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Fuera del circuito turístico de la popular Costa Brava, a Corçà no se llega por casualidad. Muchos buscan ‘Bo.Tic’, un pequeño restaurante de trato familiar que, desde hace seis años, opera en una masía rehabilitada. Pero el matrimonio formado por Albert Sastregener (chef) y Cristina Torrent (jefa de sala) lleva 15 años de rodaje culinario -el primer emplazamiento fue un molino de aceite propiedad del escultor y pintor Joan Abras-.
Desde este pueblecito de escasos 1.200 habitantes, donde todo es reposo y tranquilidad, han edificado una sólida propuesta culinaria que mira a su casa: l’Empordà. Y, de paso, han hecho de este lugar -pretérita encrucijada entre la Vía Augusta y el camino de Empúries- un sitio de peregrinaje para buenos paladares.
Cuando se atraviesa el murete férreo de la entrada, casi desde el patio, ya te reciben para llevarte a la cocina, que es el primer paso de la experiencia: “Nos gusta comenzar siempre con este recorrido”, detalla Torrent, “así nos presentamos y les damos la bienvenida a nuestra casa”. Abierta y de disciplina quirúrgica, poco se escucha más allá del choque de las pinzas y demás utensilios sobre el brillante metal.
Albert maneja un equipo de 25 personas. Saluda a todo el que entra y se interesa por si conocen o no la casa. Estamos en la parte añadida a la construcción antigua. El pequeño recorrido conduce hasta el comedor con bodega vista y, al fondo, otra sala rehabilitada, vestida con una pared de acogedora piedra.
Moderno y minimalista, el local es toda una metáfora arquitectónica del ensamblaje culinario que Albert practica en su menú; una cocina de autor enraizada en el recetario catalán que emociona también por su creatividad y libertad. Sin miedo, dieciocho snacks por delante. Solo para empezar.
La primera secuencia lleva hasta el bar y “representa lo que nos gusta tomar a la hora del vermut, esta pequeña historia de nuestra cultura”, detalla el chef. Un berberecho escabechado en cocha, un cacahuete mimético salado, la aceituna líquida, una copita con una infusión de cítricos y emulsión de cerveza Estrella para acompañar, seguida de un airbag relleno de tomate, queso y trufa, una tortilla de patata con cebolla y cremoso de pimientos del piquillo y una patata brava para acabar.
El despliegue de bocaditos es ya sello de la casa y ha ido creciendo en elaboraciones. “No empezamos con una secuencia tan larga”, analiza el chef, que reconoce que parte de la estructura en cocina -hasta 6 personas en verano- se la lleva esta parte del menú. Con ella, el cliente que “viene con muchas expectativas y tiene hambre de ver”, queda complacido. “Nos van bien estos casi 20 snacks porque la parte técnica está resuelta, la parte visual, también, y los sabores están muy marcados y son reconocibles. No son cosas raras”, sonríe.
Casi sin respiro, nos lanzamos sobre una estructura metálica que representa un árbol, donde llegan depositados más sabores potentes en forma de crema sólida de setas, un cóctel de gamba blanca de Palamós, que se come con una pala de socarrat, después -un clásico del ‘Bo.Tic’-, el algodón de azúcar con foie, la escudella en chupito con un dadito de carn d‘olla y la sablé con brandada de bacalao y pimiento rojo y el crujiente de su piel.
Una segunda parte de snacks que habla de La Estación y donde, por el tiempo, “hasta hace pocas semanas era imposible servir escudella”, sonríe. Por suerte los platos de cuchara están integrados en estos bocados y, por mucho calor que haga, siempre te quedas con ganas de un poquito más.
La tercera parte del extenso menú de bocados es un homenaje en forma reduccionista a la cocina tradicional catalana. “Queremos representar la cocina de las abuelas”, anuncia Torrent. Bajo mi nariz, el cucharón de mar y montaña líquido: un potentísimo jugo de rustido de pollo, donde nadan tres esferas de gambón y gamba blanca de Palamós para probar de una cucharada; al lado, un guiso de ternera y setas de temporada, y una tercera cuchara con un dadito de sepia guisada con patata.
La pastelería salada cierra el despliegue creativo: el xuixo (pasta rellena, típica de Girona) con crema de champiñones y trufa, el buñuelo de sobrasada de Mallorca y un adictivo cupcake de pesto al tomate, versión bocadito. “Cuando se degusta la pastelería salada, muchos clientes me dicen que continuarían así con todo el menú, solo de snacks. Pero sería una locura. Necesitaría otra partida para complacerles”.
Y no cabrían. En los 40 metros cuadrados de cocina hace maravillas. “A veces nos falta espacio. Eso es así. Pero también nos exige disciplina, organización, limpieza, respeto… Y eso te da unas habilidades extra a la hora de trabajar en sitios más grandes”, añade Albert, que da mucha importancia al saber estar, al silencio y al orden. “En 15 años igual he gritado en la cocina una vez. No es mi estilo. Me gusta razonar, explicarnos bien”, analiza.
Y ese ambiente laboral es especialmente importante cuando se come desde la mesa del chef, integrada como un miembro más de la partida de cocina. Es la más demandada y Sastregener se dirige a ella para servir y explicar cada plato, sin informalidades. “Se ve al chef como una estrella de rock que no va a estar en el restaurante. Yo siempre estoy. Muchos habituales de restaurantes de alta cocina se quedan flipados con que sea el dueño el que les viene a explicar el plato. No debería ser así. Yo creo que la excelencia pasa por encontrar al chef o propietario currando como el que más”.
