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"Yo para ser feliz no quiero un camión, quiero ir a 'La Bicicleta' y con una gilda y el cabrito me basta". Fue la declaración de principios de un foodie sin prejuicios y bastó hacerle caso. Aquí, en Hoznayo-Entrambasaguas (Cantabria) Cristina Cruz y Eduardo Quintas se metieron en un jardín en el 2011, el peor año de la Gran Recesión. "Cuando llegamos, todo alrededor se vendía o se alquilaba", recuerda Edu. Cris preparaba oposiciones –es historiadora del Arte– y él se había quedado en el paro, como tanta gente del sector restauración en los años malditos.
Cuentan su historia, mientras entran y salen de la cocina abierta de 'La Bicicleta'. Cris va y viene con Amor, con tareas de jefa de sala, por el comedor. Es un miércoles de Semana Santa, tienen ocho mesas y están ocupadas. Junto a las mesas tradicionales, la barra en la entrada, un guiño con el que no renuncian a sus orígenes, un bar de carretera para el tapeo. Porque aquí no se guisa solo para foodies, las cosas van más allá de los menús degustación. Los sabores siguen siendo reconocibles, sin renunciar a lo novedoso.
En la casona cántabra de 1721 bien decorada y con gran escudo en la portalada, de la familia Carasa-Redondo, se nota la mano de la licenciada en Bellas Artes, amante de la tradición cántabro-británica y de las corrientes del siglo XXI, la escandinava y nipona, desde el mueble de teca de los porches y el patio, al sofá chester de la biblioteca o las mesas limpias de la segunda planta, con manteles blancos de tela, austera y amplia para eventos.
"Cuando abrimos, con 80 m2, ofrecíamos también un lugar confortable en la carretera, donde tomar un par de huevos fritos de corral con pimientos". Ahora son más de 300 metros cuadrados más confortables aún, un hogar.
La patata suflé rellena de tortilla, chorizo y bonito no se puede igualar a la gilda y pasa a mejor vida, para seguir con el pepito con láminas de ternera de Tudanca, alcaparra frita y queso ahumado de Liébana. Sí, estamos en Cantabria y ¡qué gustito! Otros dos pases con el foie gras marinado y algas, y luego el tartar de navaja o la morcilla asturiana rellena de calamar, que combinan las montañas astures o pasiegas y el mar Cantábrico. Como hay que conducir, la DouGall's 942 (el prefijo cántabro), del inglés que hace 20 años decidió tener su propia cerveza en Liérganes.
Pero aquel bar de carretera casi les hace morir de éxito. "La hamburguesa de rabo de toro o el tartar de aguacate, los langostinos crujientes, luego boletus y trufa. Todo a buen precio. Y llegó el éxito. Yo solo contaba los cubiertos que dábamos por día. 150, 160 cubiertos, pero ninguno de los dos queríamos eso", explica Edu, sin soltar el suflé con el que mantiene un baile pluscuamperfecto desde hace rato.
Tocaron techo y el mismo día de Navidad cogieron un mazo –literal– entraron en la cocina, que ahora es enorme, y comenzaron a tirar todo. "Ahí empezó nuestra transición. Queríamos cocinar lo que nos gustaba a nosotros y no para satisfacer a la gente. Lo otro ya no podíamos soportarlo", remata el cocinero, que prefiere esa palabra a la francesa "chef".
A Cristina no se le ha olvidado que "no teníamos ni idea del negocio, nunca habíamos hecho restauración, excepto Edu como cocinero". Aprendió en 'Zuberoa' (3 Soles Guía Repsol) y en el Club Privado de Comillas, pero hacer los escandallos, gestionar un negocio…, era otra historia. "Ahora llevamos ocho años, hemos metido mucho tiempo, estudiado y cada día seguimos sorprendiéndonos de este mundo". Mantienen la frescura, no han adoptado aún la impostura de los grandes.
En este punto de la charla, ya estamos entre la ostra con pichón y berza con caldo lebaniego (sorprendente), la huerta de primavera (flan de hinojo, txakoli y jugo de champiñón), el espárrago blanco, hasta llegar al "arroz cremoso de careta, pilpil de bacalao y guindilla". Es uno de los platos más solicitados y un mérito, porque cualquiera que suba del Levante o del Sur comprueba que el Norte y los arroces son otra cosa. Un riesgo para muchos. Este está al dente, en su punto y rico.
