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Una pizarra con dos ensaladillas separadas por unas crujientes regañás llega a la mesa anunciando el duelo. “Elena vs. Saúl”, se llama este plato que Sergio, el camarero, explica llanamente: “Es el pique entre Saúl y su mujer. Él contra ella, el pescado contra la carne. La idea es que probéis las dos y nos digáis cuál os gusta más”.
La de Saúl Sanz (el cocinero y propietario de Treze) lleva ventresca, aceitunas, huevas de arenque y trufa. La de Elena (su mujer y antigua repostera) tiene huevo, pimientos y embutido alemán. La primera es intensa y avinagrada, la segunda más dulce.
Saúl sale de la cocina para acercarse a los comensales y comprobar cómo va la puntuación entre las mesas que comían las ensaladillas. “La mía es la que está buena, pero la de mi mujer… ¿Qué te voy a decir yo si tengo que volver a casa?”.
En ese momento comprendimos que ese cocinero simpaticón destilaba la esencia más pura de la ironía madrileña, vestida con delantal y convertida en menú del día (en la parte de abajo) y en restaurante gastronómico con platos de caza que alimentan el espíritu, en la planta de arriba.
Habíamos llegado hasta allí para comprobar cómo ese menú, que arranca con tres tapas, había calado en el barrio de Salamanca (Madrid), tras unos inicios de incomprensión.
“La gente está acostumbrada a un primero y un segundo, a un perolo de lentejas, pero a mí me gusta más picotear tres cositas en menor cantidad porque me parece más dinámico y divertido. Al final, ha cuajado bastante bien”.
No está muy seguro de elaborar un menú con cabeza, dice, pero las premisas no son descabelladas: pensar en la temporalidad; que en las tapas haya un guiso, una ensalada o coca y un frito (en verano el guiso es una sopa fría) y que haya carne o pescado, pasta o arroz.
“Dar de comer todos los días a la gente es divertido, cansado y no renta. Eso es obvio. El margen de ganancia es escaso, pero soy feliz con la idea de ser el comedor de nuestros clientes, su salón de casa”.
Tras el combate de patatas, zanahoria, guisantes y mayonesa (un fuera de carta recomendable) comienza el menú de 13€ con una sopa de cebolla que es bálsamo para estómagos helados, un sutil hojaldre de butifarra y una ensalada de escarola. Todo viene junto (no revuelto) en un plato rectangular.
El servicio va a buen ritmo, para tener el tiempo suficiente (y necesario) para comer, charlar y no llegar tarde a la oficina después de la pausa del almuerzo.
“Buenísimo todo”, decía la pareja que estaba a dos mesas de la nuestra, mientras la miga del pan se empapaba con lo poco que quedaba del jugo que aún lustraba las paredes de la cazuelita de la sopa, y Sergio nos traía el solomillo con salsa trufada y puré y la ventresca con verduras.
Era difícil definir si lo mejor eran los trozos de patata de aquel rústico y desprolijo puré que se fundían en boca o el sabor a hogar de los pimientos y calabacines sobre los que se apoyaba el pescado.
“Lo importante es que la calidad y el servicio sean acordes a lo que pagas. No por comer un menú eres menos y no por trabajar un menú eres peor cocinero. ¡Al revés!”, exclama Saúl.
Él lo sabía. Siempre lo supo. Por eso pisó el 36 de la calle General Pardiñas con el mismo arrojo con el que, como el salmón, nadó a contracorriente durante los duros años de la crisis (junio de 2010) y abrió el primer Treze en la calle San Bernardino, muy cerca de la Plaza de España.
“¿Sabes qué es fundamental? Perderle el miedo a las cosas y nunca perder de vista que los cocineros no somos más ni hacemos más de lo que han hecho las amas de casa toda la vida. Quizá es que soy un tipo raro que no busca facturar como loco sino vivir”.