El exuberante cremoso de foie con daditos de pera, montado sobre una sablé de cítricos con gotitas kumquat y pera con aire de hinojo, ejerce de plato bisagra para separar los juguetones snacks de los entrantes propios del menú. Viene acompañado de una infusión de manzana fuji de Torroella de Montgrí, hinojo y hielo seco, para gasificar y tener una burbuja instantánea añadida en el momento. Refresca la boca para el siguiente bocado.
Otra idea sería probar un vino a copa para tomar aire y hacer punto y seguido. Cristina maneja una carta con más de 800 referencias de 13 países, e incide especialmente en que el comensal pruebe vinos del Empordà. Con una extensión de 2.000 hectáreas de viña, que agrupan a más de 300 viticultores y 43 bodegas, “es una de las que menos se promocionan en restaurantes de otras zonas. Hemos de hacerlo aquí”, sostiene. Un vistazo rápido a la carta digital permite sumergirse en el universo del vino, el terroir, la tramontana y el campo.
Los paisajes, vivencias y aromas que le rodean son algo que Sastagener vive como un privilegio. Así, aunque Corçà no se encuentra en primera línea de mar, el chef lo trae a la mesa con una bocanada yodada en El mar: carne de cangrejo, caracol de mar, mejillón, erizo de mar, una crujiente estrella de mar mimética con sabor a crustáceo, aire de lima kéfir y un sorbete de alga codium.
El siguiente plato es un estreno: guisantes de lágrima del Maresme -suavemente escaldados, para respetar su resistencia a la mordida- embalsamados con una gelatina vegetal hecha a partir de sus vainas, para darles más potencia y aprovechar todo el producto. “Ahora tenemos guisantes en noviembre o diciembre, esto antes era impensable. Y podemos tenerlos hasta junio frescos”, anota. Debajo de la mágica leguminosa, un cremoso de panceta y cinco daditos de meloso del cerdo cubiertos por una fina capa de trufa en juliana. Un plato visualmente simple, pero bien ejecutado -contrastes herbáceos que mantiene la parte crujiente mezclada con todo el umami del meloso-, que viste de temporada.
En este momento del menú entra en valor el aceite local. Un argudell 100 % (variedad autóctona del Empordà) de Mas Fuertes, una bodega del pueblo que elabora, exclusivamente para ellos, este primer raig intenso, verde y de producción muy baja. Le acompaña el pan de Xevi Ramon (‘Triticum’) con una mantequilla trufada hecha en casa.
En el siguiente plato, que rinde tributo al bacalao, toma protagonismo uno de los pequeños productores de la zona: ‘Hidenori Futami’. Son ellos quienes hacen las cosas más fáciles y permiten dar algo especial, que refleja el entorno. La pequeña huerta de este japonés, afincado en Pals desde hace algunos años, surte a algunos de los mejores restaurantes de la provincia. Así, en el lomo cocido a baja temperatura con una salsa de tripa de bacalao encima -todo colágeno aromatizado con ajo-, una quenelle de brandada hecha con los recortes y su piel, la potente samfaina -guiso de sofrito de tomate y ajo, esféricos pasificados de berenjena, cebolla y calabacín a la brasa)- y microcebollas, son el 50 % del plato. Una receta tan tradicional como divertida para ir jugando con los diferentes sabores.
La pescadilla de la costa de Peixos Arnau es la protagonista de la siguiente entrega. La presenta en salsa verde, con unos jugosos berberechos -uno de los productos fetiche del chef-, para dar volumen en boca, y suaves gnocchis de patata, bañados en crema de mantequilla, y migas con panceta y aceite picante de pimentón repartidas por el plato. Un platazo.
“Me muevo muy bien trabajando la verdura, el pescado y el marisco. Si por mí fuera, no pondría carne”, dice riendo, inseguro de si eso sería bien recibido. Porque es muy territorial, muy de aquí, de mar y montaña. Por eso no puede evitar que en la única concesión cárnica también asome un crustáceo. Un mar y montaña resuelto en unos daditos prensados de pollo de payés de la zona, coronados con su piel aliñada (orégano, tomillo, romero…), con cigalas en una pinza mimética, cebolletas y minizanahorias.
Todo, bañado con una salsa de ensamblaje -de pollo rustido y cigalas- y un toque tradicional de picada de ajo, perejil y cremoso de apionabo. Una loa al sabor de campo y al socorrido pollo al’ast de los domingos en familia. “La mía ahora ya tiene asumido que no vamos a ir a comer los días de fiesta”, bromea.
Por si con tantos platos e ingredientes el comensal había perdido el norte, los postres ofrecen dos viajes. Uno, en el que la protagonista es la manzana -(base de coulis de lima-limón, sorbete y crujiente de manzana verde Grand Smith, financiers de albahaca y hojas de capuchina y albahaca-; y otro que acaba el menú ubicándonos gracias a un cacao brújula -café, tamarindo y crujiente de regaliz- sobre un mapa de Catalunya.
El aún flamante último Premio Nacional de Gastronomía mira al nordeste y no aparta la vista de ese horizonte, con el mar a un lado, el campo al otro, un sol maravilloso y un viento caprichoso que inspiró a tan variados artistas. No es amante de los galardones y se ha movido siempre fuera del foco mediático -”ese mundo no me interesa demasiado”-, advierte, aunque admite que sí le gustó que, por una vez, el premio no se quedase por Barcelona.
Tras el ágape despide él mismo a cada cliente en la entrada y le regala una cajita con bombones. “Es un detalle, para la vuelta”, sonríe mientras sostiene el envoltorio y lo aprieta con fuerza. Que el dueño de un restaurante te reciba, te cocine y te deseé buen viaje de vuelta a casa, lo es.
‘BO.TIC’ - Avinguda Costa Brava, 6. Tel. Corçà, Girona. Tel. 972 63 08 69.