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Para cualquier vecino de Barcelona, la Zona Franca es esa parte de la Ciudad Condal que unía el litoral con las rutas de acceso al centro. Un barrio obrero, ferozmente industrial y que aunque ha crecido y mutado, sigue siendo ese territorio de paso por el que uno acostumbra a transitar sin mirar a los lados. En este núcleo de bares de toda la vida y pequeños negocios familiares, nació en 1974 'Granja Elena'. Fueron los padres de Borja Sierra, Patricia Calvo y Abel Sierra los que empezaron con el asunto.
La primera, una cocinera de excepción; el segundo, un emprendedor que le había echado el ojo al legendario 'Colmado Quílez' y al que se le puso entre ceja y ceja abrir una pequeña charcutería con vocación delicatessen. "Tienes que pensar que en esa época aún era difícil encontrar ciertos productos, como el jamón de jabugo, en muchas partes de Barcelona" cuenta Borja Sierra. Borja es el heredero de una fortuna familiar que se cuenta en divisas gastronómicas. Y es que los Sierra-Calvo (Borja, su hermano, su hermana, su madre y su tía) han convertido esa granja de barrio en una ubicación muy alejada de los clásicos circuitos turísticos, en una cita obligada para los amantes de la buena cocina.
Por la mañana, a partir de las 7, los habituales de 'Elena' se zampan un buen bocadillo de tortilla o una buena butifarra. Son los clientes de siempre, los que aspiran a un desayuno de primera clase. En cambio, el mediodía empieza con un imparable trasiego de vehículos y una parroquia absolutamente distinta.
"Aquí por la mañana vienen los que se van a trabajar y quieren zamparse un buen bocata, con buen pan y buena chicha. Al mediodía viene un cliente mucho más 'delicado', que busca una cocina más elaborada sin dejar de ser casera. Creo que el secreto es que hemos aprendido a trabajar con ambos, sin dolores de cabeza". Efectivamente, del bocata de fuet al picadillo de salmón con erizo a la yema de huevo existe un trecho que los Sierra-Calvo recorren con la tranquilidad del equilibrista que se sabe de memoria los trucos del cable y se ve capaz de sortear cualquier imprevisto.
El local es pequeño, muy pequeño incluso: una docena de mesas, servilletas de lino y cubiertos sin ínfulas. Sin embargo, el que entre en busca de una mesa sin reserva previa puede llevarse un buen chasco. La 'Granja Elena' no abre para las cenas y el sábado solo sirve desayunos, así que sus sillas siempre están llenas y llamar con antelación es obligatorio.
"Hace 40 años era completamente distinto, pero lo que no ha cambiado es que lo que pone en la carta es exactamente lo que te vamos a servir. Ya sé que parece una perogrullada pero es así", afirma el chef, con media sonrisa en el rostro, de pie de delante de una cocina minúscula pero muy bien armada y en el que conviven él y su ayudante de cocina. Y otra cosa: uno puede desayunar por menos de 10 euros; comer va a costarle algo más.
El maravilloso arroz con trufa y el espectacular tartar de la casa son de los de los platos estrella de la 'Granja Elena' y probándolos es más sencillo entender el porqué es una de las mesas más deseadas de una ciudad que presume de inventar tendencias más que de seguirlas. Poco amante de los experimentos y un fanático de la buena materia prima que permite a los platos brillar sin necesidad de marearlos, Sierra explica que su mayor influencia es Hilario Arbelaitz, el mítico chef de Guipúzcoa que ha convertido el 'Zuberoa' en un referente de la cocina española (con 3 Soles Repsol) y cuyo acercamiento a la gastronomía puede verse en cada plato de 'Granja Elena'. "Me gusta su filosofía, esa autenticidad que desprende cada uno de sus platos, la obsesión por el producto y la fidelidad a las raíces. Y luego está su tarta de queso, claro (risas)".
Después de un año ejerciendo de hombre-para-todo en los dominios del vasco, el catalán volvió a la Zona Franca dispuesto a darle un meneo a la carta y a apostar por la cocina que le gustaba. "'Si les gusta, ya vendrán' me dije a mí mismo".
Para probar su teoría y dejar que los hechos hablen por sí mismos, el chef marcha unos cuantos de los platos estrellas de la carta ("apunta que los callos de mi madre siguen siendo insuperables y que jamás los superaré") que podrían ser un recorrido emocional por la historia de la granja: un fresquísimo tartar de vieiras con tomate que en boca se revela explosivo; una kokotxa de atún con piquillos en el que respira el alma de 'Zuberoa' o –uno de los platos favoritos de los fieles del lugar– el insuperable revuelto de cerebritos con trufa, de textura y sabor orgásmicos (con perdón).
Luego llegan un magistral escabeche de mejillones y erizo (uno de esos ingredientes que Borja Sierra eleva a los cielos y que es muy común en su cocina) y unos imperiales guisantes con butifarra negra y pies de cerdo que hace sonreír al comensal sin necesidad de hincar el tenedor en el plato. De postre –es un decir–, Borja Sierra exhibe músculo con un plato que aúna todo lo dicho (y saboreado antes): unas pochas con alcachofas y kokotxas que se muestran impermeables a los adjetivos y exigen ser catadas.
Los platos son finiquitados en la propia barra de la cocina por el chef y salen de allí a toda velocidad a las mesas. "La materia prima lo es todo: le das solo un toque y ya. No necesitas más" dice Sierra, que no parece muy preocupado con la dificultad (extra) que supone trabajar en un lugar al que hay que venir a propósito. "No siento presión, me gusta que el que viene aquí deba hacerlo a propósito, es bonito que tu cocina haga que se olviden de tu ubicación. ¿Moverme? Pues mira, hace unos cinco años encontré un local estupendo, muy grande, cerca de aquí. Se lo conté a mi padre, que me miro y me dijo: "La 'Granja Elena' nació aquí y si algún día muere, morirá aquí, en este mismo sitio. ¿Y sabes qué? Tenía razón".