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Como en casa no se come en ningún sitio. El viejo mantra ha perdido vigencia ahora que la necesidad de obtener dos sueldos holgados para sacar a la familia adelante ha sacado, valga la redundancia, a la gente de sus domicilios y ha dado más protagonismo en ellos a la sala de estar (y descansar) que a la cocina. No obstante, el concepto de hogar está muy presente en el restaurante de Eneko Atxa en Larrabetzu (Bizkaia), cuya página web la encabeza la siguiente reflexión: "Tocar las raíces para soñar, viajar, descubrir, sentir un territorio y volar para llegar al mismo punto de partida, 'Azurmendi' es mi casa".
Más allá de licencias poéticas y reflexivas del cocinero, el concepto en cuestión, el calor de toda casa, está muy presente en el principal estandarte del vizcaíno, un magnífico ejemplo de arquitectura biotérmica que distribuye sus instalaciones alrededor de una gran cocina. Como antaño, cuando ese espacio era "su centro neurálgico".
"Era donde las familias pasaban en gran medida el 75 % del tiempo ocioso y educativo, porque la gastronomía es cultura, pero escuchar a los mayores hablar de cualquier otro tema era, además, algo apasionante, para mí por lo menos. 'Azurmendi' está pensado como una cocina central que es el pulmón de la casa y por la que pasa prácticamente todo el mundo; algo importante, porque para mí es fundamental ver la cara al cliente", confiesa Atxa antes de explicar su propuesta para la nueva temporada, un ejercicio de fidelidad a su espíritu, su paisaje y sus raíces.
"Yo disfruto de todas las cocinas del mundo pero solo sé hacer una, esa que bebe de fuentes de inspiración desde que era un chaval, de los sabores que he vivido, del entorno, de toda esa historia más las vivencias y el aprendizaje que he tenido. No me gusta mucho describirla porque no tengo ni idea de qué hacemos; no busco un argumentario ni ninguna historia de esas porque sé de dónde nace, sé de dónde bebo, sé cómo se desarrolla, pero no sé en qué la hemos convertido". Así, el reconocido chef se resiste a definir su trabajo por cuestiones tan esenciales como la difícil gestión de las expectativas y el querer huir de fáciles encasillamientos.
"Nos gusta tener todo clasificado en pequeños cajoncitos donde vas metiendo el tipo de música que hace tal persona, o su modo de bailar, jugar al fútbol, interpretar o cocinar. Yo prefiero intentar sacar siempre una pata de ese cajoncito para ser libre, ir saltando de cajón en cajón y sentirme cómodo", reivindica Eneko. No obstante, en la conversación van surgiendo palabras que al fin y al cabo son pilares de su cocina, que ha triunfado a nivel internacional y, de momento, cuenta con más despachos en Lisboa, Tokio y Londres.
Algunos de esos términos son "estacionalidad, fuerza, sabor, belleza, relato…". Y "la experiencia" ('dichosa palabra, pero es así') se complementa con "atención, confort, cariño" y las enseñanzas de un proceso de aprendizaje continuo que comenzó en la Escuela de Hostelería de Leioa. "A mí en Martín Berasategui (3 Soles Guía Repsol) se me abrió un mundo nuevo, supe que siempre hay puertas que se pueden ir abriendo. Y en 'Andra Mari' (Galdakao, 2 Soles Guía Repsol), con Txemi y con Ángel, guisé como un loco y aprendí a deshuesar jamones, a desplumar bichos y otras cosas que se te quedan grabadas para siempre. Pero donde me enganché a ser cocinero fue en la escuela, donde llegué seguramente por azar y ese 'vamos a ver qué pasa' se convirtió en hambre de conocimiento", rememora nuestro protagonista.
El origen de 'Azurmendi' se remonta a 2005, cuando Eneko y su tío Gorka Izagirre pusieron en marcha un ambicioso proyecto en torno al vino y la gastronomía en la bodega del segundo. No obstante, desde 2012 el fruto de esa sed de conocimiento se disfruta en otro edificio acristalado y extremadamente sostenible ubicado a escasos metros, junto al viñedo. Éste y el Valle de Txorierri son las principales vistas desde la parte superior del complejo, que alberga una pequeña huerta, las 400 semillas del mayor parque de geoplasma del País Vasco y paneles que explican su apuesta por no dañar la naturaleza.
