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Álex (23) y Olga (25) pueden convertirse en el descubrimiento de los próximos meses. Un par de veinteañeros que chutan ánimo a todo el que se acerca hasta el 'Restaurante Fuentelgato' en Huerta del Marquesado, un pueblo de agua, rocas kársticas, pinos y acebos, quejigos y encinas. Y mucha caza -corzo, jabalí, aves-, pero poco más. Lo tienen claro y sin complejos desde el minuto uno.
“Nosotros no podemos venderos lo de kilómetro 0. Aquí no lo hay. ¿De dónde vamos a sacar verduras o pescados, carnes que no sean de caza? Aquí lo que hay es caza mayor y patatas. Es una tierra dura y solo hay algunos huertos, como el nuestro y el de otros vecinos, que se plantan en primavera para consumo propio y dependen de la climatología”, apunta Olga con absoluta sinceridad. Todo aquel que conoce este territorio sabe lo despiadado que es el clima.
Ella es la que ha nacido aquí, la que tiró de Alejandro -nacido en Valencia, pero de familia muy gallega- una vez que ambos terminaron en la escuela de cocina en la capital del Levante y comenzaron a trabajar en diferentes restaurantes.
Les temblaba el bolsillo a la hora de pagar cada mes el alojamiento. “Si trabajábamos en un restaurante en el centro -yo lo hice en 'Orígen Clandestino' y con Ricard Camarena ('Ricard Camarena Restaurant', 3 Soles Guía Repsol) un tiempo después de la escuela de cocina-, el alojamiento nos convenía en el centro. Y entre pagos de alquiler y gastos de manutención no llegábamos. Nos hubiera encantado abrir en Valencia. Siempre hemos pensado en nuestro propio proyecto, pero era imposible”, cuenta Álex mientras no deja de remover en la cocina el arroz con ortiguillas que prepara por segunda vez, tras la desaparición rápida en los platos de la primera remesa.
Antes han caído unas croquetas con cocido de cordero, nata de trufa y orégano como “entradita suave” y a compartir con los clientes de la barra. Y de primero, dos verduras: unos puerros con jugo de mejillones montados con mantequilla rancia, a los que, sobre la marcha, ha decidido añadir unas huevas de trucha; luego unas alcachofas con consomé de caza mayor y grano de café, un vicio -el del café- que comparten ambos.
La improvisación es una de sus banderas. “Pero es que no nos queda otro remedio. Nuestros dos principales suministradores nos marcan el paso. En verduras, Antonio. Cada semana cambiamos los menús. A veces cada día. Por ejemplo, a principios de semana, Antonio -en Meilide, Pontevedra, nuestro huerto ecológico- nos dice qué verduras tendremos en la semana; lo mismo hace Roberto, de Artesans da Pesca. Y de acuerdo con lo que ambos nos cuentan, nosotros elaboramos el menú. Pero luego puede ocurrir que algo cambie en esos productos que ellos tienen y nosotros nos ajustamos, cambiamos sobre la marcha”, explica Álex.
Los cambios que les imponen sus dos proveedores de cabecera cada semana los han convertido en un activo. “Nos sentamos el lunes o el martes con lo que ellos nos han ofrecido y, dependiendo de lo que hay, elaboramos los menús de la semana. A veces, como en las nevadas del año pasado, es un problema, pero llegan”, se ríe Olga, recordando cómo tuvieron que calzarse las botas para llegar a por los cajones de un proveedor que se había quedado bloqueado en la nieve.
Las cosas no han sido fáciles para los dos chefs. Venir al pueblo de tus padres, a casi 80 kilómetros de Cuenca y a otros 80 de Teruel -esta, una carretera pésima-, y decidir que coges el bar de tus progenitores para hacer otra cosa -y no bocatas o platos combinados, lo que pedían o necesitaban senderistas, ciclistas, excursionistas de la sierra- ha sido una tarea dura, que no siempre ha contado con el apoyo de los alrededores. “Pero somos muy cabezotas -reconoce Álex- y hemos seguido”. Como añade Olga, que se ha quedado de jefa de sala porque conoce la zona y tiene buen carácter para el público, si hubieran cedido a las primeras presiones -“como mi madre me decía, y era razonable que no nos entendieran”- no hubieran llegado hasta aquí.
