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En ‘Atempo’ cada mesa dispone de un mueble auxiliar para ultimar las preparaciones, y no es un utensilio que se va moviendo a requerimiento de los camareros. Son los cocineros quienes salen a la sala del restaurante, explican los platos, los acaban allí mismo, los sirven y -de paso- se meten en el bolsillo al boquiabierto comensal, que interrumpe la conversación una y otra vez dispuesto a no perderse nada.
No obstante, la experiencia comienza algunos minutos antes. Nada más entrar ya notamos que estamos en un lugar especial. El recorrido hasta la mesa pasa por una barra lateral de cocina donde degustar el tomate en tres bocados -Bloody Mary on the rocks con agua de tomate aliñada con lima, salsa Perrins, tabasco y sal de apio; unos cherrys con caballa, anchoa y esférico de aceituna verde en agua de escalivada, y una cánula de pan crujiente rellena de sofrito de tomate picante y pesto, apodada gran macaron-. El cóctel sin alcohol es una de las elaboraciones que Jordi Cruz sigue manteniendo por muchas veces que 'Atempo' cambie de piel. Esta es, por cierto, la tercera.
El restaurante estrenó -otra vez- espacio hace año y medio viajando hasta el Eixample barcelonés desde la gerundense La Fortalesa de Sant Julià de Ramis, donde estuvo dos años. Antes, había nacido en los bajos del ‘Hotel The Mirror’ en el número 255 de la cercana calle Còrsega -a solo 300 metros-. Un viaje de ida y vuelta a Barcelona, escenificado con este recorrido iniciático que sigue -pasillo abajo, porque tiene un desnivel evidente desde la entrada- hasta el fondo del local.
Tomamos, aún de pie, una extraordinaria ostra frita a la andaluza con caldo de los últimos boletus edulis bajo la atenta mirada de uno de los tres cuadros de Quin Hereu en el espacio. Es el único nuevo, pintado ex profeso para colgarlo aquí. De aquella espectacular aventura en el Empordà junto al ya fallecido empresario Ramón López Vergé (d’Or Joiers) -un restaurante incluido en un elegante hotel, con museo de joyas y exposición de arte del pintor estrambótico-, queda un bello recuerdo y dos pinturas más: “Los cambios nos han traído hasta aquí, hasta lo que somos hoy día”, espeta Iñaki Aldrey, mano derecha del televisivo chef y jefe de cocina.
Él ha sido la sombra de Cruz los últimos 12 años, desde sus prácticas en ‘ABaC’ (3 Soles Guía Repsol), hasta su paso por ‘Ten’s’ y su consolidación como chef en La Fortalesa, con solo 28 años. Comparte con el manresano un inicio en la pastelería dulce y una sensibilidad e interés por el producto más allá de toda duda. El paseíllo acaba de su mano, llegando al comedor principal para tomar asiento. Ante nosotros, dos bellas salas; una en dos niveles, con un allure a los felices años 20 -donde cada rincón se presta a una cena íntima-, y otra como un reclamo visual zen, con un espacio con un cerezo japonés acristalado.
El periplo del restaurante hasta encontrar su sitio y este viaje en forma de snacks salados convergen. Moverse mucho para acabar ocupando el espacio de uno de los grandes restaurantes que ha perdido Barcelona: ‘Gaig’. Casualmente, la familia González -dueños también de los otros restaurantes bajo el sello Cruz- tenían vacío desde el 2018 el local. El reclamo es, pues, especial. Nada parece presagiar una velada anodina.
El origen del caviar llevado a una entrada francesa asoma en el primer bocado: la mantequilla tostada tradicional, trabajada al punto noisette, con caviar y blini -un bocado usualmente elaborado con pistacho local en Irán y crème fraîche-, aquí, cambia de fruto seco y usa una oblea casi transparente.
Cualquiera puede notar que un chef es feliz explicando su plato. Y es lo que pasa cuando llega a la mesa el primer pase: un espectacular salmón arropado con alga kombu que se corta para elaborar la cánula de alga nori con salmón curado y soja. “Lo cubrimos aproximadamente 48 horas, para que absorba el exceso de agua del pescado sin modificar su sabor”, detalla. Un maki versionado al que se añade el salmón curado en tartar, aderezado con huevas de trucha -más delicadas-, yema de huevo deshidratada con soja y lima perlada australiana, que se prepara delante de la mesa en menos de dos minutos. “Gracias a que el ácido está encapsulado, no cuece ni acevicha la preparación”. Se trata de un clásico de la casa que sirvieron durante los años en La Fortalesa.
Sobre la sal de un salero horizontal se lee: “Atempo”. Testigo silencioso de la comida hasta este momento, mientras charlábamos y comíamos, ha estado curando en su interior un carabinero 12 horas. Lo desentierran con unas pinzas y se lo llevan a cocina, donde retirarán el exceso de sal, brasearán la cabeza y sumergirán el cuerpo en la siguiente elaboración. Vuelve convertido en un suquet casi vegetal con esféricos de caldo, el cuerpo troceado, mejillones recién abiertos, celerí cocinado en el horno con yondu y mantequilla y un caldo de col lombarda que tiñe el conjunto; encima, un crujiente de patata y plancton.
Es el turno de Emmanuel Sapero, que presenta la sopa de cebolla. Un falso huevo, elaborado con una esfera de queso gruyère, y yema de huevo pasteurizada sobre panko tostado con mantequilla noisette. Pequeña virguería estética a la que añaden una sopa de cebolla de Figueres -muy cremosa y caramelizada- cocinada durante 12 horas.
