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A las puertas de la Sierra Norte de Madrid, hay un enclave en el que el cambio climático aún no se deja notar. En una mañana desacostumbradamente soleada para un mes de noviembre, golpeamos con los nudillos una puerta de madera que deja paso a la oscuridad de una cueva. Los ojos del visitante se acostumbran pronto a la penumbra y descubren al fondo de la estancia una chimenea donde crepitan los leños. "No os va a sobrar el jersey, ya veréis. Aquí estamos a 12 grados", nos comentan al entrar. Aquí se escondía el otoño perezoso.
El secreto que guardan los llamados caños molareños queda enseguida expuesto por un intenso olor a madera y carne fresca. Estamos en un antiguo lagar subterráneo. "Estas bodegas se encuentran en el alto La Torreta, donde se come y se bebe por muy poquitas pesetas", recoge una copla popular impresa en un azulejo del restaurante El Matador.
"Mi padre, Antonio Valdeavero Ponce, fue torero de joven", cuenta Ismael, hijo del fundador del establecimiento. "Tomó la alternativa... Luego no siguió con el proceso, pero de aquellos muletazos viene el nombre de este lugar, que fue la primera bodega que se abrió en El Molar”, explica. Ahora hay más de una veintena.
Este restaurante, en concreto, nace en el año 78, pero las grutas que lo albergan tienen mucha más historia. Existen alrededor de dos centenares de cuevas en los cerros que circundan este pueblo de más de 8.000 habitantes, situado a 45 kilómetros de Madrid, en el 42 de la N-I dirección Burgos. La mayoría custodian la producción vinícola de la zona. "Los árabes supieron ver su potencial como despensa. Aprovecharon estas oquedades naturales, donde la temperatura se mantiene estable todo el año, para generar fresqueras. Años mas tarde se recuperaron para poner el vino a buen recaudo en tinajas de barro", relata Ismael, que dirige la cocina de El Matador.
La mayoría de las cuevas presentan huecos laterales para estas enormes tinas. Justo en esas cavidades se ubican hoy las mesas del establecimiento, alumbradas en exclusiva por el tintineo de las velas. "No es una cuestión de romanticismo. Mi padre quería que convirtiésemos esta bodega en una especie de museo natural, para que la gente pueda disfrutar de este entorno y lo vean tal y como fue", detalla el molareño.
En este paraje subterráneo, repleto de bóvedas reforzadas con arcos enladrillados de medio punto que dejan claro su origen, ha sido refugio improvisado para los vecinos en la Guerra Sucesión española (1710) y durante la Invasión Francesa (1808). Una vez que dejaron de caer las bombas, la gastronomía volvió a abrirse paso y terminaron conociéndose como las cuevas del vino.
"Ya sabéis lo que dicen de los caldos de El Molar: no emborrachan, pero agachan", comenta divertido el cocinero, que atiende con mimo la parrilla donde se preparan unos pinchos de cordero en carbones de un rojo somnoliento. "Aquí todo se hace a la vista del cliente, que también la vista alimenta", apuntilla. Si también queremos darle alegría al estómago, los 25 euros que cuesta el menú El Payador cunden para probar setas de temporada, morcilla o chorizo a la brasa, una ensalada generosa y carne a la brasa.
El género procede de la zona. Los pimientos, tomates y lechugas, que se recogen en las huertas del valle del Jarama. ¿Para qué irse más lejos? Este enclave es famoso por su agua desde el siglo XVII. Francisco de Goya, Manuel Godoy, la Duquesa de Alba o el Conde de Romanones acudieron a beber a la Fuente del Toro, a la que se le atribuyen propiedades medicinales.
No obstante, si el comensal prefiere finiquitar su deleite con algo más fuerte, no necesita salir a la superficie para tomarse una copa. Bastará por adentrarse un poco más en las entrañas de la cueva y serpentear por sus galerías, que comunican el restaurante con las escaleras de la Taberna Marinera, una tasquita que nos transporta a territorio pirata sin abandonar la sierra madrileña ni ese olor taciturno a madera.
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