Hoy tienen una clientela constante, desde Valencia a Madrid, que viene a comer específicamente a su restaurante. Sus verduras, sus pescados -en la Serranía Alta de Cuenca es una contradicción estimulante- y su forma de hacer y crear en la cocina, han roto barrera en una región donde lo innovador es una noticia. “Utilizamos producto excelente. Siempre. Cuando no podíamos pagar el mejor rodaballo, pagábamos el mejor jurel, pero esa era nuestra norma”, reflexiona Olga mientras Álex saca de la nevera los rubios “o peretes” -les llaman ellos-, ese pescado de roca que le da tanto juego a la hora del caldo para sus verduras y arroces.
“Nos gusta sobre todo la verdura y el pescado en nuestro menú. Aunque siempre incluimos un plato de carne, pero cada vez menos. Y no es por nada en especial, de verdad. Es que a los dos nos encantan verdura, pescado y caldos para el souquet. Los guisos nos vuelven locos”, reconoce Olga, que habla de lo excelente cocinera que es la abuela de Álex, Pilar. “Hace unas albóndigas increíbles”. A Alejandro le da un poco de pudor porque “eso de los cocineros, que siempre tiramos de nuestras abuelas para hablar de la cocina, es un tópico. Pero es que en mi abuela Pilar es una verdad”.
Ha quedado emplatado y listo el tercer plato, después de los puerros y las alcachofas. Un arroz en menestra -lo que ha llegado: coliflor, brócoli y tupinambo; todo al dente- con el arroz bombita madurado (de ‘Molino Roca’, arroz dinamita), porque ellos reivindican a sus proveedores. “Hace unos años no se les conocía tanto y ahora son un referente”, apunta Álex, solidario con su Valencia natal y con las generaciones de su tierra.
Otra de las verdades que confiesan -además de la del kilómetro 0, tan honesta- es que ellos no hacen dulces de azúcar. “Quien nos reserve pensando en el azúcar, se equivoca. Apostamos por los postres naturales, incluso tirando a salados, continuación del menú”. Hoy, por ejemplo, tiene una manzana Chante Claire con jugo de sus pieles al vapor. Fresca, que produce la ilusión de que vas a digerir bien todo lo que te has comido. Verde, sano, rico y ligero.
Esta pareja, aún sin malear por la fama en el sector -que quizá les llegue-, no tienen empacho en reconocer sus debilidades como cocineros referentes: Ricard Camarena, César Martín y su ‘Lakasa’ (2 Soles Guía Repsol) -“además de que nos vuelve locos su flan, ¡a los dos!, es que nos gusta él, cómo lo hace y gestiona. Tradición y modernidad, y encima trata bien a su gente”, suelta Olga sin filtros. Jordi Vilá y su ‘Alkimia’ (3 Soles Guía Repsol) también están entre sus figuras a seguir.
Empezaron con menú de 15 euros y cinco platitos antes de la pandemia, “pero costaba mucho que en la zona nos entendieran. Aguantamos. Y llegó la pandemia. Antes habíamos subido el menú hasta los 17 euros, luego bajamos un poco el ticket. Ahora, gracias a la gente que viene y luego repite y trae a otros amigos, de segunda vivienda algunos y la gente de Valencia o Cuenca, hemos ido ajustando y aquí estamos”, resume Olga. Hoy, para las cinco mesas que tienen, unos quince comensales máximo, hay que reservar con tiempo.
Y queda un punto curioso, extraño, como otras cosas a tantos kilómetros de todo. Y es la carta de vinos de Olga y Alejandro. Una carta con caldos franceses -son su debilidad, reconoce la chef- espumosos, blancos y tintos que es voluntaria, claro está, de consumir o no. Y que lleva a arquear las cejas a algunos clientes, pero como el arroz y el pescado, puede resultar una sorpresa contradictoria en un lugar tan perdido del mundo y único.