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Pocos restaurantes tienen unas vistas como las de ‘Emma’, en Suances. Una visión panorámica de 180 º sobre la ría de San Martín, que abre la vista y consigue que te entre más sol por la cara. El cielo, el mar, las rocas, las casas y la luz, que va variando conforme desfilan las comandas. Un salón impresionante que se convierte en parte del espacio exterior, suspendido sobre el paisaje, y en el que Carlos Arias sirve una comida inclasificable. O no: “Doy lo que me gusta comer. Algo distinto, lo que he comido y aprendido. La acidez, el dulce y los contrastes de sabor”. En ‘Emma’ descubres una comida furiosa y, a la vez, delicada, pues este joven cocinero tiene algo de funambulista.
La carta combina productos y platos cántabros con otros mexicanos, más algunos asiáticos. No ofrece un menú degustación fijo porque Carlos se ha rebelado contra la moda que impone al comensal un orden y un concierto, aunque prepara un menú personalizado si lo encargas. Pero prefiere trabajar la carta e incorporar cada día algo distinto: “Quiero que venga todo el mundo”, resume el chef, nacido en 1985 en Santander, criado en Suances, formado en diversos restaurantes, pero especialmente en el ‘Annua’ de Óscar Calleja y, sobre todo, en el ‘Punto MX’ de Roberto Ruiz, donde fue jefe de cocina.
Su historia comenzó en un bar familiar de Suances, ‘El Montañés’, sirviendo luego copas desde los 15 años, aprendiendo cocina con Luis Irízar, viajando… hasta regresar al pueblo en el que creció en 2018. Hoy su casa es uno de los mejores sitios para disfrutar en Cantabria y uno de los más insólitos de la comunidad.
Con Calleja, un cocinero de San Vicente de la Barquera también inspirado en México, Carlos descubrió que, frente al frenesí habitual entre los fogones, había otra forma de trabajar, más esmerada: “Era la presión de la tranquilidad, de hacer las cosas despacio y que salgan bien”. El cuidado sin bajar la guardia. En el madrileño ‘Punto MX’ la transformación fue todavía más allá: “Con Roberto conocí el sabor. Descubrir otra forma de comer y de cocinar. Me abrió la mente y el paladar”.
La serenidad de carácter que muestra Carlos hablando se empieza a entusiasmar cuando recuerda sus viajes por Latinoamérica junto a Roberto, el impacto de la inabarcable huerta del continente, el hallazgo de “los aguacates, los mangos, las limas, las mandarinas verdes de Colombia…”. “Cuando viajas descubres que lo nuestro no es siempre lo mejor, aprendes a no creerte el ombligo del mundo”. En 2018, cuando se sintió preparado, regresó a su pueblo, con ese bagaje de “sabores, especias y técnicas prehispánicas”, con ese planeta culinario y esa humildad como chef.
Todo se percibe en su comida. En muchos platos, los ingredientes por separado casi asustan con su sabor, extremadamente ácidos o picantes, pero al comerlos juntos, al reunirlos sobre el totopo o mezclarlos con la cuchara y el tenedor, se opera una suerte de magia, un equilibrio que más parece de repostero, de alguien que ha echado muchas horas calculando qué cantidad de cada componente elevará el conjunto hasta un bocado superlativo, pero ponderado.
¿Cuántos ceviches has probado en los que un exceso de lima, o de ají, o de cilantro arruinaba el plato? En ‘Emma’ sucede todo lo contrario: sin que te lo expliques, ese ceviche verde de vieiras con una emulsión de chiles jalapeños en escabeche, majado de hierbas, crema de aguacate, se transforma sobre el totopo en un placer sutil. La furia se amansa; los ojos se abren todavía más hacia la bahía.
