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Ya hace diez años que al chef Albert Raurich se le encendió la bombilla y decidió que en Barcelona no había una referencia clara en materia de cocina asiática. Su obsesión por el tema, consecuencia de viajes arriba y abajo de Asia pidiendo todo tipo de comidas en todo tipo de garitos, fraguó en una conversación con su jefe en aquellos momentos, un tal Ferran Adrià: "Me dijo que sí, que le gustaba, pero que fuera yo el responsable de aquello".
La conversación derivó en un plan de negocio y el plan de negocio en un local, 'Dos Palillos', ubicado en el centro de Barcelona, a 100 metros de Las Ramblas: en la calle Elisabets, 9.
Así fue como Raurich, después de una década rondando por la cocina del legendario 'El Bulli' y pasar de novato a mano derecha de uno de los chefs más influyentes de todos los tiempos, dejó Cala Montjoi (el hogar de 'El Bulli') para meterse en las callejuelas que conducen al Raval, con una propuesta que por aquel entonces era poco menos que marciana. Pero Raurich, un tipo tozudo y que sabe de cocina dos mundos y medio, insistió en su axioma inicial y diez años después su restaurante sigue en pie, en 2017 ha conseguido su Sol y ha abierto otro local que está dando mucho que hablar (el 'Dos Pebrots'). Además, él y su socia, Tamae Imachi, continúan empeñados en desconcertar los paladares de sus clientes con giros insólitos, propios de una película de M Night Shyamalan.
"Uno nunca sabe cuando empieza con un proyecto cómo va a ir todo, pero después de siete años de jefe de cocina con Ferran, uno aprende ciertas cosas", dice Raurich, sentado en la barra de su restaurante, que con forma de herradura abraza una cocina de dimensiones reducidas, adecuada a un restaurante que puede atender a unas 30 personas por servicio. El movimiento acaba de empezar y se puede ver a su alma gemela gastronómica, Takeshi Somekawa, echándole el ojo a todo con la discreción que le caracteriza. Él será el encargado de explicar algunos de los platos, aunque dejará que otros tomen su lugar cuando el local empieza a llenarse. "Me fui de 'El Bulli' casi sin quererlo, porque Ferran me dijo que era importante que fuera yo el que estuviera al frente de algo que había imaginado yo. No te creas que fue fácil irme de allí: no lo fue".
Para celebrar su Sol y su décimo cumpleaños (que en edad de restaurante vendría a ser medio siglo) nos hemos sentado a disfrutar de su menú aniversario, un paseo por 3.650 días de experimentación, cocina y excelencia, a través de 16 platos y 4 postres. Solo apto para personas que tengan la misma dosis de curiosidad que de hambre.
Se empieza por un mini-aperitivo de nueces y piñones a la cantonesa, que son simplemente el preludio a la llegada del sakura-ebi en red, una suerte de camarones que se aconseja comer con las manos, por aquello de disfrutar más. Sigue a este plato, uno de los más populares del local: La sardina que quería ser anchoa. Cuatro filetes de pescado azul que se bañan con agua de anchoas, dando como resultado un sabor a mar tan intenso que parece que uno se haya tragado una (pequeña) ola.
Las vieiras con satoimo producen en la lengua del comensal un contraste brutal entre la pureza del molusco y el sabor de la raíz, del mismo modo que en las almejas al estilo thai sorprende el impacto entre los cítricos, la salsa y la misma almeja: un plato que parece pergeñado para conoisseurs y que resultará chocante para el neófito.
El tartar de sepia con caviar es una maravilla que sorprende por su delicadeza, aunque, a priori, podría parecer rotundo por el sabor de las huevas, se ha tratado con tacto y tino, engañando a las papilas gustativas. Sin embargo, se queda en nada comparado con el kazuzuke de lubina a la parrilla, uno de los mejores platos del menú, que le da a un pescado, ya de por sí noble como este, un toque imperial: se deshace en la boca y la impregna de un sabor que los amantes del pescado tardarán en olvidar. A su lado, las dos siguientes entregas, tanto el niguiri de salmonete como el chirazisushi de erizo de mar, aunque notables, resultan algo menos sugerentes.
Cuando se le pregunta a Raurich por el futuro de una propuesta como la suya, el cocinero se muestra rápido como el rayo: "Hay ocho tipos de cocina solo en Japón, y nosotros hemos ejecutado unas 230 recetas en todos estos años, así que imagínate el terreno que nos queda por explorar", explica Raurich, que solo libra los lunes y que, según sus currantes, "es incapaz de quedarse quieto". El chef se ríe cuando se le comenta y se ríe, aún más, cuando nos negamos a revelar nuestras fuentes.
La cosa vuelve al espacio con las gambas crudas y calientes al aceite de té negro, una receta de aparente simpleza que otorga a la protagonista del plato una entidad descomunal: suave, especiada y salada, que perdura en el paladar mucho después de haberse ido. A continuación, viene el plato más complicado (por complejo y por arriesgado) de la carta: un sasami de pollo con mentaika. El pollo se sirve casi crudo, en láminas finas, con un brevísimo toque de parrilla en la superficie. El resultado depende exclusivamente del comensal: su sabor es contundente y la textura algo confusa, pero la mezcla es notable en boca. También entra en juego la perspectiva occidental del plato: se nos dice que comer pollo crudo es una receta para el desastre y la primera reacción del cliente poco acostumbrado a las líneas rojas es encender todas las alarmas. Vale la pena probarlo, pero hágalo sin prejuicios.
'Dos Palillos' fue uno de esos restaurantes que apostó por poner la cocina al abasto del cliente, y desde la barra (desde cualquier rincón de la misma) uno puede divisar cada rincón de los fogones, de la parrilla y de las esquinas de los platos, allí donde los pinches, los cocineros y los aprendices confluyen. "Es bonito trabajar delante del comensal, que vean cómo preparas lo que se van a comer. Se ponen en tus manos y tú en las suyas", dice antes de volver a su despacho, en una rutina que confirma aquello del carácter inquieto de Raurich. En las tripas de 'Dos Palillos' al menos media docena de personas se mueven de un lado a otro, cada uno a lo suyo, hablando solo para confirmar pedidos, como una cadena de producción engrasada por el hábito y la práctica.
Sin tiempo para ver lo que pasa con la papada que se cuece en la parrilla, aterriza en la mesa el extraordinario dumpling de langostinos, perfecto en cocción, relleno y masa; luego llega el no menos estupendo e intenso dotekayi de ostra y tuétano. El Xiao long pao se deshace en boca apenas visita la lengua y prepara al comensal para el desenlace. En la recta a meta, un thai burguer tan lleno de contrastes como la propia cocina tailandesa y como grand finale un espléndido pichón a la brasa, con una carne que habla por sí sola.
Para los que gocen con los postres, el caqui deshidratado con helado de soja fumada y el impresionante flan de mango son imprescindibles. El xatroise al estilo thai y el mochi de maracuyá tampoco desmerecen, pero con los dos primeros ya podría considerarse misión cumplida.