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Se abre el telón. Aparece una cocina con 14 chefs que se mueven como ordenadas y veloces hormiguitas, montando serios y pensados platos a seis manos con la precisión de un cirujano en una coreografía digna del mejor flashmob. De repente, irrumpe un mini Darth Vader, armado de la cabeza a los pies, y empieza a disparar. Se cierra el telón. ¿Cómo se llama el restaurante? 'Culler de Pau', casa del chef Javier Olleros.
Realmente, tras las risas generalizadas y la máscara de Darth Vader se escondía el pequeño Antón. Había bajado hasta la cocina desde su casa, situada en la parte de arriba del restaurante, como hace tantas veces junto con su hermana Zoe, para jugar. Ellos forman parte, como su mujer y mano derecha Amaranta, de este proyecto vital que es 'Culler de Pau'. Un restaurante afincado en su tierra, O Grove, el lugar donde ambos crecieron, se enamoraron y al que, tras un par de tumbos vitales, decidieron volver para criar a sus hijos y montar un restaurante que permitiera a Javier expresar su tierra y su historia en forma de platos.
De hecho, encontrarás pinceladas de esta zona costera de las Rías Baixas que tanto atrae a los turistas en temporada alta, en el marítimo caldo de mejillones en el que nada su centollo. O en su viera. Porque Javier plasma en su cocina lugares, la geografía y esa identidad que a todos nos da nuestra tierra. No haría la misma cocina en Canarias, ni en Madrid, señala. Ni falta que hace. Su cocina es Galicia, claramente. Mar y verde, que lo vegetal le encanta, como vemos en los puerros que prepara, coronados con una gelatina de coles fermentadas, leche de almendras y eneldo. "Así entendemos los paisajes. Me gusta que cuando cierras los ojos te lleve el plato allí, a ese lugar".
La tierra, la familia y el trabajo duro son las bases de un proyecto que, según el chef, plasma los valores que le dieron los suyos. Su abuela Joaquina, quien le crió y le enseñó a dar mientras estás en vida. Su mujer, que sin experiencia en hostelería se lanzó al proyecto con ganas y valentía. Sus padres, Pepe e Isabel, que se conocieron emigrados en Suiza, país en el que Javier nació, y al que Pepe llegó con 15 años directo de una aldea de Orense, cargado de deudas familiares y una hermana pequeña que sacar adelante.
"Con 32 años volvió siendo jefe de cocina de un hotel suizo de 5 estrellas y con cinco idiomas bajo el brazo. A base de trabajo, trabajo y trabajo", nos cuenta un Javier orgulloso de su padre, que acabó montando en O Grove su propio hotel. "No le tiene miedo a nada. Tiene setenta y pico y tiene una vitalidad que es la bomba", resume, risueño, mientras recuerda los dolores de cabeza que les dio.
Porque aquí donde le vemos, el mismo Javier reflexivo que devora libros, que hasta ha montado una sala "para pensar" en la planta baja de su restaurante, fue un verdadero cafre con un par de expulsiones a sus espaldas, pretensiones de futbolista y al que no le gustaba cocinar. Un rebelde que acabó rebotado en el hotel familiar y empezó a tirar de la cocina para salir de lo conocido y viajar. Usaba sus ahorros y vacaciones para moverse, haciendo prácticas con cocineros como Toñi Vicenti –su primer restaurante gastronómico donde "empezó a sentir algo"– , Pepe Solla, Sergi Arola o Martín Berasategui, donde aprendió el valor del territorio, a mirar a su alrededor con respeto y a cocinar lo que tienes cerca.
Así, como quien no quiere la cosa, acabó encontrando en la cocina su vocación, un vehículo para ordenar su perenne batiburrillo mental y plasmar sus sensaciones, sus experiencias y su entorno. "La cocina me permite ser ordenado, expresar un lenguaje más de dentro. A veces miro un plato y digo: 'habla más este plato de mí, de nosotros, que algo que pueda expresar con palabras".
Ese cerrar los ojos y viajar es lo que, en el fondo, quiere que hagas si te pasas por su restaurante. La cocina de 'Culler de Pau' tira a depurar sabores y, jugando con técnicas muy pensadas, llegar a la sencillez, a la pureza. El sabor es lo que cuenta y cada uno de los elementos de ese paisaje que se dibuja en cada plato tiene un sentido para el gusto. Nada es meramente decorativo, hasta la pequeña hierba tiene su función. A Javi Olleros no le gustan las jerarquías, ni en sus platos ni en la cocina. "Está a igual nivel la hierbecita que el chuletón. En equilibrio", resume este chef, amante de lo vegetal, que además vive una cocina responsable, que apuesta por el reciclaje, el compostaje y la reutilización de los subproductos.
En la cocina, con el equipo de cocineros tan apurados como en calma, apenas rozándose entre sí y cumpliendo su parte de la tarea con una precisión suiza, ese equilibrio se desvela indispensable. Y la disciplina, esencial para coordinar a un equipo de 14 profesionales llegados de varias puntas del mundo que ejecutan el menú degustación Roncel, de 6 platos, o el de 20 pasos, Descuberta, pensado para transmitir a fogonazos la esencia de la cocina de 'Culler de Pau'.
Una veintena de cazuelitas descansan tranquilas cada una con su caldo o salsa. Evidentemente aquí los carteles no hacen falta. Cuando, montando el plato en cuestión alguien diga: "¿está lista la cebolla?" y otro le conteste: "sí", sabrán alargar la mano y escoger el cazo adecuado. Pasa lo mismo con las ingentes cantidades de botes con emulsiones, tápers con hierbas, especias o algas deshidratadas, con el recipiente con dados de atún o el bogavante al que Javier arranca lentamente y con cuidado la piel.
Todo tiene su momento, perfectamente ensayado y pensado, para que el resultado, el plato, esté listo en el instante preciso. El pescado tiene que salir a la temperatura justa, ni más ni menos, y el crujiente debe irse volando a la mesa. Unos segundos de más y perderá esa textura que el chef te quiere mostrar.
Para ver el montaje final, que se emplata sobre las bandejas que salen directas a la sala, hemos de estar bien atentas. Todo sucede rápido. Los elementos son cuidadosamente colocados, a toda velocidad y entre varios. Armados con pinzas y hasta focos, llegamos a contar hasta cuatro cirujanos creando platos, cada uno con su elemento a aportar. Una vez cerrado, con visto bueno de Javi o Taka, el equipo de sala lo saca pitando. Más que tensión, que la hay, se nota el orden y una camaradería que no riñe con la profesionalidad.
Fuera, por contra, todo es calma y quietud. Las vistas a la ría, los colores claros, las esculturas del gallego Arturo Álvarez, las piedras de la costa sobre el mantel de hilo. Los tonos bajos, la comanda y el menú, traído y explicado con suavidad y poca parafernalia, para que te centres en lo que te tienes que centrar. El sabor. La experiencia. Porque a pesar de que Javier Olleros se ría y asegure que "hoy en día hasta una zapatería te vende una experiencia", mientras espía la sala por el cristal que la comunica con la cocina, escanea a sus clientes en busca de expresiones. Ver si cierran los ojos. Si los lleva a ese lugar.
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