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Un pequeño valle de verde intenso, salpicado de robles centenarios y castaños, un viñedo y un pequeño arroyo. Aquí se llega por carretera de tierra y se respira pureza, frescor y silencio, mucho silencio, el silencio del monte gallego. Estamos en los alrededores de Recelle, un pueblo de un centenar de habitantes del Ayuntamiento de Portomarín, en Lugo, y una quincena de hermosos bueyes pastan a su aire en este trocito de paraíso natural situado a 30 kilómetros de la capital. Son los de la familia López, los bueyes exclusivos y de pata negra que se catan solamente en el restaurante 'España'.
Igual no es casualidad que Héctor López barajara ser veterinario antes de que el mítico Tomás Urrialde se cruzara en su camino y le llenara la cabeza de historias y de amor por la cocina. Tampoco que su padre –rebautizado cariñosamente como Papá Paco por el propio Koyama- recordara con especial devoción al par de parejas de bueyes que prácticamente convivían con la familia en la casa que le vio nacer, la finca Recelle, sede de esta familia desde 1756. Ni que el propio Héctor se encontrara con que comprar carne de buey de calidad extra, bajo los parámetros que él buscaba para su carta, era harto complicado. Así que lo hablaron entre todos –Papá Paco, Paco hijo, responsable de sala en el 'España', Héctor y Javier Sande, el veterinario- y decidieron montar su propio proyecto. Ya han pasado siete años desde entonces y desde hace tres, solo sirven buey casero en su casa. “Cómo se trate el producto, redunda después en el plato” nos cuenta un convencido Héctor López desde su finca. “Trabajando desde la honradez queríamos pasar todas las etapas: la compra, la cría, el engorde, la preparación y el servicio”.
Papá Paco está encantado. La verdad, todos ellos lo están. Se les ve en los ojos. Hay días de sol, como el de hoy, en el que cualquiera cambiaría cualquier trabajo por esto. “Yo vengo mucho, siempre que puedo. Mi padre está aquí todos los días”, asegura Héctor. Los bueyes, de las razas autóctonas rubio gallego y vienés, castrados aproximadamente al año de nacer, siguen al patriarca como perrillos y acuden a su llamada a las carreras desde el otro extremo de esta finca de casi diez hectáreas bajo la promesa de un pedazo de pan. Perrillos de tonelada y media, se entiende. Impresionan pero, es verdad, son mansos como corderos y hasta se dejan acariciar. Especialmente Cornos, “El Indultado”, un bicharraco que por majo y buenagente se salvó del destino que espera a sus compañeros y continúa pastando, feliz, a la estela de Papá Paco.
Los animales disfrutan unos cuatro años en estas tierras en un entorno calmado y natural, en el que se reduce al mínimo incluso el estrés del sacrificio al llevarse las reses el propio día de la matanza, que se hace a partir de los siete años de edad. “El sacrificio es importante también. A primera hora los pasan a buscar, los acompaña mi padre hasta el camión y luego, en el matadero, los sacrifican inmediatamente, son los primeros en sacrificar en la mañana. Se trata de generarles el menor estrés posible”, explica Héctor.
Este entorno y su cuidado son las claves de la calidad que el chef y su familia buscaban y que está principalmente determinada por el tipo de grasa que tenga el animal. Controlados por su veterinario de cabecera, saben que no basta con que los bichos estén gordos. La grasa debe ser de la buena, la que se infiltra hasta los músculos con tiempo, buena alimentación –que incluye hasta castañas, pasando por hierba seca y cereales, todo natural-, paciencia y ejercicio que favorezca el riego. Esta grasa, intramuscular e intercelular, es la responsable del veteado y del sabor de la carne y es el parámetro a medir para determinar la calidad del animal. De una escala de hasta cinco, todas las reses del 'España' puntuaron cinco, menos dos, que se “quedaron” en el cuatro.
Sacrificio anti-estrés mediante, realizado solo cuando consideran que la res está en su punto, la totalidad de la carne del buey pasa a madurar, que en el caso del restaurante 'España', ronda los 100 días. Y de ahí, directo a la carta. Porque, punto número uno, los bueyes de este restaurante se aprovechan al 100% y, punto número dos, tienen su propia carta. Lomos, cadera, jarretes, o el deseado chuletero, que puede llegar a pesar unos 140 kg, cada pieza con su preparación y tratado particular que dará lugar desde tartares hasta carnes a la brasa. Un buey, eso sí, les dura unos 15 días en el restaurante 'España'. Y cuando no hay, no hay. De ahí la lista de espera.
Hoy nos van a sacar algo de reserva, porque la verdad estos días no tienen buey en cartera. Está acabando de madurar. Así que, carretera mediante, al restaurante que nos vamos. El 'España' es un local de dos espacios: gastrobar abajo, popular a la hora del café y a mediodía, y restaurante arriba. El restaurante es amplio, con una cocina bañada por el sol y una terraza con vistas a la romana muralla de Lugo. La cocina, nos asegura Paco hijo, es tradicional con un toque de innovación y su carta varía en función de la temporada. Mientras probamos una deliciosa tataki de buey con pan especiado y vinagreta de tomate seco, el local se va llenando. Dos señoras optan por carne y pescado, una pareja joven por un chuletón y una mesa de ejecutivos alaban las croquetas mientras fardan de la fama de lugar “entre la gente de Madrid”.
La viera con crema de patata, fideo de calabacín y perlas de soja –estallan en la boca, palabrita- y una cremosa raya en caldeirada dan paso a la estrella del local, el buey. Nos sacan costilla, con manzana asada y patata panadera. No hay hueso a la vista aquí y tiene unos tres centímetros de espesor. Lleva toda la noche haciéndose a fuego lento en un horno Josper de brasa, la niña bonita de la cocina. Creo que es la primera vez que como buey en mi vida, si me lo dieron antes, me dieron vaca por liebre. Tiene un sabor diferente a la ternera a la que estoy acostumbrada, normal, el bicho va siete años por delante. De sabor más potente pero extrajugosa, se deshace casi como mantequilla. Y luego, como dice el chef, “la pulimos un poquito” y voilá. Una delicia. La creme de la creme de la carne gallega.
Llegados a este punto, pensamos en Cornos y en sus amigos. En el prado, en las castañas, en Papá Paco y la dedicatoria en japonés que Mr. Koyama le dejó y que luce orgullosa en la entrada, junto a la cocina del local. En la casa familiar, donde aún arde la lareira, y en este proyecto que da un nuevo sentido al kilómetro cero de calidad. Merece la pena venirse hasta Lugo a probar.