Esa área es visitable libremente y completa al gusto el célebre recorrido que todo comensal realiza por la casa probando pequeños bocados y atendiendo explicaciones antes de desembocar en el comedor. La aventura, el empeño en que "ese día te parezca algo mágico", arranca de pie en el jardín de haikus, donde se paladea relajadamente una copa de txakoli Gorka Izagirre y el contenido de una coqueta cesta de pícnic, seña de identidad del lugar: intenso y fresco piquillo helado, tartar de ibérico con el toque picante del wasabi, sabrosísimo brioche crujiente relleno de anguila ahumada e infusión de flor de hibiscus.
La bienvenida tiene lugar entre vegetación y textos de Kirmen Uribe, amigo de Atxa, quien "no quería tener un espacio donde la gente llegara con todo superencorsetado. La idea es dejarte solo para que disfrutes, charles y te hagas tú con la casa, te hagas partícipe del propio espacio". Objetivo cumplido.
Hechas las presentaciones, el itinerario continúa en la cocina, donde uno es recibido a la voz de "bienvenido a nuestro gallinero" y se dispone a degustar tres nuevos aperitivos que conceden protagonismo a la trufa: merengue trufado, relleno de emulsión de trufa y terminado con láminas de trufa fresca; un marianito (así llaman en Euskadi al vermú pequeño) terminado con aire de naranja y trufa negra rallada adherida al canto del recipiente con gel de limón; y el célebre huevo de caserío relleno de un caldo de trufa caliente que facilita el cocinado de dentro a fuera. Emblema de la casa, ese último bocado se inspira en una técnica utilizada en su día por Carme Ruscalleda que permite trufar la yema al momento sin renunciar a su extrema frescura.
La tournée prosigue en el invernadero con nuevos snacks "que representan un poco al territorio y a la estación". Más placeres efímeros y delicados, para comer con la mano, se camuflan prácticamente entre vegetación y vapores que evocan la bruma del golfo de Vizcaya envolviendo un origami de nuestras algas con forma de barquito delicado y crujiente.
El salmonete marinado a la llama se posa sobre una espina; el brote de lechuga de su huerto se aliña in situ con emulsión de tomate, refrito de ajo, chips de ajo y sal; y las huevas de salmón, ahumadas con tomillo, incorporan el toque cítrico de la ralladura de lima dentro de un cucurucho de alga nori rebozado con polvo dashi. Para beber, su versión de la sidra, obtenida a partir de manzana reineta fermentada siete días e infusionada con romero, tomillo y menta; y un cóctel comestible, kaipiritxa, adaptación esférica de la caipiriña que tiene como elemento alcohólico txakoli en sustitución de la cachaza original. Su acidez ayuda a limpiar lo comido hasta entonces.
Cumplidas las etapas en jardín, cocina e invernadero, el comensal toma por fin asiento en el comedor asomado al valle, donde le recibe un chaparrón de nuevos aperitivos que prescinden en su mayoría de vajilla y se posan sobre lo que parecen centros de mesa vegetales que uno dejaría sobre ella como adorno durante el resto de la comida. "Cuando llego a un restaurante quiero que me traigan algo para soplar y algo para comer porque estoy ansioso, estoy excitado. Entonces dije, vale, mientras decido qué voy a beber y demás, sirvo una batería de snacks, de cositas, de naturaleza, de estación", relata Eneko.
En este abrumador nuevo arranque, cada bocado se mira con ilusión y se afronta con la excitación y la curiosidad propias de abrir una caja de sorpresas tras otra: hoja de primavera a base de tomate; sobresaliente espárrago suflé, ejemplo de elegancia; tarta de setas cremosa, vistosa y larga en boca, merced a boletus de Zamora y una yema curada; yodado erizo de mar; un txakoli marino a partir de plantas de la costa (salicornia, hinojo marino…) servido en recipiente de una artesana local; y limón grass, otro clásico particular consistente en cuajada de foie gras cubierta de jalea de limón de Bakio y decorada con flores de aliso blanco.