“Detrás del esférico de yema, el punto de la cebolla (cocinada a 94 grados), la reducción, que no puede rebasar el punto de caramelo porque empezaría a amargar y ser astringente… ¡Hay muchísimo trabajo!”, enfatiza. “Incluso la esfera se hace al momento, porque por sus componentes, al cabo de un rato, se agua”. Con platos tan técnicos como este es como se explica el salto cualitativo de un restaurante que empezó como un bistró. El colofón es la trufa rallada por encima. Y ya viene a mesa una vaporera en la que se va cocinando el siguiente bocado.
En este tercer ‘Atempo’ los pases del menú se hilvanan para que el cliente note que todo está conectado y que el tempo para preparar una elaboración y la siguiente importa y se activa como un resorte. El pan y el aceite son también elementos fundamentales. Sirven el de Jordi Morera, de l’Espiga d’Or (Vilanova i la Geltrú), un pequeño obrador artesano con cinco generaciones a sus espaldas que acaba algunas de sus piezas a la brasa para darles un toquecito a humo. Y lo acompañan con un AOVE que la almazara Mas Auró (Pla de l’Estany) elabora para ellos en exclusiva con argudell -autóctona del Empordà-, arbequina y koronaiki.
Aldrey saca entonces la merluza de la vaporera, cocinada en mesa (80-70 grados), envuelta en lechuga de mar y aceite de oliva infusionado en codium. El emplatado incluye guisantes lágrima del Maresme pasados levemente por la parrilla, guiso de callos de bacalao -todo colágeno- y un finísimo pilpil de la gelatina de su propia cabeza.
Hace tantos años que Aldrey trabaja con el popular chef que casi le cuesta recordar cómo fueron los inicios: “Le llamábamos simplemente Jordi”, ríe. “Hemos vivido todas las etapas de esta aventura loca”. La impronta de Jordi está muy presente, pero -es evidente-, ‘Atempo’ no se parece tanto a ‘ABaC’, a ‘Angle’ (‘Hotel Cram’; 2 Soles Guía Repsol) o a ‘Ten’s’. La cocina en sala tiene una intencionalidad de interpelación e interacción tan directa con el cliente que se rompen los tempos, las rigideces y ceremonias de lo que se presume es un restaurante.
La base de cocina francesa del chef catalán sale a relucir en las dos elaboraciones siguientes. La oca a la royale desmenuzada con chalota, zanahoria, pan, huevo, foie gras y láminas de las últimas trufas blancas de Alba con su propia salsa, crema de calabaza asada con ajoblanco y aceite; y en el clasicismo del pichón francés, el plato de caza con el que termina la parte salada del menú.
Lo marcan a la brasa, ahumándolo con un soplete en la mesa, para que aporte tostados -cierto crujiente también-, y lo terminan con una mantequilla noisette al aroma de un tomillo que viaja por la sala. El plato se completa con sabores afines al whisky Macallan: un falso risotto de cebada -la responsable de la fermentación de este destilado tan popular-, cocinada con caldo de pichón, sal de anchoa y una demiglace de pichón y polvo de toffee hecho con reducción del suero del queso. En la mesa se sirve con una duela de barrica, donde se deposita un muslo de pichón guisado con seta de temporada y un buñuelo preñado de paté de la misma ave, una hoja crujiente con base de harina de boletus y con un toque de yogur al whisky.
A ciertos chefs les dan cierta pereza los postres y la creatividad acaba descansando en el pastelero, que es de quien se esperan propuestas. No es este el caso. Aldrey explica muy bien quién es y de dónde viene en la parte dulce del menú, que intenta que esté al nivel de la salada.
Antonio Becerra es el encargado de servir el primero, un refrescante pepino osmotizado en zumo de limón, sorbete de las pieles del pepino, menta y albahaca, una espuma de yogur y pequeños merengues de pimienta de Bataks y gominolas de aceite. La segunda propuesta es la -más previsible- nube helada de mascarpone, crema de mascarpone, helado de savoiardi con almendra al amaretto y crujiente de café.
El toque sorpresivo es la última elaboración: un helado de mucílago de cacao -la cáscara del haba- y aceite de oliva, infusionado y montado en riguroso directo con nitrógeno líquido. Fuera de la consideración de si el espectáculo con nitrógeno es algo ya superado, la elaboración no deja de ser curiosa. “Tener la infusión en mesa un rato y hacerlo desde cero, delante del cliente, también ayuda a explicar que nuestra cocina está hecha muy al momento”, expone. Al helado de cacao le acompaña un círculo de crema de cacao, crujiente garrapiñado de la propia haba, chocolate de habas de Papúa Nueva Guinea y masa de cacao. Un postre espectáculo que da visibilidad, valor y profundidad a la complejidad de la pastelería.
Recibimos los petit fours y el pintalabios de frambuesa y Módena -una creación de Cruz que ha viajado como inspiración hasta las más diversas mesas- convencidos de que debe ser un hándicap llevar a sala algunos platos, calibrar la ausencia de los cocineros en cocina y pisar ese terreno de la experiencia cercana sin perder el brío de la alta cocina y el sello de la gran casa. “Estamos en la misma ciudad, pero no queremos vender que somos un ABaC 2. No lo somos. Hay escenificaciones en muchos restaurantes, pero no hay tanta cocina real en sala, eso nos diferencia y, creemos, es el sello distintivo que explica qué es realmente ‘Atempo’”, remata.
‘ATEMPO’ - Còrsega, 200. Barcelona. Tel. 937 34 19 19.
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