No llevaban un año abiertos (2016-2018) cuando les cayeron del firmamento el sol y la estrella de ese mundo de chefs y foodies en el que aún son nuevos. Alucinaron, pero pronto descubrieron un lado menos amable del éxito. La gente de la zona dejó de ir a verles, a comer, porque instintivamente reaccionaron pensando que los galones les hacían más caros. Y no solo de foodies viven los restaurantes, ni mucho menos. Salvo excepciones contadas con dos manos en este país.
Pero también han espabilado en ese asunto. Hay tres menús degustación: el corto, 12 pases y 65 euros; el medio, 13 pases y 75 euros; el largo, 14 pases y 85 euros. Pero ojo, que lo tienen claro, hay un menú ejecutivo por 45 euros y cada plato de fundamento oscila "entre los 25 y 30 euros", apunta Edu, explicitando que en su casa caben todos.
Los pases van cayendo, mientras la luz entra por los arcos de medio punto que fueron el porche de la casona y hoy, acristalados, convierten el lugar en un sitio agradable, alrededor de una mesa redonda. A través de la ventana contemplan las hortensias aún sin flor, la glicinia morada en plena floración y las gotas de lluvia que lavan la piedra de sillería. Hacer nidos confortables no siempre es fácil, pero si además los lugares son húmedos y lluviosos, el asunto es primordial.
El plato de fundamento como llaman en la tierruca a los consistentes, en este caso el pescado, se transforma en lubina a la sal y su empanadilla, ajo, patata y mantequilla tostada. Y la carne llega mediante el royal de rabo de vaca, zanahoria escabechada y focaccia de romero calentita. Con tamaño que sorprende –por lo grande– para un menú degustación. "Guapos" de presentación, como dicen en la mesa de al lado, y sin intimidar a la vista, un placer para el paladar. Y eso que a ese nivel, el personal ya comienza a resoplar porque están llenos.
Pero es el costillar del cabrito, crujiente y maravilloso, con el canalón de papada y el suflé de patata –un riesgo a esas alturas de la comida– lo que termina de llevar el arrobo a la mirada de los clientes cuando el cocinero sale para preguntar "¿qué tal?". Después de todo, el cabrito ha sido un empeño de él. Y tenía razón.
Cristina y Eduardo pretenden seguir dando de comer bien a gente normal. "Los sabores muy planos, potentes y llanos", reconocibles aunque cruzados, sin miedo a cambiar la carta cada semana, dependiendo de cómo esté el mercado y el producto. Mantienen la frescura de quienes no hace tanto aún viajaban en la furgoneta de surf por el mundo; a ambos les gusta comer y no renuncian a ninguna influencia. Cristina es de las que sabe que "la cocina y una buena mesa ayudan a compartir la felicidad". Y ella comparte la reflexión mientras, al fondo, Edu y Tamara emplatan, al tiempo que reciben a la gente que va entrando y se instala en la barra. Luego, a la mesa.
Como no viven para conquistar los cielos, sino para mantener los pies en la tierra, se acomodan a las circunstancias con ingenio. "Ahora estamos con las verduras, los guisantes, las habitas, el espárrago... La temporada. A veces, la gente me pregunta qué plato es el nuestro. No lo tengo, depende del momento, cada plato tiene vida propia. Y circunstancia".
Y ambos se tronchan de risa cuando piensan con la ilusión que empezaron su primer huerto aquí al lado. "Pensamos, con esto tenemos nuestros tomates, lechugas, cebollitas… Nos duró una semana", comenta él mientras ella añade que esa fue otra de sus experiencias para aprender.
Y llegamos a los postres. Mousse de limón, guisante, tipsy cake y helado de laurel; o sésamo, chocolate, albahaca, pino y yuzu. Una bomba a la que es difícil renunciar. Se impone el reposo antes de abandonar la mesa.
A este cocinero le encantan los postres. "Los hago ricos", reconoce con una sonrisa divertida, como si se sorprendiera de sí mismo. Basta con mirar alrededor para ver que sí, que los hace ricos. Y que la gente va a seguir sentada en su mesa redonda, con pareja o con familia, en un lugar creado para disfrutar.
Afuera, un triciclo en el patio y en el porche delantero una bicicleta de Edu –un amante de los pedales– caen bajo la mirada del cliente, que ha salido a bajar un poco la comida antes de meterse con el último postre.