El juego de intensidades y contrastes es continuo, un carrusel sin altibajos que seduce e invita a pensar que comerías un pozal de cada una de esas propuestas que, tras su aparente sencillez, esconden una multiplicidad de técnicas que, no en pocos casos, hace su ejecución inasumible en un domicilio. Y empiezan los pases individuales con col y flor, distintas texturas de coliflor acompañadas por un chupito de fermento de arroz de reminiscencias orientales. Helado y crema de coliflor conviven con un polvo producto de congelar, liofilizar y rallar la col.
Un tiernísimo pan de leche hecho al vapor invita a la pausa untando en aceite arbequina de Navarra. Y el espectáculo continúa como debe con vegetales de primavera (habitas) sobre una gelée de ave salpicada con anchoas frescas y en salazón, y emulsión realizada con las propias "barbillas" del pescado. Un atrevimiento tan rico como bello. "Todos buscamos la belleza en cada aspecto de la vida, de una forma o de otra buscamos algo que nos atraiga. Es algo muy primario pero real e inevitable, además", justifica el autor.
Ostra, olivas y olivo es el nombre de una composición que aúna ostra al natural, hoja de ostra y sorbete de aceitunas verdes, que se armoniza con un licuado de rúcula y manzana, y se salpica con más emulsiones, otra característica del cocinero de Amorebieta, quien se sirve de ellas para trabajar con diferentes partes del producto o ingrediente principal. "Éste a veces tiene una parte noble, que ponemos más desnuda, y otras menos nobles muy aprovechables para hacer una especie de puré o emulsión. Además, los jugos están bien cuando son concentrados, tienen cierta densidad y perduran un rato para acompañar el plato, pero a veces si son muy ligeros son efímeros. Una emulsión se mantiene un poco más de tiempo en el paladar", argumenta Eneko Atxa.
El juego de intensidades y sutilezas continúa con quisquillas marinadas sobre un gel vegetal, emulsión de las cabezas de los crustáceos y un granizado de tomate hecho con su agua. Y el guisante lágrima se envuelve en gel de jamón ibérico (una combinación soberbia), se refuerza su untuosidad con yema de huevo de caserío, se adorna con la flor comestible del guisante y se termina a la vista con aire de mantequilla de tirabeques a la brasa. Para acompañar (y untar el huevo), brioche elaborado con polvo de guisante.
La papada de cerdo cobra vuelo napada por reducción de caldo de garbanzos, sazonada con caviar y tocada con hoja de capuchina; su reinterpretación de "un plato de puchero de domingo de casa de toda la vida", un peculiar mar y montaña sensual y bien largo. Mientras, el bogavante asado se posa descascarillado sobre jugo de pimientos rojos hechos a la brasa ("tostadísimos", se cubren, se dejan infusionar y se recoge el jugo que desprenden), junto a cebolla morada de Zalla encurtida, más emulsiones y más flores, otra constante en su cocina. No en vano, hierbas, brotes y flores comestibles (kalanchoe, aliso, hoja de ostra, albahaca…) crecen sin pesticidas en la planta superior del edificio.
Y si bogavante y huevo trufado son clásicos de la casa, las kokotxas de merluza al pilpil lo son de la cocina vasca. El "pescado favorito" de Eneko llega a la mesa en cazuela y los más audaces pueden apurar la misma untando en ella los panes de Crosta que han ido llegando previamente a la mesa, el de maíz txakinarto y la hogaza de la panadería encartada. Un ejercicio de autenticidad, y al fin y al cabo también de audacia, que rompe definitivamente con todo efectismo pretérito, que lo hubo.
"Sí, cuando se hablaba de la cocina tecnoemocional y demás, de no sé qué y de no sé cuántos, teníamos cierta obsesión en transformar nuestras recetas mediante nuevos artilugios y cierto efectismo. Con el tiempo te vas calmando y vas dando más importancia al fondo que a la forma, que para mí también la tiene, eh", matiza Atxa. Y la cucharada de salsa vizcaína (cebolla y pimiento choricero) facilitada a modo de puente o "visagra" entre el pescado y la carne es otra bofetada de cotidianeidad, la definitiva evidencia de que te encuentras en el corazón de Euskadi, si aún no te habías percatado.
