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Ramsés González y Diego Millán son jóvenes, muy jóvenes, una condición que no está reñida con el aplomo que transmiten y lo claras que tienen las ideas. ‘Cancook’ es su obra. ¿Por qué este nombre? Traducido del inglés significa poder cocinar. Sin más. Pero con el foco abierto y la mirada amplia. Casi todo el equipo, incluido el de sala, sabe de cocina, tiene interiorizada la historia de los platos que salen a la mesa y lo cuenta. Ahí reside buena parte del encanto y de la altura de este restaurante.
A este detalle hay que sumar la exclusividad o, más bien, el lujo entendido de una forma terrenal. Uno puede saber más o menos sobre el arte de la gastronomía y las técnicas culinarias, pero a la mesa de ‘Cancook’ no se siente incómodo. Ese es el punto en el que esta experiencia se convierte en altamente recomendable para todo el mundo.
La obra -casi una performance en la que todos los actores asumen un papel relevante- se desarrolla en un escenario amplio y luminoso, con las mesas alrededor de un gran mueble central. Desde allí se dirige la función. “¡Qué lujo, manteles de lino!”, exclama una vecina de mesa. Cierto, y se nota que la plancha acaba de pasar por ellos. Igual que las servilletas, que todavía transmiten calor. Sobre este lienzo, los vasos coloridos e irregulares de cristal de Murano apuntan en la misma dirección.
Enseguida se percibe que en ‘Cancook’ hay poco margen para la improvisación, que la excelencia conviene entrenarla, sin que por ello se resienta la creatividad. “Cuando hay que improvisar es que falla la organización; esta idea la tenemos grabada a fuego”, comentan Ramsés y Diego.
Ofrecen tres menús: Esencia (65 euros), Gran Menú (90 euros) y Festival (120 euros). Todos admiten la armonía de vinos desde 40 a 80 euros. El más completo se desarrolla en 18 pases, pero en realidad son algunos más. En él hay platos clásicos, las últimas novedades y pinceladas de futuro.
Todo empieza en la cocina, en medio de un silencio sepulcral. Ramsés aparece en escena e invita a los clientes a disfrutar manteniendo los sentidos alerta. A un lado su equipo perfectamente sincronizado y, al otro lado, los libros de gastronomía que consulta habitualmente. Y en medio, los tres primeros aperitivos: kombucha casera, una sorprendente oliva y una minitortilla de trufa y setas elaborada sobre una plancha japonesa.
En apenas cinco minutos se ha deshecho el hielo y han desaparecido las barreras físicas y mentales. Actores y espectadores de la función acaban de conectar. Uno de los objetivos -sentir que como comensal formas parte de la experiencia- se empieza a hacer realidad. A partir de aquí, a surfear con lo que vaya viniendo.
Para Diego y Ramsés, los siete aperitivos iniciales son algo así como “un hilo conductor de todo el menú, una forma de testar los gustos de los clientes”. Los bocados de pepino, trufa y setas, y el de foie, sardina y caviar seducen por la forma, la textura, el colorido y su potente contraste de sabores.
La intensidad sube un punto cuando sobre la mesa aparece el latón de La Fueva, un cerdo feliz criado en libertad en el Pirineo aragonés. El gofre ibérico es un clásico en ‘Cancook’. Está elaborado con las manitas deshuesadas. Con ellas se hace una especie de pasta que se cocina en una gofrera. Recuerda a un torrezno, pero es más meloso, con un punto tostado y caramelizado muy rico. El contraste de mar y montaña llega de la mano de la combinación de sobrasada de latón y congrio. En este momento ya han aparecido la mayoría de los personajes de la función y Diego Millán ha introducido a uno de los grandes protagonistas: el vino. La alternativa de maridar los menús es altamente recomendable.
Hay unos cuantos detalles, pero ahí van dos muy sugerentes. El fino Cancook lo diseña en exclusiva Bodegas Tradición, de Jerez, para este restaurante. También son llamativas las sidras de pera y manzana de Normandía que un día decidió elaborar Eric Bordelet, dejando atrás una brillante trayectoria hostelera en París. Escuchar a Diego es como saborear la historia de cada vino y conocer a sus protagonistas, como viajar en el tiempo y beber a pequeños sorbos sus obras de arte.
El cliente paga por una experiencia y la sensación es que se está exprimiendo al máximo. El equipo de sala danza como movido por el mismo director de baile. Da igual que la mesa sea de dos que de siete. Todos los comensales reciben el plato a la vez. Por supuesto, se ensaya. En este restaurante importan tanto la ejecución como la formación previa. De ello depende que el ritmo de servicio sea el adecuado.
De repente, la mantequilla y el pan -que se elabora en el restaurante- salen a la mesa y la acción regresa al comedor junto al caldo de ramen que se prepara delante del cliente. En esta receta se implica diseñando sus fideos. Es como un viaje en el tiempo: volver a la niñez alrededor de la comida entendida como un juego. Pura alquimia. “Nos gusta enseñar el producto -comenta Ramsés- que la gente lo vea al natural y luego transformado”. Es lo que sucede con el bonito, que se presenta en salazón en una curiosa sopa de tomates verdes.
Afrontar un menú tan largo tiene sus riesgos. Se huye de la pesadez con caldos muy limpios y verduras y hortalizas de un huerto propio combinadas, por ejemplo, con un tuétano de intenso sabor que sorprende a cada bocado. No se queda atrás la receta de colirrábano crudo, fresco y crujiente, presentado con mucho volumen sobre el plato, como si fuera una escultura. Una variedad de nabo ideal para darle la réplica al regusto graso del foie.
El menú avanza a buen ritmo, pero todavía hay margen para la sorpresa. Angula-anguila. Es la somera descripción de una receta contradictoria. Es untuosa, porque el caldo está hecho con garbanzos, y al mismo tiempo melosa, pero sin grasa. Parece que va a ser caliente, pero no, es fría. Un plato fresco y marino. Sorprendente.
La brasa, que saca lo mejor de los alimentos, es la protagonista al trabajar el pescado. Y del pichón… ¿qué decir? Está magníficamente elaborado. “Lo marcamos un par de horas antes del servicio, lo asamos y se queda reposando para que pierda la sangre”, explica Ramsés. En el plato aparece con el punto perfecto.
El carrito de quesos acompaña al restaurante desde los inicios. Los hay de muchas partes del mundo, pero al de cabra con pimentón de la Vera que consigue Lucía, una de las camareras, el equipo de ‘Cancook’ le tiene especial cariño. Es de Candeleda (Ávila), de donde proviene su familia, y su degustación y su historia forman parte del relato.
Han pasado algo más de dos horas y la función se acerca al final. Ácido, lácteo y chocolate. Este es el orden de los postres. Especialmente llamativo es el té matcha, hierbas y pino. Se sirve en un bol de barro congelado. Ramsés y Diego lo diseñaron hace poco más de un año, en medio de la tormenta Filomena. “Durante esos días cayeron al suelo varias ramas de un pino cercano y las deshidratamos”, relatan. De ahí surgió esta propuesta en la que llevan el té y el polvo de pino a un paisaje nipón con toques cítricos y piñones.
Los petit fours anuncian la despedida y, al mismo tiempo, sirven para reflexionar sobre el desenlace que en forma de calificativo apetece adjudicar a esta película. Todo ha sucedido sin prisas pero sin pausa, a la velocidad adecuada. Inicio, nudo y desenlace al ritmo que marca un equipo bien sincronizado.
La sensación última es que has formado parte del guión, de una trama que invita a entrar en el corazón del proceso creativo del arte culinario. Una experiencia para todos los sentidos y para todos los públicos.