para asistir a este taller. Y si no apetece, siempre se puede pasar por la pequeña tienda con productos del valle y aledaños: mermelada del Baztán, sidra de Beruete, miel de bosque, jabones fabricados con aceite reciclado, vinos, huevos, pastas artesanas, embutidos y quesos, claro.
Para asistir a la granja se ofrecen algunos planes -todos súper asequibles-. No se puede venir solo a comer como si fuera un restaurante más de Lizaso. La idea es que uno se entere de dónde proceden los alimentos que aterrizan en la mesa. Se puede hacer una visita guiada a la granja y luego comer, o también aprovechar para hacer algún cursillo. Las vistas son de postal. Y pasear entre caballos, burros, ponis, vacas y ovejas -rescatadas de una vida enclaustrada- pastando en calma por las praderas,una experiencia que limpia y oxigena a cualquier urbanita.
La visita, que para un adulto no pasa de siete euros, suele desembocar en un almuerzo en el comedor (en menús individuales de 20 euros para adultos; 10 euros para niños), el edificio más bonito de todos. Es una construcción redonda que imita la concha del caracol con capacidad para 64 personas.
Tiene un denominado techo recíproco donde las vigas de madera encajan unas con otras formando una espiral, una cristalera como una pantalla de cine que da a los prados con las arboledas al fondo, y una cocina vista con los fuegos, los pucheros y el horno de leña detrás.
Además, pueden alardear de que mucho de lo que se sirve en su comedor es local. De la huerta, que dista medio minuto a pie desde la cocina, se encarga Beatriz. “Cultivo en bancales rotativos. Es una huerta circular. Uso el método parades en crestall, inventado por Gaspar Caballero, que aprovecha el terreno, consume poca agua y deja un residuo cero”, explica. Ahora crecen lechugas, pimientos, cardos, puerros, cebollas, tomates… que cuando alcanzan su punto óptimo son los ingredientes de ensaladas, cremas, quichés y demás. Y la carne también sale de su finca: cordero, cabrito y cerdo. Y cuando se acaba lo propio, pues tiran de algún pastor vecino.
Si la opción es quedarse a comer tras el paseo educativo por la granja, la fórmula se pacta con antelación. El menú se elige días antes. “Se trata de que nunca sobre nada y de servir lo más fresco posible. Ajustamos mucho y si te queda algo en el plato, pues te lo llevas en un túper, y si todavía hay algo que no se pueda aprovechar, pues se lo comen los animales”, señala Beatriz, que también ha sido la encargada de dar lustre a recetas antiguas y dirigir una sala donde se afanan trabajadoras que han encontrado aquí una segunda oportunidad.
Para esta ocasión nos decantamos por un quiché con verduras de la huerta, merluza con almejas al estilo de la abuela, cordero asado en horno de leña con patatas fritas y ensalada de lechuga con cebolla, sencillez sin estridencias servida con abundancia y amabilidad y, por supuesto, con sabor y sin estrés. De postre, sacrilegio, en lugar de cuajada, una mousse de chocolate con nata de las que hacen afición. No podemos con todo y los restos van a un túper de cuatro compartimentos cortesía de la casa. El mantra de Slow Food es “comida buena, limpia y justa”, nos dicen. Damos fe. Queremos preguntarles por sus planes de futuro, pero caemos en el sinsentido. El futuro son ellos.