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Los mediodías en el restaurante 'Bogotá' son un frenesí. Aunque, paradójicamente, el ambiente es relajado. En el aire flota una confianza de saber que a la mesa siempre llegará algo rico y en las caras de los clientes una alegría al rememorar en cada bocado los sabores de la infancia. Unas albóndigas de ternera con patatas fritas, un escalope jugoso con un empanado crujiente o incluso unas simples acelgas rehogadas con ajo.
Es lo que busca la clientela, nada de complicaciones, sino volver a esa cocina de abuelas y madres. Julio Núñez, el propietario, cogió las riendas del negocio hace 16 años cuando su padre, Vitoriano, se jubiló tras décadas al pie del cañón. Él ha sabido mantener el espíritu familiar en esta casa de comidas, enclavada en la frontera del barrio de Justicia y Chueca, que abrió los ojos en 1964. Sencillez y honestidad. Lo que se ve es lo que hay. Y no es poco.
"Desde la época de mi padre todo ha cambiado mucho, pero siempre tuve claro que quería conservar ese estilo de cocina casero", cuenta Julio. "Todo se ha modernizado muchísimo, las modas van y vienen, nada dura el tiempo suficiente… y yo quería otras cosas". Y de momento funciona de maravilla, a la carta para las noches y fines de semana, y sobre todo, con su menú del día, quizá uno de los más aclamados de Madrid. Lo pusieron en la otra crisis, la de los años 90, y desde entonces se convirtió en su principal reclamo.
"Para otros es un complemento con el que rellenar u optimizar esta franja de la jornada, no es su objetivo, sin embargo, para nosotros es la base y con ello hemos conseguido un público muy fiel", explica Núñez. En su pizarra aparecen dos opciones: un menú del día (12,50 euros) donde se elige entre cinco o seis primeros, unos ocho segundos, y viene con pan, bebida, postre o café; y otro especial, algo más caro (15 euros), que se nutre de especialidades de la carta.
Abundan los guisos y se incorporan platos nuevos según la temporada. Algunos rotan a diario, hoy lentejas, mañana pisto manchego, y ahora con los días de calor, sustituyen el cocido tradicional por las ensaladas, gazpachos y otros platos más fresquitos. ¿Y los postres?, los de siempre: flan de huevo, arroz con leche, natillas con galleta, etcétera. "Recetas de toda la vida que haces y tratas de mejorar con el tiempo", apunta Julio.
El local, decorado con sencillez y muchas fotografías en blanco y negro, tiene un comedor principal en forma de "L" y otro salón interior. La cocina está al fondo, a la antigua usanza, conectada con la sala por una puerta batiente doble que en horas punta no deja de bailar: "¡blam, blam!". El nombre del restaurante no tiene nada que ver con el país sudamericano ni con su culinaria, simplemente, era la moda de la época en la capital: Cafetería 'Manila', 'California'...
Por la zona en que se ubica, con los tribunales a dos pasos, acuden muchos funcionarios y abogados, pero también vecinos y currelas, algunos incluso todos los días. "Que estés bien alimentado, si tienes que comer fuera de casa, al cabo del año lo notas bastante. La gente busca producto natural y que te haga poco daño, por eso elaboramos mucho: las croquetas, las salsas… todo se hace aquí, se usa mucha verdura y no hay atajos para preparar los platos. Es más sacrificado, pero merece la pena", alega el propietario.
En un día bueno, dependiendo de si es invierno o verano, llegan a servir 90 menús (el restaurante tiene 60 plazas). Es una maquinaria perfectamente engrasada por un equipo de seis personas: mitad en salsa y mitad en cocina. Y aquí, en los fogones, otra pieza clave es la cocinera, Begoña Arín, que lleva nada menos que 30 años en la casa y se afana cada día para que los callos, la fabada, los potajes o los chipirones rellenos siempre salgan igual, tanto en la carta como el formato más asequible (aunque aquí todo es más que amable con la cartera).
A las 14.00 el comedor ya está casi lleno. Julio atiende las mesas personalmente porque un camarero está de baja y hay que arrimar el hombro y sacar el servicio adelante. Hoy en la pizarra de la calle se perfilan unas lentejas estofadas, canelones caseros, ensalada de judías verdes, muslitos de pollo a la cerveza y algún incunable de la época, como el filete de hígado de ternera. Le decimos a Julio que ese plato fue una pesadilla de la infancia para nosotros. "Ya, bueno, se puso de moda en la época de nuestras madres y cuando eres pequeño… Sin embargo, aquí vendemos un montón cada semana", asegura Núñez.
El servicio es eficaz, veloz, pero sin la precipitación ni el estrés que se respira en algunos bares. Los camareros se acercan a la mesa casi de puntillas. Apenas uno ha pedido aterriza, en cuestión de dos minutos, una ensaladilla de gamba o un recipiente con los canelones humeantes de toda la vida. Las albóndigas con patatas chips caseras, uno de los éxitos de 'Bogotá', son un manjar obligatorio y el escalope, la demostración de que en el comedor del colegio no tenían ni idea a la hora de dar lustre a una elaboración tan simple.
Los postres, además, son un peligro, porque las raciones también son a la antigua usanza y si se pide un flan de huevo ya no se puede parar hasta dejar la superficie del plato reluciente. Una hora después sigue el desfile de hambrientos. Extasiados, miramos al fondo de la sala más cercana a la calle. En la pared, una gran foto muestra a una mujer sentada en una roca en medio de un lago mirando al horizonte. Una metáfora de este restaurante. Una isla singular en medio de la modernidad imperante.