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En un pasillo del Mercado de la Paz (Madrid), una fila de hombres y mujeres, visiblemente hambrientos, marca la ruta hacia dos salas de suelo resbaladizo, decibelios que alertarían a la mismísima OMS y platos cargados de generosas porciones.
En las mesas vemos obreros, ejecutivos, vecinas del barrio de Salamanca, parejas, compañeros de trabajo y solitarios, que nunca lo estarán tanto porque, cuando menos, escucharán el tintineo de las copas y de los cubiertos contra los platos, sentirán los pasos apresurados de los camareros y los empujones de los clientes que no encuentran espacio para pasar.
Sobre cada mesa se apoya una capa de papel grisáceo, que batalla por mantenerse limpia, aunque poco tarda en caer la primera gota de un fondo potente de pescado que baña el arroz con bogavante del día. Es miércoles y en Casa Dani no hay espacio para la improvisación ni tiempo para detenernos demasiado a pensar en lo que vamos a comer.
“¿Cuántos arroces por aquí?”, pregunta Luis, con su inconfundible voz ronca, a un grupo de ocho jóvenes que acaba de sentarse. Ninguno titubea. En el menú del día, del que sirven cerca de 300 cada jornada, y que publican en su página de Facebook, no faltan las albóndigas, el salmorejo, el escalope de milanesa, las judías verdes o la tortilla de patatas... Esa tortilla, melosa y con la cebolla perfectamente pochada, que tantos piropos les ha regalado y tantos suspiros ha robado a su cortejo de fanáticos.
“Todo el producto lo compramos en el mercado. No es barato pero me hacen buenos precios y así puedo ajustar el menú a 10 €. Las patatas [gallegas] y los huevos son el secreto de nuestra tortilla. Despachamos entre 350-400 cada viernes y casi 200 el resto de los días”, nos cuenta Dani padre, con el cansancio acumulado –más en el cuerpo que en el espíritu– y el firme propósito de jubilarse próximamente.
Su mujer, Lola, “la que tiene cara de mala leche”, dice, fue quien empezó en la cocina, hace 25 años, cuando el espacio escaseaba y el alquiler costaba, nada más y nada menos, que 500.000 pesetas al mes (3.000 euros).
Aún hoy atrapada entre un relojero, una tienda de iluminación, otra de bordados, una boutique de arreglos y una lavandería, Casa Dani es el lugar en el que jugamos al Tetris con mesas y sillas. A no más de cinco centímetros de nosotras están Yolanda y Miguel. Tras varios codazos involuntarios y las disculpas pertinentes, se atreven a ofrecer el trueque: “¿Nos dais un poco de vuestro pan y mojáis en la salsita de los callos. Están buenísimos, ¿queréis?”.
La charla se anima con las albóndigas, las patatas fritas y un escalope del diámetro de una rueda de triciclo. Es su primera vez allí tomando el menú del día, aunque confiesan ser habituales de su barra. Una en la que, por cierto, será necesario acomodarse si la comida se antoja con epílogo de sobremesa porque, reza un cartel desvencijado en la pared “la copa en la barra”.
Detrás de ella está Dani hijo, famoso por tener una memoria prodigiosa para acordarse de los nombres de los clientes y sacar una cuenta somera de cuánto tiempo llevan sin pasarse por ahí. Con él tomamos el café, cerca de una ventana desde la que salen las raciones. De un total de 16 personas, cuatro están a pie de fogón.
Las cañas y los pinchos de tortilla se reparten a lo largo del mármol, rodeado de taburetes ocupados por más ejecutivos y chalecos manchados de pintura. Dani hijo y su hermana Noelia, son el relevo de Dani y Lola y quienes, desde ya, nos garantizan que tendremos “casa” para rato, incluso para llevar.
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