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Un taller mecánico. Esto era el restaurante 'Gente Rara' hace año y medio, cuando Cristian y Sofía lo visitaron por primera vez y supieron que allí querían desarrollar su obra. Eso sí, tuvieron que quitar mucho hollín hasta que el gran tragaluz del techo redescubrió un local espacioso, diáfano y luminoso. Lo siguiente fue decidir la puesta en escena, y ahí optaron por una cocina integrada en el comedor, para que todo el mundo se sintiera parte del servicio: los profesionales que lo ejecutan y los clientes que lo reciben, creándose una sinergia que invita a compartir, divertirse y disfrutar.
Por cierto, al hacer la reserva se puede elegir ubicación: en una barra alta y corrida en forma de L con vistas directas a la cocina o en una mesa tradicional. El local tiene capacidad para más de cien comensales, pero el servicio, como mucho, se ofrece a 25, así que las limitaciones de aforo de la pandemia no condicionan. Ni apreturas, ni prisas.
Alrededor de este envoltorio se concreta el contenido. Cristian Palacio podía haber seguido por el camino de "vanguardia extrema" y de éxito de 'Barahona' (1 Sol Guía Repsol, en Yecla, donde estuvo entre 2015 y 2019), pero ha apostado por arriesgar de una forma curiosa: dando un paso atrás. Así lo describe él mismo: "Volver al producto y sacar su esencia; regresar a un minimalismo sensato y en lugar de pensar en qué le falta a un plato, pensar más en qué le puede sobrar". Como la receta de foie, pichón y anguila cocinados a la vez con el aderezo de una salsa de sangre de cerdo, la misma que se emplea para las morcillas. Mar y montaña en su versión más desnuda. Eso sí, en la mesa enseguida se percibe que además de producto, detrás hay técnica, fondos y muchas horas de cocina. En definitiva, trabajo en equipo.
En 'Gente Rara' hay tres menús a precio cerrado –el corto, Inusitado (35 euros); el intermedio, Excéntrico (45 euros) y el largo, Estrambótico (75 euros)–, aunque este último es el que mejor ofrece una visión global del proyecto. El intermedio y el largo se pueden maridar.
Nada más cruzar la puerta ya se tiene la sensación de que a este restaurante se acude a vivir una experiencia gastronómica más que a comer. La joven bartender Jessica Rodrigo recibe a los clientes. Ofrece el espumoso de bienvenida y prepara el cóctel en la versión maridada, además de acercar los primeros aperitivos: almendra, oveja, tupinambo, zanahoria y té. Así de aséptica y minimalista es la descripción de la carta, aunque su relato es mucho más sugerente.
Un pequeño huerto de hierbas aromáticas insiste en la idea de volver al origen. Lo explica Misha Tanasiychuk mientras monta una tapa de maíz en distintas texturas con un toque de chile rojo y brotes verdes que selecciona al momento. A su espalda, los tarros de encurtidos, fermentados y las conservas –no tardarán en llegar– describen otra de las apuestas: mirada local, sostenibilidad y economía circular.
¿Por qué cobrar por el agua cuando la que sale del grifo del Pirineo es de buena calidad? El cliente tiene esta opción, pero hay más detalles: la vajilla, diseñada por la artesana local Sehahechotrizas; el aceite solidario del proyecto Mi Olivo; los frutos secos Nux de un pequeño productor de Gurrea de Gállego (Huesca) o el café de especialidad Onawa (Colombia) de tueste artesano. Pero también se refleja en decisiones como la de intentar eliminar los plásticos de su rutina de trabajo. Este detalle se plasma, por ejemplo, en la receta de salmonete a baja temperatura, que se cocina con el calor residual de la cera líquida de un panal a medida que se solidifica.
Antes de llegar a este plato suceden más cosas. Félix Artigas, el sumiller, despliega el catálogo de sugerencias, que si se apuesta por el maridaje, es amplio y de calidad. Empieza por vinos blancos tranquilos, se prueban varias manzanillas, un Chablis de Borgoña con el que se eleva el punto de acidez, para ir pasando a los tintos: jóvenes y vivos para empezar, y con más cuerpo y clásicos a medida que llegan las carnes. Para los quesos, blanco dulce, y Oporto y tinto goloso para el remate laminero.
Ya a la mesa comienza de verdad la obra de teatro. En primera línea se escruta al milímetro el trabajo de cocina. Curiosamente, no hay olores ni ruidos extraños o gritos de comandas. Desde el puesto de mando, Cristian es quien lleva el cuenteo de los pases habitualmente, pero esta labor la puede ejercer cualquier compañero. El servicio fluye, hay armonía y tiene un sentido. "Si no fuese así, en un menú de más de 20 pases nos pegaríamos seis horas", comenta Sofía Sanz. Todo el equipo está al tanto del ritmo de las mesas, lo que facilita su tarea, sin perder de vista que la pulcritud no se negocia en una cocina así.
El viaje gastronómico, para abrir boca, empieza con un crujiente de encurtidos. Sin solución de continuidad, viaje a Japón a partir de un caldo dashi con el contrapunto local de una trucha del Pirineo. La hueva de Mujol, un bocado para degustar muy curado, se ofrece en este local en una versión semi con emulsión de almendras locales y migas. Un prodigio de suavidad y contraste de texturas.
Una melosa e intensa sopa minestrone deja paso a los pescados: al ya reseñado salmonete, al micuit de hígado de rape elaborado como uno de pato y al guiso de bacalao en tres versiones. Tradición y novedad regresan de la mano de unas lentejas beluga con tendón de res y anguila ahumada o cuando aparece el denominado Cerebro, tal vez la visión más impactante del menú, que en boca sugiere un curioso contraste de mar y montaña, cuya versión más auténtica es la del foie, pichón y anguila.
En la puesta en escena también participan los chefs Nerea Bescós y Mario González, jóvenes pero viajados por cocinas de mucho nivel. Este último, describiendo los secretos de un rulo de rabo de cordero deshuesado. Va acompañado de una crema de Idiazabal y de un falso de arroz de pasta que al mezclar ingredientes recuerda a un risotto.
La obra se acerca al desenlace cuando Sofía Sanz muestra el carrito de los quesos que consigue en 'La Lechera de Burdeos', una pequeña quesería de autor de Murcia. En este punto de la comida su paseo resulta de lo más natural y la elección, realmente difícil. Edelweis, una flor helada de anís y limón, limpia el paladar antes de acudir a las elaboraciones de miel y leche de los postres.
Y la abeja, de nuevo, protagoniza la última escena alrededor del panal de un apicultor de alta montaña de Ariza (Zaragoza). Cortar y saborear como un dulce caramelo. Es el último guiño al producto local, sostenible y respetuoso con el medio ambiente.
La andadura de 'Gente Rara' es corta y se ha desarrollado entre obligados parones, así que ya se verá cómo evoluciona. "Vamos quitando algún plato e incorporando nuevos, pero llegará un momento en que los clientes nos soliciten un cambio completo que todavía no tenemos claro cómo va ser", explican Cristian y Sofía. Eso sí, no piensan dejar de entender su trabajo como un hobby, divirtiéndose y pensando que gente rara hay mucha por el mundo, pero que cocine tan bien, no tanta.