La segunda sorpresa del restaurante es que el sabor no persigue desbordar tu boca con pirotecnias. Carlos no confunde la fusión, ese término tan sobado en nuestra gastronomía moderna, con el exotismo. No es un turista imitando la cocina precolombina, sino un devoto aprendiz que desde aquí incorpora lo que más le sirve. Ha viajado observando, no tachando destinos en una guía. Por eso los bocados dejan un regusto de comida genuina, no de souvenir.
Sucede con el langostino achipotlado que nos sirven como aperitivo, fresco como el mar que divisas desde tu mesa y aderezado con tiento. O con el espectacular taco de camarón emulsionado en chiles, servido sobre una humilde crema de fréjol negro, con corteza de cerdo y unas virutas de lechuga que introducen el justo frescor. Sin embargo, lo que cierra el conjunto, lo que enlaza el plato, es la tortilla de maíz morado, igualmente sencilla, pero increíblemente eficaz para hacer de este taco algo memorable. Y sin artificios. Un mar y monte exquisitamente delicado.
Quizá la cumbre de este riesgo, de convocar sabores furiosos a los que solo una mezcla exacta pueda domesticar, la compone su tuétano con atún rojo, hierbas y pan de cristal. La caña es de animales jóvenes, “porque tienen más colágeno”, y el atún alimenta solo de verlo brillar. Pero el cocinero se guarda el secreto de ese polvillo marrón que recubre el hueso y que rebañas con la cuchara como un niño. Al mezclarlo todo, junto con el pan, de nuevo aparecen uno y mil sabores que no existían hace unos segundos, cuando has testado cada ingrediente por separado.
Hay algo matemático en su forma de cocinar que supera la simple técnica. José García, el autor de las preciosas fotografías de este reportaje y comensal consumado, lo explica atinadamente en una comparación con su oficio: “Es como la teoría de los colores para un fotógrafo. Sabes que, si tienes una cantidad de rojo fuerte, has de combinarla con determinada cantidad exacta de otro color básico y fuerte, con un amarillo. Y ha de ser exacta o no funciona”. Carlos juega con esa precisión, tan complicada.
Detrás hay también una filosofía como restaurador. A pesar de la abundancia de espacio, ‘Emma’ solo tiene diez mesas para 34 comensales, para garantizar esa cómoda sensación de amplitud que proporcionan las vistas. Su chef no persigue fama, “ni nunca me ha movido el dinero”, solo quiere satisfacer.
Lo deduces nada más entrar en la cocina, una de las más impecables que verás nunca, casi una exposición de tan ordenada y brillante. Trabajan tres personas en cocina y tres en sala, a cual más profesional. Compra producto exquisito en Cantabria para los platos locales, y en los proveedores de calidad que ha conocido durante su trayectoria para los ultramarinos.
Porque la otra parte de la carta son platos locales, pasados por su mano inquieta. Las croquetas de jamón con las que compitió en Madrid Fusión no tienen nada que ver con la moda de las croquetas líquidas: masticas jamón a dos carrillos sin perder la esponjosidad.
El pescado que nos sirve es cuco, una de esas especies de roca despreciadas durante décadas para caldos, pero que con chile habanero y una ensalada de piña se asemeja a un plato típico de Sinaloa. La carrillera de cerdo ibérico achipotlada, ahumada y picante, permanece varias horas danzando entre tu boca. Y como estamos en una localidad turística, puedes degustar unas anchoas Catalina Gran Reserva, unos callos caseros o unas rabas de calamar, plato que es identidad cántabra y que igualmente exige un equilibrio milimétrico entre crujiente y jugosidad.
De postre, Carlos nos prepara un café de olla, un postre que no lo es, un café en dulce, un riquísimo trampantojo de gelatina, bizcocho y helado donde, de nuevo, la mezcla supera a los ingredientes de largo. El final perfecto para un viaje a ningún lado, para un vuelo sobre la bahía sentado, para darte cuenta de que tu ombligo es, en realidad, el remate de tu estómago. Un pequeño agujero y un formidable universo. Y de ‘Emma’ sales con el ombligo cantando.
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