En 'Azurmendi' la castañeta de cerdo ibérico, producto poco habitual por estos lares, se cocina "casi como un zancarrón de domingo" para obtener una terneza primorosa. La glándula salival se emplata con jugo de cerdo, trufa y un corrillo hecho con frágiles bombones líquidos de queso Idiazabal y emulsiones, esta vez de pesto y hongo; cojas lo que cojas la armonía es absoluta y el festival ratifica la impresión generalizada de estar en un parque de atracciones. Toca comer la cara B del pase, un buñuelo a base de rabito de cerdo guisado en tempura y su piel a modo de crocante.
Un carro móvil sirve de base a Hatsuyuki, la máquina japonesa utilizada para hacer kakigōri, postre a base de hielo rallado al que se añaden toppings y siropes de distintos sabores. Una fórmula emparentada con los raspados latinoamericanos que aquí brinda un bloody mary granizado para comer con cuchara que facilita con un punto picante la transición entre el mundo salado y el dulce.
Queda la cuajada de hierbas, miel y mil flores, que bajo pétalos de romero superpone granizado de miel, cuajada de miel infusionada con flores y hierbas (alisos y más) y aire de miel. "Me gusta todo el rollo que tenga que ver con la polinización, me flipa", reconoce un chef que persigue el mejor sabor; "todo empieza porque lo que pongamos en la mesa esté muy bueno, que digas: me gusta, me parece atractivo para el estómago, para mi cabeza". Y el cierre brinda un gozoso contraste entre oliva negra y cacao uniendo crema de cacao, polvo de aceituna, brownie de cacao, hoja de cacao y sorbete de oliva.
Únicamente queda la traca final: dos gominolas, una de frutos rojos y vinagre, otra de mango y curry; bombón de limón; nube de té negro ahumado; bombón de vino tinto; falsa avellana de praliné; macaron de fresa y menta; piruleta de yogur, chocolate blanco y albahaca. El despliegue de petit fours vuelve a ser abrumador y la sugerencia es tomarlos con café, infusión, digestivo, destilado, combinado o lo que se tercie en el espacio para la sobremesa habilitado recientemente. Eneko recita uno de los haikus de su amigo Kirmen cuando señala el lugar: "Las nubes huyen, los coches van y vienen, quedémonos más". Y quedémonos en dicho "txokito", última escala del recorrido por su casa.
La experiencia llega a su fin y al salir, como pequeños gestos que engrandecen al ganador del primer Sol Sostenible Guía Repsol, el comensal recibe dos obsequios: una tarjeta de visita que conviene plantar, pues contiene la semilla de una variedad autóctona; y un jabón elaborado con el aceite que utilizan a diario en el restaurante.
Eneko Atxa concibe la sostenibilidad como una necesidad, no como concepto impuesto o tendencia. Otro aliciente para regresar a casa o acudir al trabajo corriendo. "En el camino me relajo, es un tiempo solo para mí, única y exclusivamente. No hay teléfono, me acompaña la radio y tengo tranquilidad absoluta", enfatiza un runner a quien gustan también "otras cosas sencillas y normales": estar en familia, la pintura, la lectura, la música, el Athletic Club, todos los deportes, "tomar unos potes con los amigos" e ir a restaurantes. "Sigo teniendo una ilusión terrible. Me gusta tanto papear que soy feliz yendo lo mismo a 'Horma Ondo' (Larrabetzu, 1 Sol Guía Repsol) que a'DSTAgE' (Madrid, 3 Soles Guía Repsol), uno en Japón, 'Autzagane' (Amorebieta - Etxano) o una sidrería", asegura.
Esas son las aficiones principales de un profesional que colecciona proyectos e ilusiones. Entre ellas, la "idea romántica" de habilitar en el comedor de 'Azurmendi' dos o tres bonitas chimeneas que en invierno, además de dar calor, permitan cocinar poco a poco cocidos y asados durante el servicio. ¿Algún sueño? "Reutilizar y redistribuir a gente que no tiene medios parte de la comida que cada día se desecha sin haberla utilizado en restaurantes y en cualquier lugar del mundo. Creo que una hilera de camiones podría dar 80 vueltas al planeta con ella. Parece imposible, pero somos un desastre", lamenta Eneko Atxa.